Hermesiana

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HERMESIANA

Noticias de letras

José María Matás


ISBN: 978-84-15930-55-6

© José María Matás, 2015

© Punto de Vista Editores, 2015

http://puntodevistaeditores.com

info@puntodevistaeditores.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Índice

El autor

Prefacio

BHL

El abandono de la palabra

Catarsis de la basura

Ante el dolor de los demás

De la felicidad

Retrato

La desbandá

Wells, el visionario

Forma y fondo

Un hombre bueno

Historia de un exilio

América: realidad y ficción

Los cuñados

André Gorz: amor y destino

La llama sagrada del Che

El compromiso de Amos Oz

Días euroescépticos

De tapa caída

El libro futuro

Aquí hay Escohotado

La carretera

Pan y libros

La madre del artista

El Fulano colectivo

Los años del miedo

Cartas a Molly

Bibliocaustos

Kafka y el porno

Feliz año 100 d.F.

Los académicos son guays

1984

Opinar

Los míos

El humor, una cosa muy seria

Tocqueville en Vélez-Málaga

Identidades

Camus: un homenaje sartreano

Gratitud

Cartas a Stalin

El bibliópato

La sombra

El grito de Trotsky

El rayo y la luciérnaga

La burbuja cultural

Chéjov en el INEM

Mi madre y la música

Grossman a los setenta años de Stalingrado

Borges por Piglia

El legado de Mandela

El autor

José María Matás (Vélez-Málaga, 1976) es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Málaga, donde cursó estudios de Doctorado dentro del programa Tradición Clásica y Modernidad Literaria hispanoamericana, y en Ciencias Políticas por la UNED.

Director entre 2000 y 2007 de la revista La Pluma y el Tiempo viene colaborado con diferentes publicaciones culturales del ámbito hispano y portales digitales con diferentes artículos y reseñas. Como escritor ha obtenido diversos reconocimientos en géneros como el teatro, el cuento o la poesía, habiendo formado parte del palmarés de diversos certámenes.

Es autor, además del volumen de poesía Cristales rotos (Ayuntamiento de Málaga, 2003), y forma parte de la antología de Jóvenes Poetas Malagueños editada por Francisco Ruiz Noguera en 2007 bajo el título Frontera sur.

Entre 1999 y 2010 desarrolló su carrera profesional trabajando en diferentes medios de comunicación de la provincia de Málaga, alternando radio, televisión y prensa escrita. En la actualidad, además de su desempeño como corrector y lector editorial, colabora con la revista digital FronteraD y la editorial Ginger Ape Books&Films. También es responsable del blog de actualidad literaria El Librófago.

A Carmen, por llegar sin aviso, para quedarse.

«Mi exaltación, ahora contenida, y mi primera efervescencia me ocultaban cómo funciona el mundo; me ha sido preciso verlo, toparme con todos los engranajes, herirme con los pivotes, mancharme de grasa, oír el ruido de las cadenas y de las ruedas. Y lo mismo que yo, también usted llegará a saber que, debajo de todas esas cosas soñadas, se agitan hombres, pasiones y necesidades».

Honoré de Balzac, Las ilusiones perdidas.

«Las cosas son así y no hay escapatoria: el escritor ha sido, es y seguirá siendo un descontento. Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir, nadie que esté de acuerdo, reconciliado con la realidad, cometería el ambicioso desatino de inventar realidades verbales.»

Mario Vargas Llosa, “La literatura es fuego”.

Prefacio

Contaba G. E. Lessing cómo los griegos llamaban «hermesiano» a todo lo que se encontraban casualmente por un camino, pues para ellos Hermes era el dios de los caminos y de la casualidad. «Imaginémonos –seguía el maestro de la Ilustración alemana– un hombre de curiosidad ilimitada y sin querencia a una ciencia determinada. Siendo incapaz de darle a su espíritu dirección estable, con objeto de satisfacer su curiosidad merodeará por todos los campos del saber queriendo admirarlo todo, conocerlo todo y saciarse de todo. Como no carece de ingenio, hará muchas observaciones, pero ahondará en pocas cosas; dará con muchos rastros, pero verificará pocos; hará descubrimientos más curiosos que útiles; abrirá perspectivas que dan a paisajes que casi no vale la pena ver.»

A lo largo de los últimos años me he sentido dominado por ese espíritu que describe tan vívidamente el autor de Laocoonte y que me hacía albergar una aversión profunda a la figura del experto, de quien se propone conocer mucho de una parcela diminuta de la realidad al precio de ignorarlo todo sobre el resto. Movido por esa curiosidad, por esa falta de dirección estable también, aunque intentado no quedarme en la superficie, me propuse ir rescatando del estrépito verbal y visual de cada día, del que participa con no menos ímpetu el llamado «periodismo cultural», aquellos «rastros, descubrimientos, perspectivas, caprichos», con que me iba tropezando por los senderos –que es como decir los márgenes– de una Cultura que nos regala la ilusión de un crecimiento ilimitado que algunos tienden todavía a confundir con aquel trasnochado concepto de Progreso pero que, especialmente de un tiempo a esta parte, sufre una atomización que amenaza con convertirse en algo así como una extensión misma del desierto.

Publicados en prensa escrita, en medios digitales, en blogs, incluso, en algún caso, como meros «estados» de Facebook, me gustaría pensar que estos textos de circunstancias escritos especialmente para mí mismo –a modo de pequeñas muletas que me permitían ir anclando mi propia experiencia como lector y como hombre–, pero que no ocultan la insana esperanza de que puedan volver a ser leídos por algún que otro incauto, que miran a los libros (o desde los libros) sin dejar de observar con admiración, ironía o amargura al mundo circundante, comparten vocación con esas pequeñas piedras que desde el fondo del cauce van viendo cómo la corriente arrastra a su paso latas, pañuelos y ramas, a veces, mientras ellas mismas van siendo arrastradas.

 

Tal vez así, quién sabe, la piedra pueda florecer…

El autor

[Torre del Mar, verano de 2014]

BHL

En tiempos en los que eso del «esfuerzo del pensar» –que dijera Hegel– no goza del prestigio que ostentara en otras épocas, recurro a la singular figura de Bernard-Henry Lévy, ese judío de cuna argelina pero de inconfundible estirpe parisina, que ha logrado, a pesar del número de sus detractores, que el «intelectual» siga ocupando un papel algo más que decorativo en nuestras modernas sociedades.

Sucede con Lévy como con los ordenadores, los móviles o el mando a distancia. Pareciera que siempre hubieran estado aquí, haciéndonos la vida más fácil. Y como en estos casos, posiblemente con el pensador también nos sucederá que solo lo echaremos de menos cuando no podamos acudir a él –aunque solo sea para denigrarlo–, en el preciso instante en que su voz no acuda solícita a atender nuestras preguntas.

Ya andaba Lévy a sus veinte años respirando el mayo francés. Y a pesar de que, como él mismo reconoce, solo inhaló los aires de la última revolución intelectual del XX de un modo parcial, su contacto fue lo suficientemente intenso como para poder decir –cosa que él inteligentemente no hace– a todos aquellos que hoy se vanaglorian de haber hecho huelgas, pintado aquello de «prohibido prohibir» en las universidades o haber corrido delante de los grises: «Yo estuve allí».

En realidad, ya entonces, estaba en otra cosa. En Bangladesh, por ejemplo, de cuya experiencia revolucionaria extrajo sustancia para escribir –con solo 25 años– su primer libro: La barbarie con rostro humano, una obra representativa de aquel periodo en el que «los nuevos filósofos» –entre los que se alineaba, junto a Benoist o Glucksmann– no se arredraban ante la generación de grandes maestros europeos del periodo: los «posmodernos» Althusser, Derrida, Deleuze, Baudrillard, Vattimo...

Una treintena de obras cruza la trayectoria de BHL, como se le identifica especialmente en Francia, ese país en el que a los grandes aún se les reconoce sin más por sus siglas. Entre aquellas, de los más diversos géneros –novela, ensayo, cine, reportaje…– no faltan algunas para olvidar. Pero eso sea quizá lo de menos. Lévy es un escritor «en situación», como Sartre, el poliédrico pensador al que el autor de Las aventuras de la libertad consagrara un voluminoso y brillante volumen.

De ahí su inclinación a estar en el centro de los conflictos que asolan el mundo, allí donde el Mal revestido de los más diferentes trajes, se confabula para hacer infeliz al ser humano. Sudán, Angola, Colombia, Sri Lanka, Burundi, Bangladesh, Afganistán, Pakistán... Nombres de países sembrados por el odio y la injusticia que han merecido la mirada analítica y seductora del observador en su afán de describir, de pensar la realidad de su tiempo, despreciando –al menos aparentemente– los cantos de sirena de la posteridad. De ahí también su tentación por la política activa, de la que en ocasiones reniega y que tanto, a su pesar, lo acerca a JPS. Y es que no le han bastado su radical crítica al marxismo, ni su pro-americanismo condicional, ni su apariencia aseada de eternamente joven profesor, para que muchos podamos dejar de asociarlo con el creador de La Náusea.

Su reivindicación del «compromiso» del intelectual, su afán polemista, su ubicuidad mediática, que le permiten aparecer al mismo tiempo en una tertulia sobre la guerra de Irak en prime time en la televisión francesa mientras una veintena de rotativas a lo largo y ancho del mundo imprimen textos salidos de su pluma para suscribir o rechazar las más diversas causas, configuran una compleja y arrolladora personalidad más allá de su estampa de personaje bien pagado de sí mismo.

BHL molesta, inquieta y hasta exaspera en ocasiones. Pero precisamente intelectuales como él son los que necesita la a menudo insulsa y aséptica opinión de Occidente. Voces que claman, por fortuna, no siempre en el desierto.

[19 de diciembre de 2003]

El abandono de la palabra

«¿Estamos saliendo de una era histórica de primacía verbal, del periodo clásico de la expresión culta, para entrar en una fase de lenguaje caduco, de formas postlingüísticas y, acaso, de silencio verbal?» En la actitud retórica de la pregunta ya lanzaba Steiner tres décadas atrás la respuesta a la inquisitoria: sí.

No se puede decir que el agotamiento verbal propio de la modernidad, el progresivo abandono del privilegio de lo escrito sobre la esfera de lo icónico, la sustitución del discurso por el conato del eslogan o el tampón del logo, sea un fenómeno que hayan descubierto los modernos críticos de la cultura: los Enzensberger, Finkielkraut, Bloom, Verdú..., ni siquiera el mismo Steiner. Goethe, Schiller, el propio Hegel que inauguraba nuestro tiempo como el de la «era mundial de la prosa», preludiaban hace más de doscientos años lo que más tarde Baudelaire se encargaría de corroborar: el canto del cisne de la palabra en su sentido clásico, en cierto modo lo que a nivel filosófico se habían encargado de certificar Descartes y Spinoza en el mismo momento en el que trataron de aprehender el mundo matemáticamente y arrinconaron a la palabra a las lindes del Arte. Pero es igualmente cierto que es George Steiner uno de los pensadores que con mayor profundidad y capacidad evocadora ha sabido conmovernos con sus reflexiones en torno al lenguaje y el silencio, en medio del estruendo verbal de nuestros días. «El verdadero problema radica no en el número de palabras disponibles, sino en el nivel en que utiliza el lenguaje el uso corriente actual». «El escritor de hoy –sigue diciendo Steiner– tiende cada vez a usar menos palabras y cada vez más simples, tanto porque la cultura de masas ha diluido el concepto de cultura literaria como porque la suma de realidades que el lenguaje podía expresar de forma necesaria y suficiente ha disminuido de manera alarmante». Y si esto sucede en el caso del escritor, no digamos en el del hablante medio en cualquiera de los idiomas en los que se exprese, sin contar con las decenas de lenguas que a lo largo de nuestro multicultural planeta se van extinguiendo cada año en beneficio de las cuatro o cinco «oficiales», comenzando, por un inglés que no es precisamente el de Shakespeare.

Ante esta situación, ni siquiera la cuarta parte de la población mundial que se encarga de absorber los millones de publicaciones que invaden el planeta cada día, ni siquiera esa «masa semianalfabeta» que es capaz de leer técnicamente a Kafka sin entender nada sobre el sentido íntimo del texto, es ya capaz de contener el ensordecedor torrente que mana del chorro que nos grita. La palabra, cuando abandona los reinos de la poesía, rápidamente se torna ruido. Su función instrumental también va deteriorándose a medida que nuestro corpus lingüístico se estrecha, los emoticonos sustituyen a la morfosintaxis y la gramática agoniza bajo un paquete de mensajes de móvil fabricado por las compañías telefónicas para felicitar por Navidad.

No es la prensa la principal, y me atrevería a sugerir que ni siquiera la mayor, amenaza que hoy coloca en la picota a los códigos escritos. El lenguaje periodístico muta, desvirtúa, malogra e incluso pervierte con asiduidad la rigidez de la norma pero, finalmente, y pese a sus múltiples vicios, sigue surtiendo de bellos vocablos y hasta enriqueciendo con sus torpezas y confusiones esa materia de bambú que es el idioma. La prensa, hija también de nuestro tiempo, no ha dejado aún de ser esa «bendición mañanera» que jubilosamente describiera Hegel, lo que no impide que convenga mantener aguzados los oídos para esa música del porvenir que anticipa nuestro presente: «Este mundo no terminará en llanto y crujir de dientes sino en un titular de periódico, en un eslogan, en un novelón soez más ancho que los cedros del Líbano. En el chorro abundante de la producción actual, ¿cuando se convierten las palabras en palabra? ¿Y dónde está el silencio necesario para escuchar esa metamorfosis?»

Contaba Alfonso Reyes: «Preguntado Lao-Tse sobre cuál sería su primera ley, si en él recayera el difícil honor de gobernar a los hombres, respondió tras una meditación: “la ley que estableciera el recto sentido de todas las palabras”». Y es que en el comienzo, fue el Verbo...

[9 de enero de 2004]

Catarsis de la basura

Dice el filósofo Gustavo Bueno que la telebasura es buena, o que no es mala, o que no existe, o que simplemente la basura está ahí fuera, en el mundo, y que la tele lo único que hace es procesarla, mostrarla como es. La televisión no sería, pues, basura, sino el espejo en el que esta se nos muestra, nuestro propio pestilente reflejo. O sea, que no «somos tiempo», como decía Agustín de Hipona. Sencillamente, lo que sin lugar a dudas en latín sonará mucho mejor, «somos basura».

De hecho, la proliferación de espacios dedicados al corazón, a los testimonios, al espectáculo de la realidad ni siquiera tendría por qué soportar un componente negativo. Es la basura limpiadora, la mugre que da esplendor. Nuestras miserias se exponen a la vista y como en la tragedia aristotélica nos sentimos purificados al verlas con tal nitidez. Salsas rosas, grandes hermanos y demás corazones empotingados no son como algunos quieren mostrarnos la quintaesencia del mal gusto, sino espacios de libertad con que el ser humano se dota para expandirse y refocilarse ante la visión de su propia hediondez.

La pitonisa Lola –la real y su clon marciano–, Karmele Marchante, Tamara ‘la mala’, o el despojo con patas de cualquier gloria devenida a nada no forman ninguna galería de los horrores. Son como nosotros, solo que revestidos con las trazas épicas de la reproducción multimedia. El famoso, convertido en ens televissivum, nos produce la admiración que despertaban en otro tiempo regentes, aristócratas y artistas bohemios. Ciertamente, no vivimos «tiempos de indigencia» espiritual, que dijera Höldelin, sino una fase de una creatividad nunca vista en la historia de la Humanidad. A nuestro lado, el Renacimiento o la Atenas de Pericles no son sino sombras aburridas y funestas. Esto lo saben los jóvenes ingleses que no han titubeado al situar a David Beckham como el personaje de la Historia al que más admiran. ¿Por su vasta mirada sobre la cultura occidental? ¿Por su pericia al piano? ¿Por su conocimiento de la cultura mesopotámica, de los últimos avances en cardiología, del genoma humano? Son los mismos jóvenes que han relegado a Jesucristo a un honroso puesto número 123 en dura liza con el presidente de Estados Unidos, George W. Bush.

En Estados Unidos y en latitudes menos masacradas por la ácida crítica anti-sistema, se han televisado ya –es decir, se han purificado– operaciones a corazón abierto, ejecuciones e incluso putrefacciones en vivo de cadáveres dentro de sus ataúdes. Pero no hay que escandalizarse. Así es como somos.

Tiene además la telebasura la virtud de reciclarse, de efectuar una retroalimentación, incluso de generarse ex nihilo a su mera evocación. De este modo, un programa sobre la telebasura puede convertirse a su vez en telebasura. Hablamos ahora de una basura algo distinta y perfumada pero incapaz de ocultar su verdadera naturaleza pordiosera. La demagogia, y sus hermanas Hipocresía y Sofisma corren alegremente por el plató, de tal modo que los pensadores de la libertad –que no son, vaya a pensarse, Stuart Mill, Adam Smith, Sartre ni ninguno de los adláteres, predecesores o seguidores–, pueden permitirse elogiar la soberana capacidad de elección del espectador sin que se les cortocircuite el cerebro. Así, mientras un alto directivo del «audiovisual» aboga por convertir la televisión en asunto de Estado y porque en los colegios se enseñe a ver «bien» la televisión, la telebasura es denigrada, casualmente, por la representante de una asociación de telespectadores que defienden la moralidad televisiva en igual medida que el derecho a la vida. Hasta es posible –gracias a sabios jefes de producción defensores a ultranza de la libertad de expresión– ver izado a categoría de filósofo mediático, en razón de su carácter estrafalario y pintoresco, que no de su real y profunda erudición, a alguien dispuesto a liberarse del «esfuerzo del pensar» para ensalzar lo inaltecible.

 

O el ultraje o la prohibición. Cuando se invita de entrada a elegir entre polos extremos es que la batalla por la dignidad se encuentra perdida de antemano.

[30 de enero de 2004]

Ante el dolor de los demás

¿Cómo conciliar el derecho a estar informados con la salvaguarda de nuestra propia sensibilidad? O, dicho de otro modo, ¿cómo conjugar la necesidad que sentimos de estar en el mundo sin perder la capacidad de sentirnos implicados, responsables e impelidos a actuar? Algunas de estas preguntas cruzan Ante el dolor de los demás, uno de los últimos trabajos de la escritora y activista estadounidense Susan Sontag, quien regresa al ensayo, uno de los géneros que con mayor éxito ha cultivado, para hacer lo que todo intelectual, hoy más que nunca, está obligado a realizar: inquietar al lector, remover la crema de sus percepciones e instarlo a pensar.

La fascinación por las imágenes de la guerra no es, como pueda creerse comúnmente, patrimonio de nuestra época. Descubre Sontag en La República de Platón un lejano antecedente de la atracción que provoca en el contemplador el «espectáculo» de los cuerpos mutilados. La genealogía de esta seducción se dilataría por la modernidad. Así, en el siglo XVII Jacques Callot publicará una serie de 18 grabados sobre «las miserias y desgracias de la guerra», representando las atrocidades que cometieron las tropas francesas durante la invasión y ocupación de Lorena en lo que podríamos considerar como un claro precedente de los actuales reportajes fotográficos elaborados por los corresponsales de guerra.

Ya decía Baudelaire, como se encarga de recordar la escritora neoyorquina, que «Todos los periódicos, de la primera a la última línea, no son más que una sarta de horrores». Frase que hoy podríamos hacer extensiva al resto de soportes mediáticos que reproducen imágenes. A resultas de esto, no es difícil ver la fotografía de una serie de cuerpos con el rostro descarnado, recién vomitados del mar tras volcar la embarcación que los contenía en la primera página de un periódico, o tener acceso rápido a todo tipo de material con contenido «real» sobre violaciones, ejecuciones o cualquier abuso susceptible de causar pavor y, por lo tanto, curiosidad, en el espectador. El Mal engancha. El dolor captado a través del visor de la cámara crea adicción. Y el súmmum del delirio voyeur sería ver en nuestra televisión el plano oblicuo grabado por un cámara que resulta asesinado por el protagonista de su encuadre y que se graba a sí mismo en el mismo acto de morir. «¿Hay un antídoto a la perenne seducción de la guerra?», se pregunta la autora.

Como sabiamente llevó a la pantalla un jovencísimo Amenábar en su primera cinta, el ser humano se siente irremediablemente atraído hacia el sufrimiento ajeno. Eso que llamamos morbo no es más que una versión moderna de esa continuamente revocada sentencia que reza que «solo se mueren los otros». Nunca está uno para reconocer lo equivocado que estaba después de muerto. Pero en el otro extremo se abre tal vez la cuestión más acuciante. ¿Estamos saturados ante la reiterativa contemplación que nos infligen los medios de comunicación con los desastres de la guerra? ¿Se encuentran nuestra capacidad de compasión, de indignación y hasta de reacción ante la injusticia en peligro?

Sontag no da una respuesta definitiva. Al fin y al cabo, son las mismas imágenes que nos avisan de que tal o cual dolor se ha producido, requiriendo, por qué no, nuestra ayuda solidaria, las que a fuerza de re-reproducirse, amenazan con volvernos insensibles. De ahí que, como ya manifestó en un libro anterior, apueste por una «ecología de las imágenes» en aras de «mantener plena su capacidad de conmoción».

En un artículo anterior, “El abandono de la palabra”, ya hablábamos de la inflación verbal y me encuentro ahora plañendo en torno a la inflación de las imágenes. Tal vez me repita, aunque también puede que sea verdad que son los nuestros tiempos desmesurados, de carencias sin parangón y de no menos parangonables excedentes. Quién sabe. Al final, ante el dolor de los demás solo nos restan dos posturas. Una: mirar para otro lado. Dos: asumir el esfuerzo de ponerse en el lugar del que sufre. Aunque precisamente, eso es lo que está en juego: nuestro potencial imaginativo, esto es, nuestra capacidad de ser otro.

[5 de febrero de 2004]