Señales de paso

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Señales de paso
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Pérez G., Rodrigo

Señales de paso / Rodrigo Pérez G. -- Medellín: Editorial EAFIT, 2018

94 p.; 21 cm. -- (Letra x letra)

ISBN 978-958-720-522-0

1. Cuento colombiano.I. Tít. II. Serie

C863 cd 23 ed.

P438

Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

Señales de paso

Primera edición: agosto de 2018

© Rodrigo Pérez G.

© Editorial EAFIT

Carrera 49 No.7 Sur-50

Tel. 261 95 23, Medellín

http://www.eafit.edu.co/fondoeditorial

Correo electrónico: fonedit@eafit.edu.co

ISBN: 978-958-720-522-0

Edición: Juan Felipe Restrepo David

Corrección: Marcel René Gutiérrez

Diseño y diagramación: Alina Giraldo Yepes

Imagen de carátula: La vie est un voyage. Andrey Remnev (1962 – Yachroma, cerca de Moscú)

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial

Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158, emitida el 13 de febrero de 2018

Diseño epub: Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Índice

Prólogo

Mutantes degenerados de dinosaurios

El sombrero de fieltro de don Aurelio

Ese toro enamorao’e la luna

Un personaje de H. G. Wells en Bogotá

Lope de Aguirre en la Plaza de Las Nieves

Como mandado a hacer

Tongolele en la dentrodería

¡Durraba Ojaduca!

A Andrea Amalia

Ese hombre nacido, a diferencia de los seres divinos, con una sola ala, hace esfuerzos incesantes por volar; en el intento se parte pierna y huesos, pero persevera bajo el estandarte de su idea.

Paul Klee

Prólogo

¿Cómo ponerle sintaxis a un grito con la mera imaginación de la incapacidad de uno para conformarse, getting no satisfaction? Tal el clamor, aguijón o pulsión original al escribir estos cuentos, movido por la punzante urgencia de replicar, con cantidades infinitamente inferiores, a los embates de los que somos presa, sensibles y con los pies de barro, en un medio activo y rico en variadas fuerzas que van contra la vida, que constriñen y obligan con cargas inútiles desde tiempos inmemoriales y mediante técnicas y estrategias cada vez más sofisticadas. Se nota aquí un empeño –por vías sinuosas y sin trabas en la lengua, ceñida, lidiando con las porfiadas resistencias del material– en comprender los hechos, para descargarlos de su gravedad, desmenuzando, en una travesía por distintos lugares de nuestras cordilleras, una experiencia, un afecto, y el lector, si vence también él las resistencias del material, de cierta manera se contagia con estas vivencias y se impregna de la pasión del narrador que nos hace compartir estos sentires, estas percepciones, tal como ocurre con el cuento del toro rojo y el devenir animal del hombre, o sea, esta participación con el animal que sufre y que de alguna manera, al sufrir, se humaniza y suscita en nosotros, no la compasión sino el afecto. Cosas, animales, plantas, meteoros –rayo, cometa, llovizna, rocío, arco iris–, de repente están dotados de un mana, de un espíritu, como creen los indios achuar amazónicos, son interlocutores nuestros o son nuestros hermanos, emiten signos, que recibimos si tenemos abiertos los ojos del espíritu, y reciben signos de nosotros.

Una señal de paso que inscriben, que emiten estos cuentos narrados todos, salvo uno, en primera persona, es el hecho de que la gracia, insidiosa, retorcida, inesperada, no cae del cielo como el matrimonio y la mortaja, ni brota de la tierra como la ortiga y la mora, sino que obra en la superficie o suelo de la grieta y de la desgracia misma, si asumidas y acogidas sin reserva. La desgracia no es la de un sujeto privado, puesto que el yo que narra aquí está privado de yo, habla desde un yo colectivo, que encarna en personajes de ficción como el Pedro Páramo de Juan Rulfo o el Bogotá del cuento de H. G. Wells, “El país de los ciegos”, o bien reales, de la historia antigua, como Lope de Aguirre o el indio betoye Cagiali, y si estos personajes están ahí es porque ponen de presente, en cada caso, algo que nos concierne, ahora y aquí, a todos los nativos de un país rico y hermoso consagrado por sus amos a la memoria de un déspota, codicioso, truhan, esclavista y racista, Colón, en cuyo nombre se nombró al país, Colombia, y cuya marca sufrimos hoy día todos, grandes y chicos, blancos, negros, indios y mestizos según su consigna, “Primero cañones, después mantequilla”. Si el yo es colectivo, lo privado es público, y lo que le ocurre a este sujeto, en acción, pasión o pensamiento, nos puede suceder, eventualmente, a cada uno, en la imaginación de cada uno, al menos, y si el sujeto que narra se divierte con las peripecias que cuenta, a menudo nada agradables, el lector se divertirá con mayor razón, al advertir que no es él quien sufre estas desgracias, ni siquiera el autor, sino que son cosas, serias y risibles, grotescas e irrisorias del narrador, como el “Gatuperio” en el último cuento, una legítima andanada contra los sedentarios cultivadores de la metáfora y de la burocracia a la par. Al ser escritos con la mera imaginación de quien es incapaz de conformarse, en estos cuentos ocurren metamorfosis, especies de muerte y renacimiento, y no metáforas, y segregan humor y política de principio a fin, ¡cómo no!, si quienquiera que viva es impactado por bandazos de fuerzas o vibraciones que emana el inconsciente colectivo, y puesto que los afectos son flechas, usamos las palabras como flechas a ser lanzadas contra las pérfidas fortificaciones donde medran miedo, superstición, codicia, ceguera voluntaria, anhelo de fama, endurecimiento del corazón y sed de sangre, obediencia y sumisión, opinión y ánimo de imponer. El autor se ríe de sí mismo, se ríe del narrador que se ríe con los personajes que encarna y con el personaje que encarna Tongolele en el único cuento narrado en tercera persona, donde asistimos al devenir-mujer de un hombre, que es cosa molecular ante todo, este asunto de fabricarse una mujer molecular en sí, una molécula femenina dura, obstinada, indómita y tierna.

Mutantes degenerados de dinosaurios

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí.

Augusto Monterroso

Ya grande, obseso por una estética automotriz, avanzaba, ¡muy cauto!, haciendo el quite a los carros que me perseguían como sanguinarios perros de caza. Las cosas comunes que son la vida...

¿Y el amor? ¡Ah!, el amor es como un poderoso motor de avión que nos puede llevar lejos por sobre las montañas, me decía el amigo R. un día que andaba leyendo la novela de James Cain, El cartero siempre timbra dos veces. Ahora bien, me preguntó luego, ¿qué pasa si ponemos este motor en un carro, sea Ford, Volkswagen, Toyota, Citroën o Chevrolet? Tomad nota, lento como soy, ¡carricoche!, me tocó esperar que el cartero llegara dos veces para cerciorarme: ¡lo vuelve trizas! ¡Erre con erre cigarro! ¡Erre con erre barril!, ¡Rápido ruedan los carros!... de repente salta la liebre por donde uno menos piensa, ¿o por donde uno más piensa?, ¡Cargados de azúcar al ferrocarril!

Había salido temprano del cuarto en La Macarena a la Remontadora Rocaford, cerca a las Torres del Parque. Traía un mocasín negro en una bolsa para remontar la suela, averiada por estos gajes del dromómano, manía del dromedario, en el duro asfalto. Anclado al pie de la remontadora cerrada, timbro una y otra vez. De pronto, el ruido de la persiana metálica se levantó de golpe. Entro, dejo el zapato encomendado al zapatero y, a punto de salir, me pillo sobre un banco de madera el periódico de la víspera con una noticia que me despertó enseguida una sonrisa, ¡los microchips estaban ya encajados en ambas palmas de mis manos! Decía la noticia: compañía japonesa NTT desarrolló tecnología Red-Tacton, que permite pasar información con el simple contacto. En un apretón de manos, en un abrazo, en un beso, cruce de música y noticias…, oigo al poeta Gonzalo Arango, Una mano más una mano no son dos manos, son manos que se juntan, y cruzan, o chocan, sus ondas recíprocas.

 

De vuelta al cuarto en La Macarena y a propósito de la Red-Tacton, pensaba en la neotenia, o ¡cómo vivir al día y a la hora del mundo!, ¡cómo exprimir juventud de todas las edades! Notamos hoy día que el hijo enseña informática, tecnología de punta, a su papá, mientras que este le enseña ciencias al hijo. En la evolución darwiniana, a esto se le llama neotenia y hace referencia a un rejuvenecimiento del embrión; ocurre que el Hombre se parece menos a un chimpancé viejo que a un embrión de chimpancé: cráneo redondeado y elevado, cara proporcionalmente pequeña y hocico no protuberante…

Los niños, los meteoros todos, lluvia, rocío, niebla, rayo, granizo, arco iris, tanto como los animales fuera de cautiverio y algunos domésticos: genuinos neotenos, ¡viven al día…! La neotenia, pues, no es una nueva tenia –¿purgarme otra vez con aceite de ricino y naranjada para sacar otra solitaria?–, sino ¿¡cómo vivir al día y a la hora del mundo!? ¡Chóquela, mano!

El mandato que recibí de Zoroastro, armado por él con las flechas de la palabra, pues los afectos son flechas, fue que, libre de miedo y lleno de amor, ajustara cuentas de una vez por todas con una de las tantas tecnologías mandadas a recoger, aquella que parió la industria automotriz con motores de combustión. La evolución, de acuerdo con la neotenia, es un rejuvenecimiento del embrión, y en el origen del carro de combustión está, íntegro, el embrión del carro eléctrico, cuya tecnología para fabricarlo aportó el serbio nacionalizado estadounidense Nikola Tesla, relegado a la oscuridad junto con el carro eléctrico, avasallado por los dueños del petróleo que serviría de combustible, en forma de gasolina, al carro con motor de explosión y tubos de escape. ¿Ver para creer? Who killed the electric car? Revenge of the electric car!

Es oportuno relatar antes que otra cosa, por supuesto, el caso de la calle, del duro asfalto que mido al caminar, y luego evocar el golpe del tiempo de largo alcance, las colas del cometa que vuelve después de años sin-cuenta. Sin embargo, antes que nada, hay que decir que con los chips de la Red-Tacton encajados en cada una de mis palmas, camino en esta onda de la nanotecnología que vuelve cada vez más y más pequeños aparatos, herramientas, máquinas, instrumentos quirúrgicos, hasta las moléculas. Prefiero el cálculo diferencial, con infinitesimales, al cálculo integral con sumatorias infinitas. Soy un abanderado en nación de liliputienses; pueblo, a mi modo, la cabeza del alfiler donde se asientan lepidópteros y coleópteros; habito nichos del gusano que se metamorfosea en mariposa pasando por una ninfa, y nichos del cucarrón negro y terco, fragmento de una vértebra milenaria, vertebrado como nosotros. Ahí en la calabacita donde micro y macrocosmos se enlazan a través de un cuello angosto, tomo la cabeza chica por la grande y frecuento más la lupa que el telescopio. Me inclino más por enanas que por gigantes y aspiro a vivir el resto de mis días como vive un borrador de migas y como vive un jabón, esto es, disminuyendo siempre. A la final, neoteno a la enésima potencia, seré por supuesto tan pequeño que no me quepa la menor duda y pasaré por el resquicio de la puerta cual una carta secreta de amor…

Fue así como una tarde, en un apretón de manos vía Red-Tacton, mientras subía la calle empinada hacia el teatro La Media Torta y ya oía a los Carrangueros de Ráquira tocar con guitarras y cantar Las diez pulguitas y Se me perdió la cucharita, un primer cartero me pasó el mensaje, ¡Ay, Carmela! Tomad nota.

Ahora, he aquí el caso de la calle… Dromómano pertinaz, iba yo errando en la penumbra del bosque con la novela peligrosa entre mis manos...; no, caminaba por la calle el otro día, y tengo todavía pegada la imagen de la vecina atropellada por una furgoneta que transportaba cilindros de gas. Yo andaba cerca y alcancé a ver cómo la mujer, Micaela, en un último espasmo, en un último espanto, agarró con ambas manos juntas el escapulario al cuello con la imagen de la Virgen del Carmen. No estaba tan vieja la vecina y tal vez no le hacían un favor cortándole así el hilo de la vida, ¿o sí, Micaela?... Ah, ironía de las cosas que me hizo evocar a Kafka a propósito de esta Muerte, La risa sarcástica de su error capital, al ver cómo Micaela se prendía a la Virgen del Carmen en su escapulario, mismísima Patrona de los transportadores, camioneros, buseros, taxistas, patrona del chofer que, cargando cilindros de gas, la había atropellado de muerte...

Humor pagano, pensé entonces, que juntaba en una misma tropilla el escapulario de la Virgen del Carmen que traía al cuello Micaela, la casa-finca Carmen, el poemacanción Carmina Burana, la gitana bailaora y cantaora Carmencita, L’amour… Me parecía ver a todas estas Carmen, como en un desfile de travestis, montadas en volquetas y camiones por la calle con pólvora y patrocinio cual desfile gay en Bogotá, pero un 16 de julio en la Fiesta de la Virgen del Carmen… ¡Ah, al fin, Carmenar es tomar el pelo y jalar con el cardador!

Que Hitler tenía una foto de Henry Ford en su oficina, había leído yo en una revista Semana que encontré en el Parque de los Periodistas mientras migaba pan a las palomas que tiritaban arrugadas de frío a 2.667 metros sobre el nivel del mar, y luego de saludar en el prado ojival a una perra ceniza de ojos azulencos casi blancos, Siberia, coja, descaderada al ser atropellada por un carro y echada de una casa familiar por la fortuita y penosa circunstancia de haber caído en manos de gente desconsiderada que no quería perras cojas en su casa. Desplazada de la vida doméstica, ahora callejera, frotaba el lomo en mis piernas, afectuosa sin lamer, movía la cola antes de echarse en una pequeña hondonada del prado en el parque. Había hecho ahí su parche, hasta que la corrieran, con pavor a esas bestias, los carros, gracias a una mano amiga que le llevaba agua y una comida al día...

Que Hitler andaba cargado de un hediondo aliento, eso dicen, aunque era vegetariano, salvo lo de beber sangre humana, y cómo podría ser de otro modo, lo del mal aliento, si tenía una foto del capitán de industria Henry Ford en su oficina y en 1933, dos días antes de ser el canciller del Tercer Reich, declaró a un periódico de Detroit: “Henry Ford es mi mayor inspiración…”

Caminaba, pues, entre tubos de escape de los buses, busetas y camiones sopesando, catando cómo sería el tufo de Hitler con semejante inspiración... El tufo de Ford ni se diga, con todo y chicle, resto de la aventura de Fordlandia entre 1930 y 1945 con las caucheras en plena selva amazónica: ¡a los árboles del caucho se los comió el hongo sin masticarlos y a Ford le quedó el chicle para mascar el tufo...! Cual flecha veloz, avanzaba en zigzag por las calles; las vías estaban taponadas por buses atestados con racimos de pasajeros que se bamboleaban dentro y fuera de la cabina hermética full-radio. Chatarras nuevas y desechables vomitaban chorros de humo negro por los tubos de escape. Un ruido espeluznante retorcía los nervios dentro del caracol de mi oído con la resuelta fiereza de penetración conjugada, en el motor de explosión, del chasis, la culata, los biseles, las bielas, los pistones, la carrocería, el radiador, los rines y las bujías, los parachoques, los güinches, el eje, el cigüeñal, la transmisión y los bloques, las llantas, los pernos, el freno de aire, el émbolo, los pitos y la radio con megabafles...

Exhausto, ahogado y aturdido adelantaba, lento carricoche, por entre el fragor y la humareda de los carros, entre una que otra tos y con la risa penosa del lumbago decía para mis adentros, Henry Ford es mi mayor inspiración. Tratando, sin embargo, de no respirar, me abría paso al trote por entre la niebla gris plomo, sin alejarme de las vías congestionadas para llegar a la Cinemateca Distrital, canturreando, Erre con erre Cigarro, erre con erre Barril, rápido ruedan los Carros cargados de Estruendo y cargados de Humo negro por el angosto Túnel de la Quiebra...

Ay…, me oí suspirar, más tarde, sentado por fin en silencio y a oscuras en una dura butaca de la Cinemateca Distrital, a punto de comenzar unos dibujos animados con Las trillizas de Belleville a bordo, mientras me parecía que bicicletas, patinetas, patines, motos, trenes, tranvías y carros movidos mediante energía eléctrica o por un electroimán, por células combustibles de hidrógeno, solares o de helio se deslizaban sin humo, sin ruido y sin motor de explosión por las circunvoluciones de mi cerebro y de los cerebros del mundo entero y de los otros mundos... Silencio de esferas y choques moleculares inaudibles en rápido y ágil movimiento. ¡Pamplinas! ¡Recáspita! ¡Recórcholis! ¡Eureka! ¡Ay, Carmela!

¿Quién no ha oído en una villa cualquiera de Jaujacabeza-abajo los pitos, sirenas, chorrillos, chapolas, totes y voladores entonando la celebración del aniversario de la Virgen del Carmen, patrona de los conductores, el 16 de julio? Justo en un mes de revoluciones, ¡malogradas!, el 4 de julio la revolución de Independencia de los Estados Unidos, el 14 de julio la Revolución francesa con la toma de la prisión de la Bastilla en París, el 9 de julio la Revolución de Independencia de Argentina y el 20 de julio, que es el aniversario de la llegada a la Luna en 1969, se celebra allí mismito el aniversario de la Independencia de Colombia. En la calle, cada 16 de julio, fraguándose en su clímax hacia el mediodía, mil y mil revoluciones de mil y mil motores de explosión que ponen a trabajar innúmeros tubos de escape junto con otros tantos desahogos acatarrados y achatarrados de taxistas, buseros y camioneros a grito pelao y por entre el humero infernal: ¡De aquí no nos sacan!

¡Oh, oh…!, pero cómo no ver, en esta escena de buseros, taxistas y camioneros, la mismísima escena de los penitentes, pegada en la pared del cuarto de mi abuela, y en los buses, a quienes la Virgen del Carmen, los ángeles y el Niño les extienden los escapularios, que el fuego quema, y ellos que no dejan de gritar y penar allá abajo entre llamas, humero y olor a carne chamuscada del Purgatorio: ¡De aquí no nos sacan!

Hondos suspiros, remansos del grito, rumor grave de la queja del aire, del agua y del petróleo en el cielo, en la tierra y en el subsuelo... Erre con erre barril, rápido ruedan los carros, canturreo, regodeos de la canción de cuna, mi nana para quienes merecen una muerte súbita... ¡Retruécanos! ¡Chóquela, hermana!

Llega ahora el momento de contar el bizarro golpe del tiempo de largo alcance al que me referí al principio de este relato, con el mensaje del segundo cartero, pues las cosas se conjugan. Primero, ya lo dije, un mensaje que recibí en un apretón de manos y a través del chip de un NN, primer cartero, cuando subía la calle empinada hacia La Media Torta a oír Las diez pulguitas. El mensaje era: ¡Ay, Carmela! Segundo, la fermentación o el trance de cristalización de este mensaje, por lo cual se transcribe este rollo. No me cabía la menor duda, en efecto, pequeño en el ancho universo, estaba yo en la Red con los transbordadores espaciales y los otros mundos, pero en este mundo, en el silencio de mi alcoba, inmerso en la extraña música de las esferas. Recibí el mensaje de un segundo cartero, tomad nota, de un segundo cartero, o bien era el mismo que timbró dos veces, The postman always rings twice… Recibí este mensaje en unas cifras claras y contundentes al sintonizar una precisa y singular frecuencia en la radio estelar. Aspirado en la Red yo era un médium esta noche en mi nicho en tierra, un ectoplasma encarnado en el espacio, un puente para tan singular y curiosa comunicación sideroespacial. Fue así como escuché voces de afuera; llegaban sin estorbar para nada la sensación de silencio y de vacío casi palpables mientras navegaba como en una cascarita por el ancho mundo, un nonato inmerso en la placenta y abierto a múltiples conexiones moleculares. Recuerdo que en latín coitus amnium es “confluencia de ríos”; así, este germen, de nonato a próximo neonato y neoteno, sumergido en el líquido amniótico, estaba haciendo ya sus conexiones, sus coitos con el ancho mundo de sexos innumerables, desde su cápsula donde marca la duración como lo hace la clepsidra, un reloj de agua que fluye sin estancos...

 

Visor, visor, visor –escuché en el vasto aliento que soplaba en la oscuridad de las esferas–. Foco sobre los bichos, sobre los especímenes referidos en la Tierra. Actualizar datos, poner atención al volumen, al peso del moviente, cuáles son sus presas, sus nichos, sus modos de copular, de reproducirse, si pone huevos, sus hábitos, las heces del animal, el timbre y la tonalidad del ruido que hace la bestia, su talante, su temperamento....

—Sobre los ruidos que hacen los ferósticos –oí que respondían de varias frecuencias en la Tierra– hay que decir que mugen como buey uncido, bufan como novillo encerrado, barritan como elefantes, rechinan como chicharras y grillos en una hojalatería, gruñen como cerdos, relinchan como caballos, berrean como cabritos, roen como ratas, rebuznan como burros, chillan como aves carnívoras, cacarean como gallinas, ñarrean como gata en celo, carraspean como mona enjaulada, resoplan como perras iracundas, aúllan como lobos, graznan como cuervos..., y se alimentan de muchas presas con voracidad creciente e insaciable. No son plantígrados, pues no apoyan toda la planta cuando avanzan en sus cuatro patas, y muchos no son cuadrúpedos ni bípedos sino polípedos de hasta veintidós o treinta y seis patas contando las de repuesto...

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