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Letrame Editorial.

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© José Costa, 2018

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: José Costa

Fotografía de solapa: José Costa

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-833-7

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

I

.

Un drama que no contenga sangre o lágrimas no es nada.

El drama es un simple movimiento de las piezas, un cambio en la sustancia de las cosas…, más una lluvia de fluidos que hagan manifiesto el tránsito: sangre o lágrimas; semen o sudor; humores. En todo drama hay sangre derramada, y donde hay sangre hay también un cierto grado de violencia, pero la violencia de este drama es blanda y secundaria, y fluye en la corriente de la páginas con la naturalidad de los hechos aceptados.

1

Tomeus estaba haciéndose una dentadura con miga de pan, ante el espejo del lavabo.

Trataba de simular el aspecto que tendría si se arreglase los dientes, acercándolos en lo posible al canon: un poco más blancos, un poco menos irregulares. Para ello cogió una miga, amasó una pequeña bolita, la humedeció con saliva y le dio una forma más o menos plana para colocarla en un lugar concreto, de modo que cubriese un ligero desnivel entre dos dientes. Oía los pasos de la señora Bonamassa, en el piso de arriba. La mujer estaba especialmente inquieta, seguramente por un principio de demencia que se agudizaba con los cambios de estación. Una presentadora pizpireta y algo sobreactuada había anunciado anticiclones, isobaras muy juntas, es decir, viento y mayor presión sobre ese trozo de planeta y sobre los seres atrapados en su zona de influencia. Cada cambio en el tiempo trae una pequeña tragedia a algún humano, un dolor en las articulaciones, una descompensación en los niveles de progesterona, una fractura en el humor. El humor de la señora Bonamassa parecía disgregarse esa mañana, con continuas idas y venidas; una actividad inusual en ella, dadas sus condiciones físicas, el lastre irrevocable de su deformidad. Tomeus casi podía sentirla a través del techo, caminando bovinamente bajo el peso de su joroba, un yugo invisible que la doblegaba de un modo despiadado.

Un misántropo soporta mal cualquier manifestación humana que interfiera en su propia vida, y la exultación de unos vecinos excesivamente ruidosos le hace rabiar de continuo, llenándolo de amargura. En términos generales la señora Bonamassa solía ser, sin embargo, razonablemente discreta, y nunca se la oía más allá de lo estrictamente necesario para demostrar al mundo que seguía viva. Por eso resultaba extraño tanto movimiento, y Tomeus estaba a punto de iniciar otro de sus ciclos de suspiros de la desesperación, que tan a menudo lo acometían. Estaba acostumbrado a desarrollar sus actividades intelectuales en condiciones muy rudimentarias, si no prácticamente extremas, pero ese día había algo en su química cerebral que bloqueaba su capacidad para irradiar los rayos misericordiosos de su indulgencia sobre sus semejantes, atrapado en ese decepcionante déficit de euritmia que campaba por doquier, y en ese cúmulo de estímulos actuando por saturación. Poco más podía hacer. El ruido lo distraía de su labor artística con la miga, que sin embargo llevaba bastante avanzada. Ya podía advertirse la nueva arquitectura, modelada como un paciente escultor en torno a sus piezas imperfectas.

Para apreciar el efecto ensayó una sonrisa poniendo en juego toda su capacidad de seducción, pero la imagen en el espejo no coincidió con la idea que se había hecho. Las migas eran pegotes demasiado blancos sobre el esmalte amarillento; alguna se había movido de sitio, y en conjunto daba la impresión de que hubiera estado masticando magdalenas. Mientras escupía las migas en el lavabo recordó un tanto intempestivamente el encargo de la señora Bonamassa (le había pedido que le proporcionara un libro de la Biblioteca Pública), y con esa idea en la cabeza empezó a cepillarse los dientes. Después de haber tenido las migas en la boca el dentífrico le pareció demasiado dulzón, y también lo escupió, pero dirigió mal el esputo y se manchó la pechera del pijama. Entonces se desnudó y abrió el grifo de la ducha.

El asunto del libro iba a tener que esperar, sin embargo. Con el agua chorreando desde el pelo hasta los pies, detenido con una dosis de jabón líquido en la mano, que no acababa de aplicarse, Tomeus meditaba sobre ello. Quizá esa misma tarde pudiera acercarse por la Biblioteca Pública y solventar de una vez por todas la gestión, pero de nuevo tenía otros planes. Le diría a la señora Bonamassa, cuando coincidiera con ella en el rellano o en el ascensor, que se le habían complicado las cosas con unos imprevistos, pero que entre sus propósitos figuraba sin duda dar curso cuanto antes a su petición.

Los planes que lo iban a apartar de su compromiso con su vecina eran, en cualquier caso, ligeramente vagos y del todo modificables, y tenían que ver con tabernas o cafés, con deambulaciones o librerías, y con los agujeros de desasosiego que a veces crecían en el centro de su cardias, o en su periferia inmediata, según los días. Llevaba un rato dándole vueltas al asunto, por lo visto, porque cuando salió de su marasmo el jabón casi había desaparecido de su mano, diluido por el agua que corría, y solo quedaban en su palma unas burbujitas de espuma que se precipitó a extender aleatoriamente por diversos trozos de su piel. Si seguía distrayéndose con cualquier cosa iba a llegar tarde al trabajo, y no quería dar pie a ningún otro reproche por parte del director. Así que se enjuagó rápidamente y cerró el grifo de golpe. El agua había estado corriendo más tiempo de la cuenta, y mientras se pasaba una toalla por el cuerpo su mente se dispersó de nuevo, enredada en las menudencias de un realismo pragmático y bastante feo que tenía que ver con ese derroche innecesario, con el canon de saneamiento, las tasas de alcantarillado y todos esos impuestos con los que debía contribuir al sostenimiento de la municipalidad, para que el orden general del universo no acabase resintiéndose por su falta de conciencia colectiva. Una espontánea manifestación gaseosa de su cuerpo rubricó oportunamente su pensamiento, y lo devolvió sin miramientos a la acción.

Sin perder tiempo acabó de secarse, y saltando de puntillas para no mancharse la planta de los pies descalzos se dirigió al dormitorio, cogió al vuelo una camisa y un pantalón, se dejó caer las prendas por encima de cualquier manera, se ató los cordones de los zapatos, derrapó hacia el comedor y se abalanzó sobre su portafolios, e introduciendo en él unos papeles de última hora salió de casa dando un portazo. Normalmente encontraba imperdonable el desaliño, la precipitación y la falta de geometría, pero esta vez no cabían florituras: era martes, el único día de la semana laboral en que podía permitirse no madrugar demasiado, pero confiado en el colchón de seguridad temporal había acabado entreteniéndose. El sol estaba ya alto, lo que resultaba un poco vergonzante para cualquier trabajador con un poco de pundonor profesional, aunque él se atenía escrupulosamente a los horarios asignados de manera aleatoria por «la Máquina», una Roendgren Excelsis de segunda mano, rescatada de entre los descartes de una empresa de artes gráficas y reconfigurada por el equipo de informáticos para escupir todo tipo de incongruencias desde la base de datos. La luminosidad de finales de septiembre lo cegó al salir del patio; sobre la acera se veían algunas hojas secas, agostadas por el calor que perduraba a pesar de estar en los primeros días del otoño. Septiembre. Un mes que no dejaba de ser raro, incómodo, del que siempre esperaba que pasase rápido y sin mucho derramamiento de hormonas, y que desapareciera barrido por las lluvias y los vientos propios de la estación. Si las previsiones de la pizpireta televisiva no fallaban, pronto empezarían a soplar a lo largo y ancho del hemisferio todos esos vientos que portan la locura, el föhn, el siroco, el wiatr halny, envueltos en iones y cargados de tormentas secas, que tanto alteraban a los seres meteorosensibles como la señora Bonamassa. Algo que, al parecer, afectaba de igual modo a quienes se iban cruzando con él mismo, en ese preciso momento, en un trasiego interminable de cuerpos que atestaban las aceras: individuos con aspecto de estar soportando una hidropesía del corazón o un trastrocamiento irreversible de la actividad neurotransmisora central, consecuencia de una insatisfactoria egestión matutina.

Al doblar la primera esquina Tomeus se vio de golpe ante uno de ellos. Era una especie de Mr. Bojangles, un tipo grandote y despeinado, con cara de tortuga aturdida y malhumor perpetuo: un rictus de amargura que había excavado dos desfiladeros verticales prácticamente desde las aletas de la nariz hasta el final de la barbilla, a ambos lados de la boca. Parecía un trozo de cara que pudiera articularse por su cuenta, semejante a la boca de un muñeco de ventrílocuo, pero que le daba una expresión temible, como si toda la hosquedad acumulada con los años se concentrara en esos dos pliegues grisáceos. A diferencia del sujeto de la canción, este Mr. Bojangles no bailaba, sin embargo, ni daba muestras de querer hacerlo, y toda su actividad se limitaba al hecho metafísco de estar, permaneciendo como un bloque de materia muerta excretada por las entrañas de la ciudad, a través del asfalto caliente. Llevaba una camisa ancha de color teja, una suerte de guayabera mugrienta y descolocada de cuyo bolsillo superior asomaban la punta de un lápiz y una armónica. En el bolsillo del otro lado llevaba un peine de plástico que, a juzgar por su pelambrera, el individuo rara vez usaba.

 

No era la primera vez que Tomeus veía al hombre. Cada tanto se topaba con él, siempre en el mismo tramo de la misma calle, como si ese trozo de pavimento fuera de su patrimonio, y todos los que pasaban por delante y pisoteaban los baldosines desgastados fueran unos indeseables a sus ojos. Tomeus nunca tenía tiempo para fijarse mucho en él, sobre todo ahora que llegaba tarde a sus obligaciones, pero por momentos el bulto estaba cobrando forma, movimiento, tridimensionalidad, pues se había detenido en medio de la acera y le estaba cortando el paso. Al verse obligado a levantar la vista Tomeus observó por primera vez, con un fugaz barrido de sus ojos, todos esos detalles que componían tan extraña figura. Parecía que el hombre iba a hablarle, pero rápidamente Tomeus hizo un quiebro y lo esquivó, poniendo rumbo a la parada del autobús. El vehículo llegó bramando justo cuando Tomeus alcanzaba la marquesina, y los portones, al abrirse, provocaron un ruido de gaseosa desventándose, con muchos decibelios. Mientras buscaba un improbable asiento libre, avanzando a trompicones por el estrecho pasillo, la imagen del indigente persistía en su cabeza. La presencia del peine y la armónica era más o menos comprensible en los tipos de su ralea, aunque nunca le había visto usarlos, pero ¿para qué que­rrí­a un lápiz?

2

Si se trata de tirar de los recuerdos (y casi siempre se trata de eso: de ponerle una correa distinta al mismo perro; de buscar en las baldas de la memoria el trozo de seda justo para vestir a la monita), al final todo acaba en la dichosa magdalena del francés, con todos sus ciclos literarios a cuestas sobre nuestras chepas, por los siglos de los siglos. Tomeus piensa en esto mientras desayuna, y por la pura abstracción de su pensamiento la atención se retira de su coordinación motora y se produce un fallo en la deglución. El atragantamiento le hace toser, y de un solo golpe seco un trocito de magdalena empapado en café salta desde el centro de su garganta hasta la pernera del pantalón del pijama. Al intentar retirar la miga Tomeus la arrastra sin querer, y deja una mancha oscura con forma de coma sobre la tela clara.

Y sí, este es el mismo idiota que dos horas más tarde estará en un despacho dando órdenes o pronunciando una conferencia ante un auditorio apreciativo, aunque el fulgor de su éxito no debiera inducir a engaño. Aquella, la de las manchas en pijamas, es la intimidad de las personas, la vida real que nos pone en nuestro sitio, un espacio sin gloria oculto a la mirada pública y ajeno al trampantojo social en el que no somos realmente quienes somos, acomodados en un largo fingimiento ideado para la propia pervivencia.

Solo que el trampantojo social en el que Tomeus se pone ante los otros no es ese despacho, o esa fábrica, o esa consulta, sino las aulas de una escuela donde los proyectos de hombres y mujeres deberían enfilar al fin su rumbo pimpante, o malograrse para siempre.

Allí, en los espacios de la Escuela de Instrucción Pública Millerson, Tomeus hacía creer a ese segmento concreto de la Humanidad que su yo era una masa dócil y ligeramente plana, con ciertos picos de excentricidad idiopática, aunque básicamente acomodado a las demandas que el mundo académico le fuera imponiendo. Esta flexibilidad tramposa le había permitido salvar el pellejo en numerosas coyunturas, bajo diferentes fuegos cruzados, y le había hecho pasar por un elemento ejemplarmente integrado en el sistema. El ser humano corriente que, en la intimidad de su círculo doméstico, era capaz de emocionarse con un aria de Bellini o de pasarse un calcetín entre los dedos de los pies antes de meterse en la cama, se convertía con solo traspasar una puerta en el profesor Tomeus Paramore, ese otro yo que ocupaba en torno al treinta por ciento de su tiempo vital total, y que asumía como una más de sus numerosas máscaras para hacerse reconocible a los otros.

En la labor profesional, asumida en parte como una molesta sinecura, había no obstante un fondo de maledicencia, un persistente resquemor por el modo en que las circunstancias lo habían ido apartando de sus expectativas. Estas se habían sustentado en vagas nociones de éxito social y profesional, capacidades desarrolladas en algún campo independiente y creativo, viajes reconstructivos y experimentales por el globo, residencias sucesivas en algunas de las metrópolis punteras del siglo… Y, desde luego, nada que se pareciera a la vida y al trabajo en que el destino le había hecho desembocar después de muchas carambolas. No sentía un gran apego por ninguno de los dos (ni por esa vida, ni por ese trabajo), aunque tampoco una especial animadversión. Las cosas eran así, y cambiarlas a menudo implicaba un alto coste psicosomático, dosis innecesarias de incertidumbre, fases de ansiedad e irritabilidad, dolores colorrectales. Su trabajo era una simple pieza en esa máquina, algo que se podía aceptar sin mayor apasionamiento, pero a la vez sin demasiado menoscabo. Tomeus se consideraba un mercenario, un asalariado sin alma de pedagogo al servicio de una causa en la que íntimamente no creía. Simultáneamente, sin embargo, se tenía también por un profesional impecable, una especie de mecanismo de precisión laboral, dispuesto a dosificar lo mejor de su inteligencia para ofrecer el mayor rendimiento con el menor desgaste..., es decir, el modo infalible para dar el pego ante los alumnos y ante sus colegas de profesión, sin que ello les suscitara ni un atisbo de duda sobre el intachable desempeño en sus funciones. Cuando se lo proponía (o su humor y las circunstancias lo propiciaban), sus clases podían alcanzar cierta brillantez epistemológica, y notaba cómo fluían con la naturalidad emanada del dominio pleno de los resortes cerebrales, escenario favorecido por una suficiencia intelectual donde lo teórico y lo emocional se mezclaban para dejar a los alumnos con los tiernos ojos expectantes, flotando en la irreprimible curiosidad que sus imprevistas boutades despertaban en ellos, o entregados sin reservas a la hilaridad o la polémica que sus ironías provocaban. En esa corriente cálida de empatía a veces Tomeus encontraba un sentido biológico, casi metafísico, a lo que en el fondo estaba haciendo: estabular al ganado, escolarizar a los burrancones, dar civilización a los iletrados que estaban emergiendo hacia el mundo desde el interior de su cáscara paupérrima... Y entonces sentía el poder de su dedo y de su verbo, la pujanza de una gnoseología concretada en los trazos lineales que surcaban la pizarra, materializada en los principios geométricos, en los axiomas incontestables y en los rutilantes teoremas, en la belleza de los sólidos platónicos y en las correspondencias biunívocas, y en todo aquello que hiciera emerger un bloque de definitiva eufonía, de ordenación cabal del universo.

Tomeus se plantaba delante de todas esas caras y a veces se oía a sí mismo soltando al aire frases huecas, retórica pura para los pobres inocentes que apenas entendían una mínima fracción de lo expresado. Los desdichados no eran capaces de dar con el engaño, con la incoherencia formal que en ocasiones se fuerza para no fragmentar el discurso, porque estaban tan absortos en su propio mundo o hundidos en una ignorancia tan inoperante que apenas tenían armas para protegerse de ella, ni aun para detectarla. Las tablas del oficio daban para esa disociación del pensamiento: mientras explicaba, calibraba el propio discurso; tomaba conciencia del contenido, y a la vez de los fallos argumentales del contenido, y simultáneamente seguía por la senda escindida donde el pensamiento recalaba en las nimiedades de la vida privada, al tiempo que evaluaba el material humano que había delante, los gestos y la actitud de los que escuchaban, o simulaban escuchar, o ninguna de las dos cosas.

Tres semanas de curso habían bastado para empezar a cribar ese material indiferenciado, siempre igual a sí mismo, hasta encontrar algún elemento interesante y motivador que lo empujase a levantarse de la cama cada mañana, a comenzar el rito de mojar las magdalenas en el café, coger el autobús, saludar a Gómez-plus-Gómez (el conserje), y ponerse bajo la luz de matadero de los fluorescentes que iluminaban las aulas.

Las epifanías cuajan de manera progresiva, pero culminan en un hecho concreto que de golpe las evidencia: un movimiento especial de los hombros; una luz cayendo al sesgo sobre una cabellera suelta; una prenda que pone un toque novedoso en el atuendo habitual. La epifanía con Sara empezó por las manos, y fue desplegándose alrededor de un núcleo de aire y carne hasta que el ente abstracto fue tomando forma, componiendo otra figura de callada devoción pasiva, otro hito en el desfile de mujeres que llegaron a su vida con un estrépito de huesos y vísceras, partes duras y blandas, materia de una arquitectura equina e irresistible que producía globalmente una sensación tubular, perfectamente articulada y totalmente armónica, ante la que era fácil dejarse subyugar.

Las de Sara eran unas manos de mujer, sorprendentemente y con todas las implicaciones: no esas manos todavía adolescentes que evocan habitaciones preeucarísticas, asfixiadas en un mundo Disney; ni esas manos púberes con las uñas comidas por las tormentas internas y las veleidades góticas; ni esas manos vulgares de chiquillas con el futuro escrito en cada uno de sus recovecos y texturas. Eran unas manos en sazón, unas manos núbiles con las uñas moderadamente largas y pintadas de azul celeste, o granate, o simplemente al natural, y los dedos denotando una experiencia erótica y sentimental que seguramente aún no tenían. A través de esas manos se establecía una vía insoslayable que, por mediación de los brazos, llevaba directamente al torso, ese medio cuerpo que asomaba día tras día por encima del pupitre, con la silueta ceñida por un jersey ajustado en el que las palabras London Town o Detroit Eagles se abombaban por efecto de sus pechos.

Y mientras el profesor Tomeus Paramore desgranaba su letanía y dejaba flotando en la atmósfera un trozo de materia académica e inerte («...dos rectas concurrentes en O son cortadas por dos antiparalelas respecto de ellas en puntos inversos de una inversión de centro O…»), con su parte del cerebro disociada miraba a Sara cuando todos bajaban la cabeza para copiar los precisos dibujos que acababa de trazar en la pizarra, y en cada mirada furtiva iba descubriendo la forma de sus orejas, el fruncimiento de sus labios, el compás de su respiración.

3

Durante varios días de octubre el calor inusual, junto con la interminable transición desde las semanas ociosas del verano hasta la plena actividad laboral, habían mantenido perturbada a la población, pero con las primeras lluvias de noviembre una especie de espíritu santo parecía haber descendido sobre todas esas criaturas picajosas, y los tenderos y las concejalas, los alumnos y los funcionarios, los oficinistas y las moscas parecieron encontrar al fin su sitio en la madeja. La lluvia de noviembre se descolgó pesadamente desde el aire como la música que amansa a las fieras, y de pronto todo se hizo más armónico, encajando con suavidad en una cierta melancolía otoñal muy reconstituyente. La entrada de la Escuela se había llenado de charcos, y los alumnos confluían hacia ellos desplazándose en rimeros bajo las cornisas chorreantes, con paraguas desplegados como setas, entre las hojas amarillas que de vez en cuando se desprendían de los árboles empapados y se enredaban en el pelo de las chicas. Tomeus formaba parte de ese pelotón que se estiraba irregularmente a lo largo de la acera, y mezclado entre sus integrantes veía manar de las bocas de los que lo precedían nubecitas de vaho que se extendían al trasluz, hacia lo alto, como almas en pena volando fuera de los cuerpos. Cerca de la puerta dos profesores dialogaban, aunque más bien era uno de ellos el que llevaba todo el peso de la perorata, con gran ostentación de gestos faciales y movimientos inquietantes de su mano libre (la otra sostenía el paraguas), mientras que su interlocutor parecía simplemente concentrado en retener los tirones verticales que las ráfagas de viento propinaban en el suyo, alzándolo en fastidiosos movimientos espasmódicos que le hacían sentir ridículo.

 

Tomeus odiaba llevar paraguas, también, y se alegró de no ser el único que sufría por su causa. En brazos de este pequeño consuelo penetró en el vestíbulo, desordenó un poco el serrín del suelo con sus zapatos, acabó de secar las suelas sobre los cartones que estaban allí extendidos, y avanzó hasta la sala de profesores dejando un camino de salpicaduras en el enlosado, que caían directamente desde la punta de su paraguas cerrado. Se trataba de un objeto ligeramente ingobernable, con un mango rígido de madera y una punta metálica que parecía tanto un pararrayos como una bayoneta, según lo enarbolara, y que dejó encajado entre otros ejemplares apiñados en una papelera habilitada al efecto, junto a la puerta. Tras murmurar un saludo generalizado para los cuatro o cinco compañeros que ya estaban allí, se quedó esperando el timbrazo que señalaba el comienzo de las clases, sin muchas ganas de hablar con nadie.

Poco a poco fueron llegando más profesores. Algunos venían oliendo a gabardina, arrastrando un nimbo viciado que se quedaba suspendido delatoramente en el ambiente, como si el cambio atmosférico los hubiera cogido por sorpresa y hubieran sacado precipitadamente las prendas de los armarios, sin tiempo para airearlas después de varios meses encerradas.

Petrarca estaba sentada al fondo de la sala, con el libro de texto de Literatura abierto y lleno de anotaciones y fragmentos resaltados con tonos fosforescentes, repasando en silencio la lección que estaba a punto de impartir. Petrarca era PETC en los códigos administrativos de la Escuela, es decir, Petra Consolatio, del mismo modo que Tomeus era TOMP (Tomeus Paramore) o Carpena era TEOC (Teodosio Carpena).

A Petra Consolatio el apodo de Petrarca le venía por razones obvias, y se lo habían puesto sus alumnos de Literatura Clásica años atrás, con la inmediatez y la fácil asociación de ideas de unas mentes no demasiado imaginativas. Allí apartada, con su exceso de maquillaje y sus floridos abalorios tintineando cada vez que se movía, parecía más bien Toro Sentado esperando un ataque al amanecer; de hecho solía ser la más madrugadora de todo el claustro de profesores, y por muy temprano que alguien pudiera presentarse siempre estaba allí la primera, acomodada en su rincón favorito y con un café humeando al lado, recién sacado de una aparatosa máquina que funcionaba con monedas. Intensamente concentrada en sus sinalefas y sus anadiplosis, parecía inmune a todo cuanto viniera del exterior, aunque exhaló un delicado suspiro cuando el profesor de Música entró soltando un «buenos días» demasiado estrepitoso, a su estilo enérgico y rabiosamente optimista que a la mayoría de los presentes, todavía aturdidos por el madrugón, les parecía cargante y fuera de lugar. Sin dejar de hacer comentarios en voz alta, el tipo se quitó la chaqueta y la colgó en el perchero de pared, junto a la entrada. Tenía alma de sindicalista de la línea dura y llevaba una camiseta con la imagen de Jimi Hendrix estampada en duotono (sin duda una reminiscencia de ese pasado adolescente en el que el individuo intenta definirse por medio de sus símbolos), y a través de ella estaba diciendo quién era, cuáles eran sus gustos, qué concepción del mundo era la suya, aunque toda esta autoafirmación no fuera más que una demostración suplicante y bastante tosca de un desmesurado ego en proceso de expansión. A todos esos portadores de camisetas semánticas seguramente Jimi Hendrix nunca les había dicho gran cosa como músico, y mucho menos como ídolo, pero reconocían en él el arquetipo y forzaban su gusto desviado para encajar en el concepto Jimi Hendrix (o en el concepto Che Guevara, o en el concepto James Dean …), aunque en esa mostración a destiempo hubiera algo ridículo y fuera de lugar, una manifestación de inmadurez revelada en la necesidad de consideración social, y plasmada en esos emblemas desgastados que tenían por objeto a unos personajes seguramente sobrevalorados, cuyas muertes prematuras los habían transportado directamente a la leyenda sin el deterioro de los años, y saltándose todas las etapas intermedias. Con estos mitos por la vía rápida los idiotas se sentían sublimados, falaz y correlativamente engrandecidos, como si el contacto con su aura y la asunción incondicional de lo que esta representaba actuara por pura ósmosis, y calara en su personalidad como el licor en un bizcocho.

También a Tomeus lo esperaba un aula llena de petimetres con camisetas declamatorias y sentimientos mal gestionados, seres ciclotímicos que buscaban su lugar en el mundo con actitudes que fluctuaban entre lo pomposo y lo timorato, cabalgando sobre sus síndromes de Piaget-Warnock y coexistiendo con un concepto bastante desajustado de sí mismos. La imagen le dio pereza, aunque se consoló pensando en la suerte de tener a su cargo exclusivamente a alumnos de los cursos superiores, otro escalón evolutivo en el ecosistema académico que minimizaba los efectos descritos. En los estampados que traían estos podía asomar Pink Floyd, esporádicamente Roxy Music, Ramones, Dolce & Gabanna, o cualquier otra marca, franquicia, mensaje o ilustración que los hiciera distinguibles, modernos, revolucionarios e incuestionablemente cool. «Lo que nos gustaba de Roxy Music eran las portadas», le dijo una vez Tomeus enigmáticamente a uno de ellos que, mientras se preguntaba a qué arcaico colectivo haría referencia ese plural, trataba de asimilar el hecho de que el profesor dispusiera de una vida y un pasado más allá de la Escuela.

Debajo de esas prendas distintivas los alumnos dejaban asomar con claridad sus cuerpos cambiantes (en los últimos cursos ya bastante estables y cuajados), exponiéndolos a veces sin recato como un arma presta a disparar contra el mundo. No habían encontrado una mejor declaración de principios contra la dislalia, la dispraxia, la dislexia, la disortografía, la discalculia, la disgrafía, la disfemia y todos los demás dis que los atenazaban, una metralla de términos inventados por algún etiquetador nato y bastante pedante, que trataban de definir a golpe de neologismos la simple carencia intelectual y la falta de motivación, en la mayoría de los casos, y que acababan esparcidos en los informes de evaluación para darles un empaque bastante idiota. Todo era parte de una misma bola incendiaria, el ardor postpubescente y el peso de una autoafirmación preadulta conjugados en un mismo despropósito, pero en medio del trasiego de cuerpos y poses juveniles a veces se componían figuras inolvidables, estampas icónicas fijadas en los pasillos o descubiertas al mirar distraídamente por las ventanas de las aulas, en mitad de una explicación, inesperadamente: las mostraciones físicas, los atributos infernales de las ninfas, el hueso de la cadera de Sara, visto de tres cuartos, cuando levantaba los brazos en el patio y la camiseta se le subía por encima del ombligo. Todas esas formas plenas que la ropa enmascaraba, hasta despojarlas de su verdadero y turbador significado.