Desde el suelo

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DESDE EL SUELO


JUAN JOSÉ CASTILLO RUIZ

DESDE EL SUELO

EXLIBRIC

ANTEQUERA 2021

DESDE EL SUELO

© Juan José Castillo Ruiz

Diseño de portada: Dpto. de Diseño Gráfico Exlibric

Iª edición

© ExLibric, 2021.

Editado por: ExLibric

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reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria,

artística o científica.

ISBN: 978-84-18912-45-0

Índice

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

Sobre el autor

JUAN JOSÉ CASTILLO RUIZ

DESDE EL SUELO

I

—Tú sabes que yo siempre te cuento mis cosas, aunque algunas no las sabes, pero te las voy a contar porque estoy seguro de que nunca se lo dirás a nadie, ¿verdad?

Galindo echó una carcajada y acarició suavemente la cabeza de su fiel amigo Capulino, su desaliñado perro. Lo encontró en una calle del barrio madrileño de Vallecas deambulando solo, hambriento y tembloroso, abandonado por algún ser despiadado.

—Gracias, señora… Esta señora siempre que pasa me arroja alguna moneda, ¿lo has visto? Te lo he dicho: ¡hoy será un día excelente! Se acercan las Navidades y tú sabes que la gente cobra una paga extraordinaria. Por eso creo yo que a nosotros algo extra nos darán, ¿no?

Galindo ordenaba las cajas de cartón donde habían dormido la noche anterior y tantas otras noches justo en la esquina de Gran Vía con la calle de la Flor Alta de la capital de España. Era aún temprano, arreciaba un viento poco agradable y el cielo amenazaba lluvia.

Él esperaba que abriese un bar cercano donde se le permitía entrar al servicio para asearse y hacer el resto de necesidades, detalle que agradecía de todo corazón. En ese espacio de tiempo, Capulino quedaba solo entre cartones esperando el regreso de su amo, y a veces ambos eran compensados con algún resto de comida que les proporcionaban en el bar.

—Ya estoy de vuelta. Traigo algo, no mucho, pero seguro que te gustará.

Galindo soplaba su vaso de café caliente bebiéndolo a sorbitos y Capulino deshacía el resto de una carcasa de pollo hervido.

—Siéntate a mi lado. ¿Te cuento? Aunque me han llamado siempre por mi apellido, me bautizaron con el nombre de Jacobo. Galindo viene de antaño, por eso de la tradición familiar, ¿sabes? Ya que mis antepasados, así como mi abuelo, mi padre y hermanos, han continuado con ese apellido por lo de los vinos, y es que ellos se dedicaron (y aún lo hacen) al cultivo de la vid, de cuyas cepas obtienen buena uva y el vino en la comarca de La Rioja es conocido bajo el nombre de Galindo e Hijos.

»Yo nací en el pueblecito de Fuenmayor, no muy lejos de Logroño, y de eso hace ya cincuenta y dos años, bajo el techo de una familia acomodada, viviendo en uno de los mejores barrios del lugar. Mi niñez la pasé en el pueblo y al cumplir los catorce años mi padre quiso que mis estudios los realizara en la capital, siempre basados en el mundo de los vinos. ¿Me escuchas, verdad?

Capulino, con sus grandes ojos negros color azabache, movía su cola de izquierda a derecha sentado en unos cartones.

—Gracias, caballero, muy amable.

Otras monedas acababan de caer en la gorrilla.

—¿Ves, Capulino? ¡Esto se está animando hoy! Pues como te iba diciendo, a mí lo de los vinos no me interesó nunca, aunque tuve que informarme obligado a ello, y eso era motivo de discusiones de mal gusto y malestar dentro del hogar. Y a medida que fue pasando el tiempo, la situación empeoraba, ya que mi padre no aceptaba que yo rompiese la tradición familiar.

»A mí lo que realmente me apasionaba era ser escritor y poeta… Durante el periodo de tiempo que estuve estudiando en Logroño, descubrí las obras de Juan Ramón Jiménez, los hermanos Machado, Lorca y otros. En alguna ocasión, en la temporada de vacaciones, organizaba en mi casa reuniones invitando a amigos y recitaba mis poesías favoritas de esos grandes de la literatura, y aunque eran palmaditas en la espalda y aplausos de cortesía, al finalizar mi recital la falsedad de aquellas enhorabuenas eran obvias, pero yo las aceptaba dando las gracias. Creo que nadie comprendía mis sentimientos, excepto mi madre, Herminia, que aunque era incapaz de entender el significado y el valor de lo que escuchaba, sí captaba mi tristeza y soledad. Creo que ella siempre pensó que yo era un soñador y, aun así, me quiso con su amor más profundo.

»Corría el año 1963 y yo, con veinticinco años recién cumplidos, decidí abandonar mi hogar y visitar los lugares donde nacieron mis poetas preferidos. Elegí Málaga como primer destino, quise conocer la ciudad donde nació el poeta Arturo Reyes Aguilar, del cual había leído algunas de sus obras: Romances Andaluces, Sangre gitana, La Miraflores, etc. Me instalé, alquilando una habitación con derecho a cocina, en un barrio malagueño llamado Capuchinos. La calle se llamaba San Bartolomé y estaba en la Cruz del Molinillo, y si mal no recuerdo era el número 16.

—Oiga, ¿cómo se llama su perro? —preguntó una anciana que se detuvo a dejarle una moneda.

—Se llama Capulino. Sí, señora, sí, y un servidor de usted, Jacobo Galindo del Tejar.

La anciana lo acarició con una sonrisa en sus labios.

—¡Esos apellidos me son familiares! ¿Dónde los he oído yo antes? —se peguntaba la anciana señora a medida que se alejaba de aquel lugar.

—Gracias. ¿Ves?, mira la gorrilla, ¡se está llenando! ¡Qué día se presenta! Te estás quedando dormido, Capulino. No me escuchas, ¿verdad?

Capulino se estiró y, bostezando, se recostó entre cartones. Galindo había consumido su taza de café y quiso fumarse medio cigarrillo que tenía guardado, pero sabía que a Capulino le molestaba el humo. Se cruzaron las miradas y lo volvió a guardar en un bolsillo de su viejo y arrugado chaquetón.

—Sé que te vas a dormir, Capulino, pero te voy a seguir contando…

La propietaria de la casa donde alquilé mi habitación se llamaba Rosalía, donde también habitaba su hijo Carlos. Aquel barrio era muy alegre y la gente amable y bondadosa. No era precisamente uno de los mejores barrios de la ciudad, pero para mí era ideal. Enseguida conecté con los vecinos y, teniendo en cuenta que no me sobraba el dinero, me vino muy bien porque mi renta era baja.

Carlos era soltero y preparaba su boda en aquellos días. Una mañana, apenas me hube alzado del lecho y me dirigía al cuarto baño, escuché la voz de Carlos, que gritaba:

—Mamá, acabo de encontrarlo. ¡Estaba escondido en la viga del cuarto!

Lo que había escondido en la viga era un periquito al que llamaban Romeo, de color verde y amarillento. Tanto la madre como el hijo jugueteaban con él, lo dejaban salir de la jaula a veces. Lanzaba sonidos fuertes y desagradables, y molestaba, sobre todo a un vecino cuya profesión era taxista nocturno y le apodaban el Biscúter. Te cuento todo esto, Capulino, porque realmente fue una experiencia vivida inolvidable. Rosalía entablaba conversaciones conmigo muy a menudo y me contaba cosas que, aunque a mí no me interesaban, por educación las oía.

 

—¿Sabes, Galindo? Mi hijo ya tiene sus añitos y su novia Josefina ha cumplido los treinta. De modo que ya va siendo hora, ¿no crees? Me refiero a que se casen y tengan familia, ¿sabes?

—Claro, señora. Yo también lo creo así.

—Ay, espero que sí. Él dice que para julio lo quiere hacer, ¡vamos a ver!

Comencé a introducirme en el mundo de la poesía y visitaba lugares donde se reunían jóvenes poetas, siendo el Conservatorio de María Cristina en la plaza de San Francisco de Málaga donde se celebraban más recitales. En aquel magnífico salón de conciertos, fue donde una tarde conocí a Isabel, bellísima joven de la cual quedé prendado. Ella solía ir a algún concierto de música clásica y en ocasiones a recitales de poesía. Charlamos en el entreacto, en el famoso salón de los espejos, y qué coincidencia, vivía con los padres muy cerca de mí, en calle Alderete, justo al lado de una taberna llamada Los Palomitos, famosa por sus reuniones de cantaores flamencos y guitarristas.

II

—¿Oyes, Capu? Buen chico, veo que te has despertado. Pues bien, vamos a tratar de comer algo. Tú espérame aquí que voy a ver qué consigo.

Galindo nunca dejaba a su fiel Capulino solo por mucho tiempo, y ese era el motivo por el cual siempre se acercaba al bar donde le conocían en la calle San Bernardo, que estaba situado a unos cincuenta metros desde su esquina. Con la recogida de dinero de la mañana pudo comprar una pizza y una buena lata de Pal, comida que le encantaba a Capulino. Almorzaron con apetito y en silencio. Comenzó a llover y la gente que pasaba lo hacía a paso ligero, sin apenas fijarse en aquellos dos seres diminutos que, al parecer, ellos, no estaban incluidos ni pertenecían al resto de la sociedad.

Galindo a toda prisa recogió sus cartones y se refugiaron en un portal que permanecía cerrado y que en su día fue un establecimiento dedicado a mercería y quincalla.

—Espero que la lluvia no continúe durante toda la tarde, porque en ese caso a ver qué vamos a cenar. Bueno, Capu, no te preocupes que algo haremos. De momento vamos a ver si dormimos una siesta, ¿sí?

Ambos se unieron y cubrieron con una manta descolorida. Galindo comentaba en voz baja:

—¿Has visto, Capu? Desde el suelo se ve a la gente como gigantes, y a nosotros casi nadie nos mira. Es como si no existiéramos. Somos incluso, diría yo, algo contagiosos e insignificantes, ¿verdad?

Cuando despertaron, las luces de la Gran Vía estaban encendidas. La lluvia había cesado y una gran multitud circulaba de un lado para otro con paquetes, bolsas, maletas y todo tipo de cajas con regalos y obsequios con vista a las Navidades, que ya estaban cerca.

Volvieron a su esquina y de nuevo extendió Galindo sus cartones, con la esperanza de obtener suficiente para una cena caliente.

—¿Sabes, Capu? Isabel fue el gran amor de mi vida. La pasión y los celos recorrían mi cuerpo hasta llegar a lo más profundo de mi alma, y sin darme cuenta mi capacidad y voluntad en el orden, disciplina y dedicación a los estudios iban desapareciendo sin poder controlarlos.

»Nunca supe la edad que tenía, no quería saberlo; además, no era cortés preguntar, aunque creo que aún no había cumplido los veinte años. Nuestras citas eran siempre a escondidas, en lugares distantes de nuestro barrio; no quería ser vista conmigo en público y yo me encontraba incómodo, pero era tanto el deseo de estar junto a ella que no preguntaba el porqué. Un buen día no acudió a nuestra cita. Anduve merodeando los alrededores de su casa, pero nada, ni rastro. Yo estaba inquieto y nervioso. También dejó de asistir a los recitales y conciertos del conservatorio. Pasé unas semanas llenas de angustia y temor, sin saber nada, y no me concentraba en mis estudios. Una tarde, cuando el sol descendía por detrás del monte coronado, me encontraba dando uno de mis paseos solitarios entre las pequeñas huertas justo detrás del río Guadalmedina, cuando me pareció ver a Isabel justo en la parte opuesta del paredón de este río seco, y no iba sola, le acompañaba un hombre que por su forma de andar y su figura supuse que sería su padre o algún familiar. El primer impulso que tuve fue dar un grito y pronunciar su nombre, pero me detuve y, por el contrario, aceleré mi paso y traté de cruzar el río para alcanzarles y asegurarme de que era ella, pero cuando me encontré en el lugar donde creí verles, habían desaparecido.

»Creo, Capu, que va siendo hora de que nos digamos buenas noches, porque se te cierran los ojos y no me estás escuchando, ¿verdad? Has comido bien, ¿sí? Yo no me quejo después de esta suculenta fabada de lata, ¡estaba exquisita! El viento arrecia y son casi las doce, y, como ves, poca gente queda por aquí. Todos se habrán ido a sus hogares calientes y dormirán en buenos colchones, pero ¿sabes una cosa? Aunque no lo creas, siempre hay alguien que está peor que nosotros.

Amaneció muy nublado, pero no llovía. Veintiuno de diciembre, ¡víspera del sorteo de la lotería de Navidad, el gordo! ¡Qué ilusión! Galindo casi podía ver la gran fila de gente que esperaba a que abriese la administración de loterías de Doña Manolita.

—Capu, voy al bar y vuelvo enseguida. Ya sabes, no te muevas.

Ambos se sentaron y consumieron lo que les dio aquel buen hombre del bar. Galindo abrió un periódico usado y comentaba en voz alta:

—Fíjate, Capu, las cosas que pasan en el mundo, ¡hay que ver! Para qué te voy a contar. ¿Te encuentras bien, Capu? Es que no te veo muy alegre. Ya sé, quieres que demos un paseo, ¿sí? Bueno, pues espera a que pasen los del riego. Ya sabes que como vean que no estamos, se llevan los cartones, y eso no puede ser.

Galindo y Capulino comenzaron a caminar con dirección a calle Princesa y, al llegar a la plaza de España, Galindo se sentó en uno de los bancos cerca de la fuente. Allí Capulino disfrutaba corriendo y saltando sin alejarse de su amo, en un arbusto alzó la pata y orinó.

Las horas que elegía Galindo para pasear a su perro siempre eran al amanecer o bien entrada la noche; la presencia de ambos por donde quiera que pasaban molestaba y de eso era consciente Galindo, por eso evitaba la multitud.

—¡Ay, mi querido Capu, con qué poco te conformas y qué feliz eres! Te veo saltar y brincar y me contagias. Ven a mi lado, ven. Siéntate un rato que estás asfixiado. ¿Sabes que he recuperado parte de mi felicidad desde que estoy contigo? Pues sí, porque la perdí hace mucho tiempo, como perdí tantas otras cosas en el camino que recorrí. Que, por cierto, cuando anoche te hablaba de Isabel, en aquellos días, y ahora viene al caso de seguir contándotelo, yo andaba completamente enamorado y quizá algo desquiciado, pero era tan grande mi ceguera que no podía ver la realidad. Cuando descubrí el peligroso juego en el que Isabel estaba inmersa y disfrutaba, inconsciente del daño que causaba, ya era tarde para retroceder. Capu, vamos a volver porque hoy es buen día de recaudo. Mañana, como sabes, se juega la gran lotería navideña y presiento que nos va a ir muy bien.

Recorrieron de nuevo el camino hacia arriba por la Gran Vía y en el trayecto percibieron un agradable olor a chacinas que procedía de una estupenda tienda de ultramarinos. Se detuvieron un instante ante el escaparate admirando aquellos jamones colgados del techo. Uno de los dependientes los observaba desde el interior del establecimiento con descaro y, haciendo un gesto insolente, les indicó que se alejaran.

—¿Ves, Capu, cómo nos tratan? Y eso que estábamos mirando, ¡figúrate si nos da por entrar! ¿Te acuerdas de lo que te hablaba cuando vivía en aquella casa de Málaga? Pues verás, ahora que veo pasar ese auto engalanado con lazos blancos y flores en el interior, que seguramente va a recoger a una novia, te voy a contar lo que sucedió cuando Carlos, el hijo de Rosalía, decidió por fin casarse…

Contraerían matrimonio en la iglesia de San Felipe Neri en calle Parras, cerca de donde vivíamos. Carlos decidió celebrar la despedida de soltero en pleno mes de agosto. Si mal no recuerdo, era el día 15 en la taberna Los Palomitos, justo al lado de la casa de Isabel en calle Alderete. Yo fui invitado. La fecha de la boda la ajustaron para finales de ese mes y el banquete tendría lugar en la casa de calle San Bartolomé. Todos los vecinos se esmeraron en adornarla con farolillos y cadenetas, y en el patio donde se encontraban los lebrillos comunes, Manolo, el carpintero, extendió un tablón que se utilizaría como mesa nupcial. Carlota, una beata que habitaba en la parte superior de la casa, prestó su pick up y una placa de La verbena de la Paloma. En el corredor colgaron mantones de colores y abanicos de papel; en los alambres de tender la ropa, banderitas del Tío Pepe y el Biscúter se ofreció a llevar a la novia a la iglesia.

—Bueno, Capu, ya estamos aquí. Esperaremos a que se seque un poco la acera, porque si sacamos ahora los cartones, se van a mojar, ¿te parece? Pero vamos a poner la gorrilla, que algo caerá. Vamos a sentarnos en el escalón. ¿Sabes? Nos encontrábamos celebrando la despedida de soltero de Carlos en aquella taberna cuando aparecieron dos individuos: uno apodado el Camaleón, con la guitarra en mano, y otro que respondía con el nombre del Peluso, el cantaor. Ambos dieron las buenas tardes y después de felicitar a Carlos se sentaron en una esquina. El camarero les llevó una botella de vino blanco y comenzaron a cantar, según me dijeron por bulerías. No sabía si lo interpretaban bien o mal, porque yo esos cantes no los conocía, aunque me sonaba un poco desafinado.

Sobre las nueve y media de la noche, la fiesta estaba muy animada y más de uno ya comenzaba a exteriorizar los efectos del alcohol. Se unieron en grupo cantando con los flamencos, y eso empeoró la actuación del dúo de una forma considerable, siendo insoportable el ruido tan espantoso. Yo también había consumido algunas copas de vino y estaba alegre, y con un fino en la mano me acerqué a la puerta de entrada a respirar un poco de aire fresco. No habían pasado ni cinco minutos cuando decidí entrar de nuevo y unirme a la reunión, pero cuál fue mi sorpresa al ver pasar a Isabel. Caminaba sola, ella no me vio. Me temblaron las manos derramando un poco de vino, no daba crédito a mis ojos, pero ¡era ella! Deposité mi copa en el mostrador. Lucas, el camarero, me preguntó:

—¿Se marcha?

—No, solo voy a dar una vuelta para despejarme.

Salí de la taberna y, guardando una distancia prudencial, comencé a seguirla.

Isabel caminaba subiendo la cuesta de Capuchinos y continuó por la carrera del mismo nombre hacia la fuente de Olletas. Yo la seguía con sumo cuidado de no ser visto. Dejando atrás la fuente, continuó por la carretera del camino del Colmenar. Oscurecía, y eso me beneficiaba. Isabel, al llegar a un lugar donde estaba cubierto por árboles en la primera curva de la carretera, alzó la mano saludando a alguien que no pude ver. Me fui acercando con sigilo, miraba en todas direcciones, pues quería asegurarme de que no había nadie en aquel lugar que notara mi presencia. Mi corazón latía a un ritmo más acelerado de lo normal. Una vez delante de aquella arboleda, oí voces y quise retroceder, pero no pude, y sin pensar en las consecuencias o el peligro que podría correr, me abrí paso entre la maleza. No tardé en descubrir lo que no quería ver, lo que me causó tanto dolor. Ante mis ojos, Isabel abrazaba a aquella persona, la que días antes vi en el río.

Mi presencia inesperada indignó tanto a Isabel que me insultó de forma cruel y despreciativa, y su grosería causó en mí tal impacto que reaccioné de una forma violenta. Sin poderlo evitar, empujé con todas mis fuerzas a aquel individuo, con tan mala fortuna que golpeándose la cabeza contra un tronco de árbol, cayó fulminado por tierra. Isabel gritó, se arrodilló y cuando comprobó que aquella persona no respiraba, se alzó y, mirándome fijamente a los ojos, me dijo:

—Lo has matado, asesino. ¡Está muerto!

Ella a toda prisa salió de aquella zona de árboles gritando: «¡Lo has matado!». Sentí pánico, y por un instante quedé inmóvil, sin saber qué hacer. No pude comprobar lo que ella proclamaba y salí de aquel laberinto a toda prisa tratando de alcanzar a Isabel, pero cuando me encontré en la carretera, ella había desaparecido en la oscuridad. A paso ligero recorrí de nuevo el camino de regreso a la taberna donde Carlos festejaba su despedida de soltero.

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