Autoficción

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Autoficción
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Sergio Blanco

Autoficción

Una ingeniería del yo


© Sergio Blanco, 2018

© De esta edición, Punto de Vista Editores, S. L., 2018

Todos los derechos reservados.

Primera edición: septiembre, 2018

Segunda reimpresión: enero, 2020

Publicado por Punto de Vista Editores

info@puntodevistaeditores.com

www.puntodevistaeditores.com

@puntodevistaed

Director de la colección: Felipe Díez

Coordinación editorial: Miguel S. Salas

Corrección: Gabriela Torregrosa

Fotografía de cubierta: Esfinge en un mausoleo de Brunswig en el cementerio de Metairie. Nueva Orleans, Luisiana (EE. UU.)

Diseño de cubierta: Joaquín Gallego

ISBN: 978-84-18322-14-3

IBIC: DSG, ANB

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com

Sumario

Preludio al ensayo

I. Definición: cruce de relatos y pacto de mentira

II. Recorrido histórico de las escrituras del yo

Sócrates y san Pablo: el conocimiento de sí mismo

San Agustín: la invención del yo

Santa Teresa: el análisis de la persona

Montaigne: el universalismo del yo

Rousseau y Stendhal: la fragilidad de la memoria

Rimbaud y Nietzsche: la otredad desconocida

El yo en el siglo XX: el psicoanálisis, sus herederos y las nuevas técnicas narrativas

El yo hacia finales del siglo XX: de la personalización a la desubjetivación

El yo en el siglo XXI: la resistencia al individualismo exacerbado

III. Decálogo de un intento de autoficción

Decirme a mí mismo: ¿por qué me autoficciono?

1. La conversión

2. La traición

3. La evocación

4. La confesión

5. La multiplicación

6. La suspensión

7. La elevación

8. La degradación

9. La expiación

10. La sanación

Epílogo. Inventarme para combatir la soledad y para hacerme querer

Sobre el autor

Mi arte es una ficción real, no es mi vida, pero tampoco es mentira.

Sophie Calle

Preludio al ensayo

Hace algunos años, mi primer ensayo sobre la autoficción empezaba diciendo que me sentía capaz de escribir autoficciones, pero incapacitado para escribir un texto sobre la autoficción. El paso del tiempo ha cambiado esta percepción no solo gracias a las horas de estudio que he dedicado al tema, sino también gracias a una serie de proyectos de investigación en equipo. Hoy me puedo aventurar a escribir sobre el yo gracias a todos esos otros que han nutrido mi trabajo de búsqueda en talleres, cursos, seminarios, laboratorios y puestas en escena. Desde Madrid hasta Tokio, pasando por México, Teherán, Tilcara, Londres, Punta Arenas, Burkina Faso, Nueva Delhi o Nueva York, el permanente encuentro con creadores, estudiantes, artistas, investigadores y talleristas provenientes de horizontes tan diferentes es lo que ha enriquecido mi trabajo trazando una cartografía fascinante que me ha hecho aventurarme en esos territorios incógnitos del yo.

Hannah Arendt afirmaba que la única felicidad está en la capacidad de pensar. Debo confesar que me atrae pensar el pensamiento desde este lugar: un espacio de satisfacción y deleite, por más desestabilizador que pueda ser. Pensar la autoficción me ha ayudado no solo a adentrarme mejor en ella, sino a alcanzar instantes de gran placer. Uno de ellos fue el día en que, en un taller, una joven afgana imaginó de golpe, mientras narraba la destrucción de su jardín en Kabul durante la guerra, que un viento fuerte empezaba a mover los árboles, y entonces concluyó su relato diciendo: «Y entonces comprendí que gracias a los árboles podemos ver el viento». Fue imposible no emocionarse. En una sola frase, aquella joven nos estaba demostrando en carne y hueso que la autoficción nos permite deslizarnos de un trauma insoportable a una trama que puede soportarlo todo. Allí donde había habido dolor y destrucción, ella levantaba ahora una imagen de una intensidad poética abrumadora. Y, gracias a esa poesía, esa imagen se desprendía de Kabul y de la joven afgana y podía aterrizar en Vietnam, Montevideo, Lisboa, Bagdad o Bogotá. Esa imagen poética había transformado su pequeña historia personal en una gran historia en donde todos podíamos vernos. No solo la autoficción había transformado el trauma en trama en pocas palabras, sino que también había pasado de la pequeñez de la lágrima a la inmensidad del diluvio. A este tipo de instantes me refiero cuando hablo de haber encontrado momentos de gran placer. Y a esta misma felicidad es a la que imagino que se refería Hannah Arendt cuando hacía el elogio del pensar.

Siempre concebí el pensar como un mecanismo de autodesestabilización y de autocuestionamiento permanente: pensar es siempre pensar contra uno mismo, de alguna manera se trata de un ejercicio por medio del cual atentamos contra el pensamiento establecido. Todos estos años he podido pensar la autoficción en la medida en que iba estableciendo estrategias autoofensivas. Y es esto lo que me ha permitido avanzar —incluso muchas veces hacia atrás—. El título de este ensayo rinde homenaje a este mecanismo de autoataque permanente, ya que la palabra ingeniería significa máquina o artificio de guerra para atacar y defenderse. El término ingeniería es bastante reciente, data de 1325, proviene del inglés engin’er, que es quien construye u opera una engine, es decir, una máquina militar o un dispositivo mecánico utilizado en contiendas militares, una catapulta, por ejemplo. Una ingeniería del yo, además de proponer el acceso a la industria interna de las posibles y múltiples fabricaciones del yo, propone también una mecánica de trabajo: establecer un dispositivo bélico contra uno mismo, y sobre todo contra nuestros prejuicios.

Lo que voy a intentar transmitir en este texto es, por lo tanto, el fruto de estas reflexiones de autoataque, y lo haré siempre bajo la consigna del ensayo, es decir, como un intento, una prueba, un tanteo, un experimento, una tentativa. Todas estas ideas y apuntes sobre la autoficción no serán entonces más que una tentativa por aproximarme a lo que puede ser una escritura del yo. Y esta tentativa será posiblemente errada porque no estará basada en verdades científicas que, respondiendo a máximas de claridad y precisión, buscan un conocimiento erudito lo más sólido y objetivo posible, sino que, por el contrario, estará basada en especulaciones oscuras, confusas y caóticas que han ido surgiendo de experiencias inminentemente subjetivas.

Este texto no será más que un verdadero ensayo: un lugar de dudas, cuestionamientos e interrogantes. Un lugar hecho para osar textualmente, es decir, para arriesgarse y aventurarse por medio de una palabra que es posible que niegue verdades y que afirme mentiras, porque, como toda palabra de ensayo, es una palabra que al mismo tiempo sabe y no sabe, y al mismo tiempo que habilita el conocimiento, también lo suspende. Créanme que esta palabra de tentativa será una palabra que, al mismo tiempo que padece su saber, goza de su ignorancia.

Roland Barthes dijo una vez: «El profesor no tiene aquí otra actividad más que la de investigar y hablar[.] Diré más: la de soñar en voz alta su investigación...». Eso es lo que intentaré hacer.

En un primer momento, voy a aproximarme a una definición del término autoficción; en un segundo momento, haré un rápido y vertiginoso recorrido histórico desde la Antigüedad hasta nuestros días sobre lo que yo designo como las escrituras del yo y, por último, voy a intentar hacer una presentación de mi propia experiencia, es decir, una exposición de lo que designaré con el nombre de mi escritura del yo.

 

I

Definición: cruce de relatos y pacto de mentira

El término autoficción es un neologismo acuñado en los años 70 por Serge Doubrovsky para designar su novela Fils. El término, que está compuesto del prefijo auto- (de o por sí mismo) y de ficción (falso, mentira, invención), se refiere a un género literario que se define por la asociación de elementos autobiográficos y de elementos ficcionales. Serge Doubrovsky dice: «La autoficción es una ficción de acontecimientos y de hechos estrictamente reales». Es importante destacar que, si bien el término es acuñado por Serge Doubrovsky en 1977, el concepto existía desde mucho antes. Lo que va a hacer Doubrovsky al inventarle un término a este género, es decir, al bautizarlo, es empezar a organizar un pensamiento que pueda problematizar y teorizar esta práctica literaria. Como explicita Manuel Alberca, uno de los principales estudiosos del tema: «hasta que Doubrovsky no lo formuló, no se había tenido conciencia teórica ni genérica de la especificidad de este tipo de relatos olvidados, rechazados, incomprensibles e inclasificables por su forma contradictoria».

Mi pieza El bramido de Düsseldorf se abre con una Captatio en la cual uno de los personajes propone la mejor definición que hasta el momento se me ha ocurrido de la autoficción:

Soledad Frugone: Sergio es un dramaturgo que vive en París y que desde hace años escribe obras como estas que son autoficciones. Él las define como un cruce entre relatos reales y relatos ficticios. Muy seguido, Sergio dice que la autoficción es el lado oscuro de la autobiografía y que ahí en donde hay un pacto de verdad, como es el caso de la autobiografía, en la autoficción hay un pacto de mentira. […] En varias de sus conferencias en donde habla de la autoficción, muchas veces le escuché decir esto que creo que es algo que define a Sergio: «No escribo sobre mí porque me quiera a mí mismo, sino porque quiero que me quieran».

De este intento de definición que creo que es generoso, amable y esclarecedor, como debe ser todo lo que figura en una Captatio, se desprenden tres aspectos fundamentales de la autoficción.

El primer aspecto es esta noción de intersección, de encrucijada, de confluencia entre lo real y lo que no lo es. De hecho, en los últimos años me he acostumbrado a definir rápidamente la autoficción como el cruce entre un relato real de la vida del autor, es decir, una experiencia vivida por este, y un relato ficticio, una experiencia inventada por este. Y lo interesante es que la autoficción no es ni una cosa ni la otra, sino la unión de las dos al mismo tiempo. Eso es lo que la vuelve fascinante. No estamos ante la disyuntiva de «ser o no ser», sino ante la certeza de «ser y no ser» a un mismo tiempo. Esto último es lo que hace que la autoficción proponga cuestionarse todo el tiempo sobre el vínculo entre lo que es verdadero y lo que es falso, es decir, el famoso tema de la frontera entre lo real y lo no real que siempre ha habitado el mundo del arte desde Sócrates hasta nuestros días. La autoficción, al cruzar la verdad y la mentira fundiéndolas en un solo relato, toca la raíz epistemológica del arte: el asunto de la convivencia entre lo real y lo que no lo es, el tema del mundo y su representación. Con las palabras lúcidas y filosas que siempre lo caracterizaron, el dramaturgo británico Harold Pinter arriesgó una vez la siguiente idea: «No hay distinción firme entre lo real y lo irreal; ni entre lo verdadero y lo falso. Una cosa no es necesariamente verdadera o falsa, sino que puede ser ambas: verdadera y falsa». A su manera, estaba definiendo la autoficción.

El segundo aspecto que se desprende de esta definición es lo que he designado con el nombre de pacto de mentira y que es lo que separa y aleja la autoficción de la autobiografía. Esta fórmula de pacto de mentira es algo que he inventado como respuesta a la noción del pacto de verdad del cual habla el mayor estudioso de la autobiografía, Philippe Lejeune, quien en 1975 afirma en su célebre libro El pacto autobiográfico que en toda autobiografía debe haber un pacto de verdad que el autor establece entre él y su lector. Fue estudiando este pacto de verdad como una tarde se me ocurrió pensar que finalmente en la autoficción, por oposición a la autobiografía, hay un pacto de mentira. Es en este sentido que me gusta afirmar que la autoficción de alguna manera es el lado oscuro —u oculto— de la autobiografía: allí donde la autobiografía pacta fidelidad y lealtad a la verdad, la autoficción jura infidelidad y deslealtad al documento. Si hay algo que es cautivador en la aventura autoficcional es ese desprendimiento de la realidad, de la veracidad y de la exactitud, ya que, allí donde una autobiografía atestigua y certifica, la autoficción desatestigua y descertifica. Experiencia suprema de lo ilegítimo, es eso la autoficción y, por eso mismo, es un territorio tentador en donde no hay ni ley ni moral. Si hay algo que puedo asegurar a la hora de definir la autoficción es que es por excelencia una experiencia amoral.

El tercer aspecto que resalta esta definición, al confesar la necesidad de ser querido por los demás, es la urgencia que tiene toda autoficción por encontrar al otro o a los otros. Y este no es un detalle menor: la autoficción no es un encierro ególatra en sí mismo, como erradamente suele creerse, sino que es, por el contrario, un camino de apertura a los demás. Si bien la empresa autoficcional surge de un yo, de una vivencia en primera persona, de una experiencia personal —dolor profundo o felicidad suprema—, siempre va a partir de ese yo para ir más allá de ese sí mismo, es decir, para poder ir hacia un otro. De esta forma, la autoficción propondrá siempre ese juego ambiguo, difuso y equívoco entre el uno y el otro, entre el yo y la alteridad. En esta búsqueda del amor del otro, es claro que el objetivo de la producción autoficcional no es enclaustrarse o recluirse en sí mismo, sino, por el contrario, ir hacia otro: intentar alcanzar en un movimiento de apertura ese otro que no soy yo.

Me interesa seguir ahora con una ligera presentación histórica de las diferentes escrituras del yo que atraviesan la literatura desde la Antigüedad hasta nuestros días, y que nos va a permitir encontrar toda una serie de textos que, pese a preceder en varios siglos la aparición del neologismo autoficción, utilizan a todas luces recursos autoficcionales.

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