Chuku Chuku Town

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Chuku Chuku Town
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CHUKU

CHUKU

TOWN

Merry R. Jacobs

© Merry R. Jacobs

© Chuku Chuku Town

ISBN formato epub: 978-84-685-5868-4

Editado por Bubok Publishing S.L.

equipo@bubok.com

Tel: 912904490

C/Vizcaya, 6

28045 Madrid

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Índice

Introducción

Sinopsis

1. Red social

2. Plantaciones, 1864-1865

3. El retorno, 1875

4. La llegada de Solomon

5. Los despertares de Chupi

6. El bautizo (Esássi, 1904)

7. Conclusiones

8. Tía Mari Ángeles

9. Mi hermana

10. Al abordaje

11. Cartas a Teresinya

Agradecimientos

CIUDAD DE PUERCOESPINES

Introducción

Una de esas tardes que recién llegaba del trabajo, a pocos días de que se cumpliera aquella fecha importante celebrada a nivel mundial y que siempre nos retrotraía al pasado, estuviéramos en un continente u otro, al rato me sorprendería la inesperada llamada de mi amiga Merry, quien con antelación se aseguró de felicitarme por aquel día festivo, como solíamos hacer habitualmente en fechas tan señaladas. Pero no dejaba de preocuparme su anticipada antelación, ya que apenas comenzaba el mes de octubre. Ambos acostumbrábamos a felicitarnos en ese día especial, y más tarde aprovechar la celebración de ese 12 de octubre en mi casa, ya que muchos de los ahí presentes nos encontrábamos alejados de los nuestros y esa era la forma tradicional de rememorarlos, en ese Día de Hispanidad.

Los días previos yo me dedicaba a elegir uno de los menús típicos con los que agasajar a los presentes, acompañados siempre con la misma música de fondo que dejaba sonar, el memorable Sweet mother de Prince Nico Mbarga, que nos servía de himno para tararear y dispersar nuestras melancolías. Pero dados los acontecimientos mundiales de 2020, recordé que debía reducir ese núcleo de asistentes durante estas fechas, tal como indicaba la ley, cuya principal restricción consistió en confinar a la mayoría de la población en el interior de sus domicilios, desde inicio de marzo, para evitar la propagación del letal coronavirus. De paso, continué atendiendo, asombrado, a la llamada de ella mientras me rogaba encarecidamente, a través del hilo telefónico, que le hiciera urgentemente una breve introducción para su libro. Afirmó haber admirado siempre mi léxico en el lenguaje pidgin. Así, medio en broma, no dejaba de asegurar que mis formas siempre fueron las más correctas para expresarme. De todos modos, quien no salía de su asombro era yo, que ignoraba que ella continuase su hobby literario de la infancia, pero permanecí atento a la urgencia mostrada por sus palabras, de cuyo significado deduje que requería una descripción de lo que implicaba ser un fernandino. Como ella conocía de antemano mis orígenes, me había tomado como modelo y perfil de lo que necesitaba; al rato de quedar convencido le aseguré que, una vez nos reuniésemos ese festivo día, le mostraría mis elucubraciones plasmadas en un folio. Y a ello me puse según avanzaba la semana.

No podía dar paso a mi introducción para este relato sobre la vida de un fernandino sin resaltar uno de los dos grandes perfiles que lo caracterizan en ese primer contacto face to face, que no es otro que su ambivalente procedencia y su lenguaje étnico, el pidgin. Ambos —para mi humilde entender— los más notables, sin desmerecer las demás facetas. Quizás estas fuesen dos de las grandes características genéticas impresas en su tarjeta de presentación.

Como bien me haría hincapié durante una de las tardes mi vecino, también de procedencia criolla, en su breve visita, tras observarme discurrir sobre cuál sería el tema ideal para plasmar en ese breve texto. Sin darme tiempo a reaccionar, me espetó que no me anduviera con tantas incógnitas, pues la solución se encerraba en la cita que seguidamente me regaló, para mi asombro: Bon nayá, grow nayá («Nacido aquí, crecido aquí»). Atanacio me aseguró que aquellas palabras fueron dictaminadas en su día por su abuelo, un hombre sabio que manejaba varias lenguas predominantes en el país, ya que en sus orígenes había huellas de antepasados de las islas y del continente, además de francófonos y anglófonos que también llegaron en su día para trabajar en la zona.

Entre cerveza y cerveza, recordó momentos de su vida junto a sus padres, aseverando la fascinante relación del pasado que lo unió a su abuelo, presente en su día a día, ya que este sería quien le acompañaría a sus primeros partidos de fútbol en ausencia de unos padres ocupados por su trabajo. Algunas tardes se haría acompañar de él en su huerto para seguir departiendo, situación que marcaría su niñez, sin duda, debido a que aquellos largos espacios sirvieron para educar su alma inquieta mientras no dejaba de admirar cómo se relacionaba diariamente en diferentes lenguas con las personas con las que se cruzaban, o simplemente cuando acudían a resolver algún trámite burocrático, salvando así las dificultades que se le presentaban. De inmediato, su abuelo procedía en el idioma oportuno, como si de un robot se tratara, aunque de forma regia había decidido reservar el inglés para dirigirse a su nieto en memoria de su padre, el bisabuelo de mi amigo, para así mantener el mismo idioma que ambos tuvieron en su día. Según me afirmaba, el parecido entre nosotros (abuelo y nieto) era innegable, según le gustaba repetir a diario.

Por otra parte, su abuelo rechazaba de entrada las connotaciones del pidgin dada su brevedad y rapidez vital en su frágil estructura morfológica, la mayoría repleta de jergas en su uso habitual debido a la constante emigración que la definía como una lengua viva cuya convivencia con otras la relegaban a un segundo plano, en el cual admitía con facilidad nuevos vocablos en su estructura huérfana, acostumbrada a hermanarse con otras para enriquecerse y así desplazar, cual ciempiés, los últimos latigazos o coletillas del correcto vocablo del inglés que lo fundamentaba.

Tras una breve pausa, rememoró esos momentos de intimidad le habían hecho sentir alguien importante durante aquella etapa de su infancia, cuando su posición de benjamín lo convirtió en el mayor confidente de su abuelo, muy al contrario que a sus hermanos, permitiéndole compartir con él sus más íntimos secretos en relación a las batallitas familiares. Pero a pesar de acostumbrar no perderse detalle alguno de su monólogo, un buen día se atrevió a interrumpirlo antes de que llegasen a las puertas de su escuela para abordar de una vez por todas una única cuestión que le venía rondando la cabeza desde hacía un tiempo. Acto seguido se la lanzó con rapidez medida, sin dar tiempo a la reacción de él, ya que su paso de la niñez a la adolescencia lo empujaba a obtener respuestas concretas para saber en cuál de los entornos ubicar a su abuelo, dado su extenso léxico.

Una larga pausa hizo el anciano, quizás dándose cuenta de que nunca antes había hecho hincapié en ello. Por segundos, le rondó la idea de que la respuesta sería precedida de una reprimenda ante su osadía al cortar de raíz la perorata milenaria con la que su abuelo pretendía enriquecer sus memorias aquella mañana, pero se llevaría una grata sorpresa cuando el viejo se inclinó ante él y pudo ver, reflejada en su rostro, la nitidez de su mirada protectora antes de dar comienzo a la aclaración a su nieto de lo que había significado el emplazamiento natal en muchos de ellos, señalando así la catarsis entre sus progenitores:

—Una vez el destino enfundaba su lanza con la efe de fernandino en dirección a nuestras almas, igual que un amo procedía con sus reses al marcarles con el hierro ardiente de propiedad, ya nada volvía a ser igual. Éramos poseídos por el espíritu pidgin que nos acompañaría de por vida en nuestras identidades sociales.

Una vez pudimos reunimos ese día, tras entregarle mi epístola para después ayudarla a entender todo ese significado, me serví de las explicaciones de las diferentes personalidades que concentré en mi salón, elegidas con el fin de acompañarnos aquel mediodía del 12 de octubre, quienes de una forma u otra habían nacido o crecido en la isla. Uno por uno fueron exponiendo sus puntos de vista, alegremente, más cuando en el transcurso de la velada les sorprendí con un intermisivo y recurrente plato centenario llamado yebé que actuó de lazo de unión entre los fernandinos ahí presentes, similar a un estofado con malanga alternado con carne y pescado, en cuya preparación me esmeré utilizando los típicos ingredientes tradicionales y que de manera inesperada endulzaría nuestros corazones.

 

Firmado, Antonio Chop-chop

Sinopsis

La constante diáspora del pueblo africano, desde tiempos inmemoriales, ha marcado la vida de sus ciudadanos, desplazando a unos y otros hasta fijar sus residencias en variopintos lugares del planeta.

En esta obra pretendo describir la potencial existencia de un fernandino cuyo origen desencadenó una extraña parentela entre los antaños transeúntes y autóctonos que se fueron asentando de por vida en la zona debido a la corriente migratoria habitual en esa etapa colonial en el golfo de Biafra.

Mi creciente amistad con un extraño, surgida en las redes, despertó mi interés desde el momento en que me facilitó imágenes y relatos de su bisabuelo durante su vida en Port Clarence. Esas historias se asentaron en mis ensoñaciones para dar lugar a esta ficción, donde paso a paso les novelo las biografías de los personajes que componían la saga familiar, con las idas y venidas de sus destinos ensombrecidos por el extenso manto colonial que marcaría su presente y su futuro, al igual que el de miles de familias africanas cuyas vidas transcurrirían ahogadas durante la Europa de entreguerras; clave suficiente para alentar mis investigaciones.

El título de esta novela se inspira en el puercoespín, animal que guarda un significado mágico en la zona del golfo de Biafra, conformada por los actuales Estados de Guinea Ecuatorial, Gabón, Camerún y Nigeria, un extenso territorio costero donde se cruzaron centenares de idiomas, lo que provocaba diversos sonidos que se mezclan con la vegetación emergente de palmeras y árboles medicinales, base de las economías locales de las regiones donde transcurre gran parte de la narración. Chuku-chuku es como se conoce al puercoespín, debido a sus punzantes erizos.

Mi visión de town se traduce en la variedad cultural no solo africana, sino europea, que habitó aquellas costas, y el mestizaje que generó cierto temor a la pérdida de las identidades territoriales. Encontrarse a miles de kilómetros de sus hogares no impidió que aquel gentío que habitaba las costas mantuviese vivas sus viejas costumbres, creencias e idiomas cuando se agruparon en pequeñas sociedades (towns) que les permitieron conservar intactos sus culturas e idiomas.

Describir las fases vitales de estos hombres sería imposible sin destacar el entorno físico donde transcurrió la acción, las relaciones con terceros, los cambios sociales de la época y la religión…

Los retazos de las historias que se me presentaron a través de testigos o investigaciones, en consonancia con las leyendas rurales narradas por ancianos que conservaban detalles desdibujados en su memoria, partieron de las imágenes y vivencias que hilé para así conformar la trama final.

En aquellos tiempos, si fijamos la vista en la población de Guinea, como en la de otras muchas colonias, gran cantidad de familias emancipadas gracias a tratos mercantiles procuraron que sus vástagos se formaran en el exterior, sin ni siquiera sospechar, ni por asomo, los catastróficos cambios que aquellos jóvenes africanos experimentarían.

Las cartas de la abuela de mi amigo me llegaron por email. También fotos antiguas, que conservo como oro en paño para más tarde legárselas a su nieto como una herencia cultural. Ignoro con qué fin. En esas páginas, básicas para el relato, se narra la vida de Rasul, su pariente, quien iniciaría la saga que conoceremos.

Los avatares vividos durante sus travesías, hasta finalmente recalar en Port Clarence (enclavada hoy en la isla de Bioko), posible lugar de partida de sus antepasados —como ya sucediera en su día con una siniestra ubicación en la isla de Gorea, Senegal—, constatan su peripecia vital y la afectación a sus descendientes, como sucedió con Xanon, el último protagonista de esta narración, quien viviría junto a su madre en la España republicana.

Aquellos datos motivaron mi interés, no solo narrativo sino también personal y cultural, y de ese modo plasmé las luces y sombras del peregrinaje de ese postrer miembro de la saga con visitas a archivos históricos que contribuyeron a dar verosimilitud a la narrativa.

Tras la lectura literal de las cartas recibidas, donde se describe un laberinto de penurias vividas en una hacienda americana durante el siglo pasado, se exponen las razones para su retorno a Freetown, aunque se convierte en un puzle entender la complicada estancia en el territorio adquirido por la corona inglesa a comienzos del siglo XVIII para asentar esclavos liberados. Allí se padecieron las desavenencias de la difícil convivencia provocada por las diferencias sociales entre los africanos autóctonos y los retornados a aquella ciudad prometida, cuando ambas partes fueron incapaces de limar sus asperezas.

En realidad, la vieja aspiración de cualquier cronista o superviviente —relatar lo ocurrido, dar cuenta de lo acaecido, dejar constancia de los hechos, delitos y hazañas— es una mera ilusión o quimera. O, mejor dicho, ese propio concepto ya es metafórico y forma parte de la ficción.

Relatar lo ocurrido es inconcebible y vano, o bien solo posible como invención.

Javier Marías

1. Red social

Un desgarrador grito femenino me sobresaltó como de manera habitual lo hace mi alarma de las ocho de la mañana. Me apretujé entre las mantas hasta topar de bruces contra las frías tablas de madera, como si yo ya formase parte de la estancia. Un escueto fardo, apenas sujeto por un abrupto filamento silvestre, cubría mi cuerpo semidesnudo; aproveché su flexibilidad para recolocármelo dignamente sobre mi pecho y así resguardarme ante la multitud enmudecida que me observaba. «¡SOS!», pensé minutos después de elucubrar acerca de mi desnudez expuesta ante aquellas miradas ajenas. Pero de inmediato pasé a presenciar escenas similares a mi vera: mujeres apesadumbradas, semidesnudas, hambrientas, sudorosas y apalancadas en el espacio circunvalado donde soportábamos el vaivén de olas.

Un repentino ¡Tierra a la vista! me hizo alzar la mirada hacia el nulo aislamiento acústico que hacía retumbar sobre mis tímpanos esas palabras que auguraban un final de trayecto.

Enrarecida, pensé que nunca me había gustado compararme con un pez. Odiaba las peceras como en la que me encontraba mientras mi aquejada inseguridad me atormentaba con la idea de no hallarme en tierra firme. Atorada por la situación, logré incorporarme sobre mis doloridos huesos, que debían de llevar mucho tiempo en aquella posición, para observar desde lo alto de la estancia el oscilar de un candil grasiento que se apagaba por momentos. De repente, un oleaje inesperado me desequilibró y expulsé los restos de una escasa cena.

En ese momento el bodegón comenzó a ir a la deriva, conducido por almas sórdidas, como la joven premamá del posible quejido que divisé entre la multitud, angustiada ante el temor a naufragar mientras permanecía inalterable frente al retumbo, protegida en todo momento por el aura de sus espíritus e impregnada del calor del habitáculo cuando con impaciencia centraba mi mirada en sus asustadizos ojos fijados ante la actitud de los más exacerbados, quienes ya saltaban por la borda.

Pero la refriega cesó al mismo momento que se apagaba la algarabía de los embriagados marineros, que importunados en su labor vertieron un balde de agua tras otro hasta sofocar el motín, momento que aproveché para interrogar a la premamá acerca de su destino fatídico…, pero del más allá me llegó el impertinente sonido del despertador, luego un paseo por el baño y vuelta a soñar.

Me ocurría todos los viernes, cuando olvidaba desconectar la alarma ante la llegada del fin de semana.

Todo ello ocurría durante un caluroso verano en que el calor golpeaba con más furia de lo habitual mientras avanzaban los días en la ciudad de Barcelona, donde me hallaba ese final de agosto de 2006, en el piso de estudiante de Marc y sus colegas. Salvábamos el bochorno estival con cervezas frías y sangría tras las pizzas saladas de una noche de despedidas, con la atención puesta en los mundiales que alentaba Filippo, nuestro anfitrión, para quien el júbilo continuaría semanas después en su tierra, rodeado por los suyos.

Ambos colegas de Marc eran jóvenes amables que no dudaron en ayudarnos con la mudanza en cuanto les comunicamos la decisión de instalarnos juntos en la ciudad.

Marc solo disponía de los muebles de su habitación, que sus padres le compraron mientras estudiaba en Barcelona, pero aquello nos bastaba.

En esos días yo había comenzado las prácticas en el centro psiquiátrico, empleo que alternaba con un curso de informática por las tardes. Nuestros encuentros nocturnos eran interminables tertulias, orgullosos de nuestros proyectos en común, en medio de nuestro salón desnudo donde nos sentábamos en un viejo sofá frente al televisor mientras se anunciaba que Volver sería la película elegida para representar a España en los Óscar.

A finales de septiembre ya estábamos instalados en aquel edificio desvencijado del casco antiguo, más lúgubre que tétrico debido a su estado de conservación: telarañas esparcidas colgaban de sus altos pórticos internos a modo de candilejas, a veces unidas como cenefas ornamentales en cada tramo de techumbre.

Una mañana me senté en uno de los descansillos a observar como una araña, con un cuerpo desproporcionado respecto de sus largas patas, tejía siguiendo un acompasado ritmo. Por un momento imaginé que se detenía para observarme mientras yo contemplaba su obra.

La escalera había perdido el esplendor que antaño debió de lucir, a juzgar por el lustre en el talle de la balaustrada que sostenía la hilera del pasamanos que en su día debió mostrar el auge de la antigua clase burguesa que habitó el edificio, y por las viejas fotografías encontradas en nuestro apartamento; fotografías de individuos que lucían vestidos encorsetados estilo imperio en las damas y de tres piezas en los caballeros. Luego observé entristecida el tono opaco impregnado en el grabado de los pomos; también oscurecido y agrietado se hallaba el suelo de mármol, fruto del exudado humano que lo cubría con una pátina ocre. Los grafitis adornaban la entrada, obra del incivismo de los más jovencitos, acostumbrados a ignorar las reiteradas notas del portero.

Las voces de algunos vecinos me devolvieron a la realidad y continúe mi ascenso, alejando aquellas imágenes inoportunas. Recogí las pesadas bolsas del súper hasta alcanzar el quinto piso, animada por el módico alquiler facilitado por la dueña. Bien mirado, de nada me podía quejar, pues la señora Carmen, la propietaria, había remodelado el interior y aquello nos gustaba.

Horas más tarde me entretenía mordisqueando porciones de pizza, cuando caí en la cuenta de que no se escuchaban ni el correr de sillas ni el carraspeo habitual de mi vecina, que acostumbraba a golpear el suelo cuando el sonido de mi televisor la desvelaba, a la par que farfullaba improperios.

El saber que no estaba en aquel momento me animó a subir el volumen de la radio mientras sonaba la pegadiza Hips don’t lie, que tan de moda estaba. Con música de fondo, releí una vieja carta rescatada durante el traslado de las cajas al apartamento, escrita por mi amiga en los primeros meses de mi llegada al Maresme. De aquellos días en mi ciudad, recordaba que la noche anterior a mi partida apenas pude dormir por culpa de los nervios, pero igualmente mi madre me despertó de madrugada. Recordaba que era un sábado, por ser el día que despegaban los vuelos de Iberia, cuando un corte de luz propició mi desencanto al pensar —inocente de mí— que aquel viaje se suspendería a raíz de la falta de corriente.

Mi madre se asomó a la puerta de mi habitación para indicarme que me vistiera con los leotardos y el nuevo uniforme del instituto, que había mandado confeccionar tiempo atrás, ya que siempre fue una mujer previsora que reservó de antemano mi falda azul y la camisa blanca con su paga del djangue, una especie de encuentro mercantil donde participaba con las vecinas, que constituía un ahorro mensual que le permitía sufragar proyectos modestos. De modo que me calcé los leotardos y los mocasines, aún alterada por el incidente eléctrico, después de descubrir que la modista no pudo acabar de confeccionar mi hermoso y floreado vestido de tela de lapa, uno que días antes me había permitido elegir mi madre en el mercado. Después degusté, por última vez, el clásico desayuno de ogui, esa sabrosa papilla caliente de fécula de arroz, que acompañé con buñuelos de azúcar que trajo la modista al amanecer con motivo de mi despedida, ya que durante las madrugadas, antes de dedicarse a su labor costurera, se dedicaba a elaborar la masa que, una vez frita, se transformaba en los sabrosos buñuelos que su hija ofrecía en la venta ambulante. Lo extraordinario en aquellos años de estrecheces era observar la destreza de la mayoría de las mujeres que tiraban de su ingenio a la hora de mantener a sus familias.

 

Recuerdo que después aguanté el tipo ante los insistentes picores del entallado leotardo, bajo la atenta mirada de mi madre, situada ante la puerta de mi habitación para asegurarse de que esta vez la obedecía. Al rato descargó su mirada inquisitoria hacia mí, para afirmar que, una vez que yo abordara al avión, la temperatura sería más agradable.

Asentí obediente mientras me recolocaba mis dos moños y soplaba con fuerza la brillante vela del Petromax que iluminaba la estancia. Después bajé las escaleras de dos en dos en dirección al coche donde ya se ubicaba mi padre en el interior revisando la documentación, frente al que me esperaba mi abuela, charlando con su hijo acerca de su trabajo de taxista. Al verme aparecer, me plantó entre sollozos uno de esos abrazos interminables que no necesitan palabras, y de paso se despojó de su loko, el cual ajustó en mi muñeca mientras me cogía del brazo deseándome buena suerte.

—Esta pulsera contiene una carga ancestral que te protegerá de todo peligro; igual que lo hizo conmigo desde que me la entregaron, el día de mi boda.

Yo, confiada de su carga positiva, jamás me desprendí de ella y durante muchos años le pedí pequeños milagros cuando me quedaba en blanco durante algún examen o perdía mis llaves; cualquier excusa me servía para volver a besarla como si fuera un pequeño talismán, tal y como rezaron las palabras de mi abuela durante nuestra efusiva despedida en la que reconocía el esfuerzo que le suponía, alicaída como estaba aquel año por no tener noticias del paradero de su hija menor. Mi tía había tomado la decisión, en su momento, de partir de la ciudad junto a otras amistades, la misma fecha en que se clausuraron las celebraciones eucarísticas en todo el país, aprovechando el revuelo armado por la ciudadanía. Partieron en una pequeña embarcación hacia otro lugar, sin confiar a nadie sus planes. Por un largo periodo nadie supo de su paradero, era una época en que las libertades estaban totalmente extinguidas en el país, disgusto mayúsculo para mi abuela quien, a falta ya de iglesias para consuelo de sus penas, aceptó cabizbaja las predicciones de su curandero, quien, para aliviarla, le confirmaría la supervivencia de su hija.

Pasado un largo tiempo, las certeras profecías se plasmaron en forma de carta que nos llegaría desde el país vecino, Gabón. Contenía imágenes que alegraron la vista a toda la familia y más los ánimos de mi abuela, que volvieron a estar en alza, tanto que aquella mañana decidió madrugar junto a su hijo taxista para estar presente en mi despedida a pesar del disgusto que le provocaban los viajes. Por esa razón me alegró tanto su presencia.

Mi tío, desde su taxi, nos observaba en todo momento a la par que se aproximaba mi madre, su adorada hermanita, para quien aquella mañana había solicitado eludir su trabajo como taxista para poner su vehículo a nuestra disposición para que no anduviéramos con prisas de última hora, convirtiéndose en testigo sonriente del momento familiar antes de acercarnos al aeropuerto. Avanzamos por calles oscuras y desiertas, interrumpidos por algún transeúnte que se dirigía a su huerto antes de iniciar su trabajo en las oficinas, o la de alguna jovencita con su cubo en la mano, en busca de agua. Yo me fijaba en cada personaje con el que nos cruzábamos mientras me despedía en silencio de la ciudad, recordando cuanto adoraba los amaneceres de nuestra isla próxima al ecuador, acostumbraba como estaba a contemplar el crecimiento del sol como un telón ascendente desde el fondo del mar.

Así fue como continuamos en dirección al aeropuerto, guiados únicamente por los faros del potente Land Rover de mi tío mientras en el interior nadie articulaba palabra alguna, como si temiéramos no llegar a la hora prevista pese al madrugón. Yo intentaba no alterar los nervios de mis padres con mis eternas dudas acerca de si el avión dispondría de su propia línea eléctrica o no. Tras reflexionarlo, decidí callar y acordarme de mis amigas, de quienes me había despedido la tarde anterior entre llantos y promesas.

Alejada de mi entorno, las vivencias en casa de la prima de mi madre y su marido Abdul, de Gambia, fueron extraordinarias. En África, él había sido profesor en su pueblo natal hasta que su situación se tornó insostenible debido a los desajustes sociales y económicos que provocaron la salida precipitada de varios docentes camino de los campos para acompañar a los padres a lidiar con el sustento familiar. Fue entonces cuando sería rescatado por un conocido, ya instalado en Europa, que se dedicaba a la agricultura y era conocedor del buen hacer de su amigo. De esta manera, este recalaría en el Maresme con un contrato para trabajar en el campo. Entre tardes de comidas y música, en un pequeño bar donde preparaban platos típicos de salsa gombo a base de ocra, la preferida de mi tía, se fueron sucediendo sus citas como habituales del lugar durante los fines de semana, y durante esos encuentros fue surgiendo la amistad entre ellos, primero de forma afectuosa. Años más tarde surgiría el romance entre ellos para finalmente casarse. En poco tiempo nacería su hermosa hija Faaghira, quien sería mi profesora de catalán.

La tarde que volví de la escuela y mi madre me anunció que marcharía a vivir a España con su prima y la hija de esta, fue como un sueño y a la vez una pesadilla porque sabía que me separaría de mis amigas justo cuando nuestros juegos se habían intensificado. Acabada la eterna época de las manifestaciones en el país, mi madre me consolaba para que no estuviese triste, asegurándome que no me aburriría, ya que tenía buena mano con los más pequeños y seguro que disfrutaría jugando con mi primita durante las horas en que sus padres trabajaban, aunque yo sospechaba que aquello no sería comparable a las tardes de juegos con mis amigas.

Luego, mi madre me hizo hincapié sobre mi estado de salud, que se vería mejorado en España, pues desde bien pequeña me aquejaban jaquecas magnificadas durante la estación seca, cuando me mantenía varios días encamada con sudoraciones que desembocaban en alucinaciones que las pastillas a veces no podían remediar, aunque sí lo lograba el jarabe vegetal que mi abuela me elaboraba, hasta la llegada de la estación lluviosa que entonces aliviaba mi estado notablemente.

Mi tía presenció esa situación durante su visita al país recién acabada la etapa convulsa, cuando aseguró a mamá que otro tipo de tratamiento y el clima frío disiparían las jaquecas y me permitirían abandonar finalmente mi medicación crónica, hecho que se cumplió. Y así fue como dejé a medias todos mis juegos de rol durante las tardes en el barrio.

Con la habitual alegría de una chica de doce años, yo acudía a la escuela y ayudaba a mi prima con los deberes escolares, después acostumbraba a llenar su carita de risas cada vez que veía los Teletubbies mientras le hacía incontables moñitos en el pelo.

Familiarmente me conocen por Chupita, un nombre cariñoso surgido de las primeras palabras que pronuncié cuando era una bebé, apelativo que me acompaña siempre, lo que me dificulta en muchas ocasiones relacionarme socialmente como Anita, que es mi nombre real.

En el Maresme me incorporé al curso ya iniciado, donde era mayor que mis compañeros, y aprendí rápidamente el idioma vernáculo. Al cabo de unos años empleaba mis tardes en ayudar en una panadería de barrio que regentaba nuestra vecina del piso de enfrente. Ella, de carácter dulce, me acogió como a una hija, lo que propició que aumentara mi relación social y se me facilitara amoldarme por completo a las costumbres de aquella nueva vida.