La frontera que habla

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Aus der Reihe: Nan-Shan #91
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La frontera que habla
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La frontera que habla

José Antonio Morán Varela

La frontera que habla

Del Orinoco al Amazonas


Primera edición: abril, 2020

© José Antonio Morán Varela

© de esta edición:

Laertes S.L. de Ediciones, 2020

www.laertes.es

Diseño cubierta de Amaya Crichton-Smith Albizua

Fotografía de José Antonio Morán Varela

Ilustraciones de Philippe Papaux

Maquetación: JSM

ISBN: 978-84-18292-40-8

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual, con las excepciones previstas por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

A quien me dio la vida

y a quienes me la han ido agrandando.

Mapas




Prólogo

El título sugiere que este es un libro ambientado en la frontera. Es cierto, pero cabe aclarar que no presupone la frontera como límite, ni se circunscribe a un espacio bien acotado entre países, ni siquiera da por supuesta la autoridad estatal inherente a toda demarcación territorial. Sería más correcto afirmar que es un libro fronterizo.

Lo fronterizo no se sitúa a un lado de la raya divisoria al amparo de la seguridad de su muralla, sino que se ubica en medio de ella, o sobre ella. No tiene claro hasta dónde separa naciones o hasta dónde une historias por tratarse de un territorio un tanto difuso, incluso poroso, aunque nunca carente de vitalidad porque su interior está repleto de encuentros (y desencuentros) de quienes lo habitan. Esta concepción lleva implícita fuertes dosis de nomadismo temporal porque a lo largo de los años aparecen y desparecen, fluctúan y se mueven personajes y situaciones; se enraíza también en espacios fuera de control debido al resquebrajamiento que aquí sufren las instituciones estatales. La frontera así entendida se incrusta en un ambiente marginal que resulta insustituible para descifrar lo que ocurre en ella y para descubrir los mecanismos del poder al que pertenece.

Lo que viene a continuación se concibió al transitar, en 2017, sobre las lindes que separan Colombia de Venezuela y Brasil poco después de la firma de unos acuerdos de paz que implicaban, por parte de los guerrilleros de las FARC, el abandono de sus armas y territorios, entre ellos los de la frontera orinoco-amazónica.

Se abría así una ventana por la que contemplar hasta qué punto la población estaba dolida por el ancestral abandono del Estado o ilusionada por despertarse de una larga noche a merced de cualquier acontecimiento. Inmejorable ocasión para acercarse, desde la periferia, al que tal vez sea el menos estudiado y comprendido de los países latinoamericanos a pesar de que sus habitantes no dejan de escribir continuamente sobre lo que en él ocurre.

Ahí se encontraba una porción de esa Colombia a la que accedí hace ya cinco lustros por el Darién, su (también indefinida) frontera con Panamá. Me entusiasmó tanto el país que le dediqué cuantas estancias y estudios pude realizar. Hoy no tengo más que palabras de agradecimiento para todas aquellas personas que ya fuera en selvas, ríos, trochas, montañas, ciudades o incluso libros, me han aportado, sin pretenderlo ni saberlo, la alegría de sentirme acogido y de compartir senderos repletos de vida. Vaya por adelantado a todas ellas, junto a las que me han ayudado a encarrilar estas páginas, un guiño de complicidad. De alguna manera habita en este libro la pretensión de devolver una parte de todo lo recibido.

Bastaba con viajar con los sentidos activados para percatarse de que la orinoco-amazónica es una frontera que se expresa por cada poro, que habla continuamente en sus propios lenguajes (en plural, porque son varios los dialectos que utiliza) lejos todos de ese mundo en blanco y negro que se nos pretende imponer en la era de la posverdad. Las páginas que siguen están repletas de historias, relatos y conversaciones en las que se ha procurado, en la medida de lo posible, dejar que se expliquen sus protagonistas.

Ojalá cada lector se pueda subir a la canoa metafórica del viaje para prestar atención a cuantos testimonios salgan al paso por mucho que traspasen épocas o que sean entrañables o desdichados; cada uno aportará su perspectiva. Solo al final del recorrido, con todas las piezas del puzle colocadas en el tablero, se podrá comprobar que esas voces, más que monologar independientemente, se convierten en una sinfonía de diálogos que pugnan por hacerse presentes para contribuir a una historia colectiva aún por configurar. Es así como el propio camino reta continuamente al viajero-lector a meterse por recovecos físicos y mentales que le impiden predecir el resultado. Es lo que tiene introducirse por una frontera que habla.

Consciente de mis límites, no pretendo ni afirmar que mis descripciones carecen de perspectiva, ni sublimar la mía. A pesar de mis intentos por acercarme a quien me cobija, no dejo de ser un forastero nacido en Europa que, si bien puede aportar la frescura del visitante, está incapacitado para introducirse en la piel del nativo por mucho que lo ensaye. Quiero, en definitiva, apartarme de eso que denunció Gabriel García Márquez cuando en el discurso de su aceptación del Nobel avisó a los intrusos foráneos de medir «con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos».

Primera parte

1

Vía libre

La mayoría de los viajes dejan anécdotas y solo unos cuantos imprimen huellas; los primeros salen siempre a tu encuentro, pero los segundos, a pesar de que los busques con insistencia, pocas veces aparecen y, cuando lo hacen, descargan en tromba, como el agua que regenera la tierra a la vez que crea devastadores torrentes. Así ocurrió con el que me dispongo a relatar.

He perdido la cuenta de mis entradas a Colombia desde aquella primera en enero de 1994; fueron seis duras jornadas caminado entre Yaviza —última población panameña accesible por pista— y Turbo, al otro lado del Atrato. El tapón del Darién, así se continúa denominando a este indómito tramo, ejerció de maestro de ceremonias del embrujo que despertaría en mí el país al que acababa de acceder. Haber caminado por una de las más bellas selvas, compartido casa, experiencias y caminatas con indígenas kunas y sentido en propia piel las nefastas consecuencias del descalabro político, me sirvió para comenzar a intuir las piezas, a menudo mal cosidas, del traje con el que se quiere vestir un país que, por otra parte, no deja de aspirar a la excelencia.

Me embelesó su naturaleza, su historia, su gente y hasta su gastronomía; fue un amor a primera vista que cultivé cuanto pude. Incluso me dejé seducir por sus innumerables contradicciones porque me obligaron a agudizar aún más los sentidos para tratar de desentrañar sus misterios: ¿cómo comprender a un país que habiéndose librado de la lacra de las dictaduras que diezmaron a sus vecinos, estuviera envuelto en el drama más longevo de guerra civil no declarada del continente? ¿Cómo era posible que rigiéndose por la Constitución de 1991, paradigma de respeto y convivencia entre el centenar de etnias que lo habitan, no deje de supurar por infinidad de heridas como las de los desplazados, indígenas, pobres y comunidades negras? ¿Cómo entender que poseyendo una de las mayores riquezas medioambientales del planeta, tenga a sus recursos naturales pendientes del fino hilo de cómo enfoquen el progreso a partir de ahora? ¿Cómo compatibilizar, en fin, que estando sus universidades implicadas en la búsqueda de soluciones colectivas, existiera un velo que cubría gran parte de lo ocurrido durante décadas en amplias zonas de su territorio?

No quería cometer el error de pensar que un país tan poliédrico y paradójico necesariamente tuviera que vivir en esta dramática ambigüedad. Por eso, para comprenderlo mejor, me propuse dar un paso más allá de la zona de confort y adentrarme por senderos confusos. Intuía que, si conseguía hacerlo, tendría acceso a un mundo en el que aún se escucharían voces en busca de oídos, sonidos que querrían liberarse de sus infinitos ecos, paisajes clamando por no acoger a personajes siniestros, sueños esperanzados en materializarse, proyectos ansiando un futuro más placentero... Pero los obstáculos eran muy grandes y el sendero tenía guardianes que impedían su acceso.

—¡La semana pasada hubo problemas! —me contestaron la última vez que pregunté en Turbo en la oficina de las lanchas que remontan el Atrato con la intención de sondear cómo estaba el tema de la seguridad.

 

—Pero, ¿qué tipo de problemas? —les pregunté a sabiendas de que en esto los colombianos no dan más información que la que estrictamente demanda la pregunta.

—Unos manes armados abordaron la lancha y se quedaron con ella y con varios pasajeros y al resto los abandonaron en la selva —respondieron con toda naturalidad. En este caso era el Atrato, pero podrían haber sido el Meta, el Putumayo, el Caquetá, el Guaviare o cualquier otro río el que mostrara una geografía de sangre tan difícil de asimilar como de visitar; desgraciadamente había asociado los nombres de los ríos colombianos a plomo, a fuego y a cuerpos emergidos en sus orillas como testigos mudos de las innumerables masacres allí perpetradas. Pero a la vez sabía de la existencia de personas, de historias y de grupos resilientes que no solo plantaban cara a las injusticias, sino que anhelaban construir una sociedad donde ellos y sus hijos pudieran disfrutar, sin rencor, del exuberante país que los vio nacer.

Sin embargo, recientemente, algo muy importante había cambiado en Colombia, algo que redoblaba la esperanza de poder acceder a zonas anteriormente vetadas: el gobierno y las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), la guerrilla más numerosa y longeva hasta ese momento, acababan de firmar la paz en septiembre de 2016. Implicaba que los dos contendientes más importantes del complejo rompecabezas colombiano finalizaran los combates y que, en consecuencia, el campo de sus batallas dejara de estar prohibido para el foráneo. Más allá de las prudentes dudas, sentía un ansia renovada por acercarme a esas puertas que, sin estar cerradas, me habían marcado un límite infranqueable hasta el momento. Concretar a cuál de ellas dirigirse aquel 3 de julio de 2017 fue idea de Silvia, mi querida compañera de viaje con quien comparto una inmensa fascinación por el país cafetero.

—¿Por qué a Puerto Carreño? —le pregunté cuando me planteó esa posibilidad.

—Porque tiré un dado sobre el mapa de Colombia y cayó ahí —me contestó no sin cierta dosis de verosimilitud.

—Pero no te extrañes si no podemos movernos libremente cuando lleguemos.

—Entonces damos media vuelta y punto —remató con decisión.

El avión tuvo que hacer un giro muy pronunciado para no invadir cielo venezolano y aterrizar en la pequeña pista, alrededor de la cual ha ido creciendo la población. Puerto Carreño está situado en la confluencia del Meta con el Orinoco que a su vez delimita durante cientos de kilómetros la frontera entre Colombia y Venezuela. A pesar de la fama que le ha acompañado por su belicosa ubicación, ahora la localidad es tranquila, acogedora y goza de todas las comodidades burocráticas de cualquier capital de provincia; cuenta con unas calles tan anchas que para cruzarlas en el mes de julio uno debe calcular si empaparse o asfixiarse según que caiga una tromba de agua o que el sol esté en su punto cenital.

—¿Te das cuenta de la casualidad? —me preguntó retóricamente Silvia tras acomodar nuestros escasos bártulos en el popular hotel La Vorágine.

—Tal vez los siguientes alojamientos que encontremos se llamen El río y Humboldt.1 Parece que los astros se ponen de nuestro lado —respondí presumiendo que íbamos por buen camino.

—Pues aprovechémoslo. ¿Por dónde comenzamos a indagar?

—Vamos a la calle; es nuestra mejor aliada.

La naturalidad con que se vendían pasajes para desplazarse en lancha por el Meta, el que hasta no hacía mucho era un río prohibido, fue el primer indicio de que la zona estaba pacificada; el segundo, que en el patio de nuestro hotel aparcaban varios cuatro por cuatro de adinerados bogotamos traídos en barco para competir por los alrededores. La confirmación nos llegó con Alicia, la empleada de la oficina del Parque Natural Nacional del Tuparro al que pretendíamos acceder para, posteriormente, continuar navegando rumbo al Alto Orinoco.

—Claro que pueden ir al Tuparro; y los vamos a tratar muy bien —nos dijo Alicia un tanto sorprendida con nuestra intención—. ¿Les organizo un plan? Estamos deseando que vengan visitantes.

—Pero después del Tuparro queremos seguir remontando el Orinoco en vez de regresar acá. ¿Es posible? —le pregunté.

—En cuanto a seguridad es posible porque, como van a comprobar, el ejército está por todas partes. En lo referente a la infraestructura del recorrido deben buscarse ustedes la vida debido a que no hay lanchas más allá de Casuarito —matizó.

—¿Tiene alguna referencia de lancheros a los que podamos dirigirnos para encauzar nuestro viaje?

El problema por la falta de transporte público no era menor ya que, salvo en algún tramo con trocha, no existía otra posibilidad para moverse que no fuera por agua; se agravó aún más cuando comprobamos en el mapa que en las riberas del Orinoco apenas aparecían lugares habitados hasta Inírida, otra minúscula capital de provincia que contaba con aeropuerto (siempre bienvenido por si hubiera que utilizarlo).

Las referencias de Alicia nos condujeron al lanchero Rusvel para ver si podíamos organizar con él una expedición; a pesar de sus buenas intenciones, tuvimos la clarividencia suficiente como para percibir que no era la persona que necesitábamos. Sin embargo, se convirtió en el mejor anfitrión de los alrededores de Puerto Carreño. Nos llevó con su lancha a las desembocaduras del otrora sangriento Meta y del prístino Vita —el primer río colombiano en ser protegido—, a los misteriosos petroglifos sobre las viejas piedras del macizo guayanés y a avistar infinidad de aves en los laberintos selváticos de Caño Negro. Navegamos sobre ríos rebosantes con anchuras que se medían por cientos y hasta por miles de metros mientras las tormentas no cesaban de empaparnos y de estremecernos con su amenazante aparato eléctrico; había tal cantidad de agua que la embarcación se desplazaba entre las copas de los árboles que permanecían hundidos durante meses. Fue el lanchero Rusvel quien, sin saberlo, nos introdujo en esa orgía acuática que nos atrapó desde el inicio en su torrente de vida.2

También a través de Alicia contactamos con Mauricio, un vecino de Inírida que se ganaba la vida llevando desde allí al Tuparro a los aún pocos viajeros interesados; como nosotros nos encontrábamos en Puerto Carreño nos indicó cómo ponernos en contacto con lancheros que a su vez nos dejarían en manos de otros para ir remontando el río a tramos hasta llegar al parque natural en primer lugar y a Inírida después. Todo comenzaba a cuadrar; todo indicaba que nos hallábamos en el lugar y el momento adecuados; de repente vimos que ya no había marcha atrás; definitivamente se nos abría la puerta principal de acceso a espacios vetados tan solo unos meses atrás. Los dados estaban echados.

—¿No sientes vértigo? —le pregunté a Silvia en el mercado municipal mientras hacíamos acopio de alimentos.

—Tengo el estómago anudado con una contradicción, la de buscar algo seguro con una venda tapándome los ojos —resumió gráficamente.

—Pues vuelve a echar tu dado de la suerte —le contesté.

—No hace falta, ¿no ves que todo se nos pone de cara? Por fin tenemos vía libre. Efectivamente el camino estaba expedito debido al gran acontecimiento que Colombia acababa de vivir. Parecía mentira que en tan poco tiempo, un acuerdo político tuviera una repercusión de este calibre. Es como si la gente lo estuviera ansiando para lanzarse a realizar sus actividades cotidianas sin que su vida peligrara. Era una prueba más de la inmensa capacidad de los colombianos para regenerarse en medio de la adversidad.

• • •

Nueve meses. Apenas nueve meses habían transcurrido desde aquel 27 de septiembre de 2016, cuando, en Cartagena, Juan Manuel Santos y Timochenko se apretaron efusivamente las manos ante el secretario general de la ONU tras firmar el Acuerdo Final que ponía fin al «último y más viejo conflicto armado del hemisferio occidental» tal como había declarado solemnemente un exultante Santos tres meses antes ante la Asamblea General de la ONU. «América —el inmenso continente americano, con todas sus islas desde la Patagonia hasta Alaska— es ahora zona de paz», resumió el presidente en su discurso.

El acuerdo de paz entre el gobierno y las FARC debería sentar las bases con las que poner fin a décadas de lágrimas y desesperanzas, a la sangría real y anímica de una población, especialmente la más desfavorecida, que tuvo que acostumbrarse a convivir con una violencia fratricida tan brutal y duradera que casi la llegó a percibir con la naturalidad con la que se respira el aire. Ni siquiera el gigantismo de los datos aportados por el Centro Nacional de la Memoria Histórica3 pudo reflejar el drama humano que anidaba en cualquier barrio, vereda, río, trocha o carretera donde la peor parte, el 81 % de los muertos, recayó en la población civil.

El camino no resultó sencillo y muchos fueron los obstáculos que debieron sortearse para llegar a la firma final. Se necesitó, en primer lugar, que convergieran dos líderes empeñados en la magnitud de un proyecto que nadie había sido capaz de culminar con anterioridad; dos hombres que, pese a todos los problemas, supieran estar por encima de dispares y contradictorias biografías y perspectivas: la de un presidente belicoso y la de un guerrillero que rehuía la guerra.

Uno era Juan Manuel Santos, implacable en la más contundente ofensiva militar lanzada contra las FARC siendo ministro de Defensa con Álvaro Uribe. Llegó a la presidencia del país el 7 de agosto de 2010 y tan solo tres jornadas más tarde, el día 10, se reunió con Hugo Chávez en la Quinta de San Pedro Alejandrino, en Santa Marta,4 para preguntarle si podía contar con él para los diálogos de paz que pretendía iniciar, propuesta a la que el dirigente venezolano dio su apoyo hasta que murió de cáncer el 5 de marzo de 2013. El de poner fin a los combates, por tanto, no fue fruto de la improvisación sino de un ambicioso proyecto en el que Santos se arriesgó a perder toda su credibilidad como presidente en caso de fracasar.

El otro líder era Timochenko —alias de Ricardo Londoño—, guerrillero proveniente del campo al que se conocía como el médico debido a la habilidad para curar que aprendió con la práctica, no por estudios ya que no pasó del bachillerato. Fue el tercer comandante en jefe de las FARC sustituyendo a Alfonso Cano (sustituto a su vez del fundador Manuel Marulanda tras su fallecimiento) al resultar muerto en una operación lanzada por Juan Manuel Santos siendo ya presidente. Nació, como a él le gusta decir, el año de la revolución cubana y cuenta que se hizo guerrillero porque era «una persona como tantas en el mundo que, inconforme con las injusticias que veía alrededor, aprendí desde muy temprana edad que esa realidad se puede cambiar, pero que no se cambia por sí sola».5 A pesar de su cargo en las FARC, desprende un aire afable y campechano y su perfil es más político que militar; «a mí no me motivó disparar», llegó a decir en una entrevista.

Aunque nunca fuera detenido ni herido en el campo de batalla, en su faceta de combatiente (y en el marco de la Jurisdicción Especial para la Paz) deberá responder a los 182 procesos judiciales abiertos por la Fiscalía entre los que hay homicidios, secuestros, desplazamientos forzosos y reclutamiento de niños. Su vida personal tampoco escapa al drama de cualquier guerrillero con cargo relevante: tuvo una hija con una compañera de armas y —como ocurría en esos casos por razones logísticas— se la dejaron en adopción a su hermano y a la mujer de este porque la pareja, aunque lo deseaba, no podía tener descendencia; unos años más tarde la madre de la niña se licenció como guerrillera debido a una herida en combate y raptó a la que era su hija, motivando que su madre adoptiva acabara en el manicomio y su marido en el alcohol; cuando el caso salió a la luz y los paramilitares descubrieron que la niña era hija de Timochenko, intentaron matarla como hacían con los familiares de otros guerrilleros. Madre e hija acabaron en el exilio.

Ambos líderes tuvieron que enfrentarse a la primera y clásica dificultad ante todo inicio de diálogo: ¿se debía negociar en medio de la guerra o esperar una tregua para comenzar a hablar? Como la segunda opción no suele ocurrir ya que por algo se está en guerra, optaron por la primera, más efectiva pero también más peligrosa como se pudo constatar.

Apenas tuvo ocasión tras llegar a la presidencia, Santos mató —junto a decenas de guerrilleros— al Mono Jojoy, el hombre con más poder militar de las FARC y, un año más tarde, al máximo dirigente Alfonso Cano.6 En abril de 2015 las FARC reaccionaron aniquilando a diez militares y a su vez estos respondieron dando de baja a más de cuarenta guerrilleros al bombardear sus campamentos del Chocó; enrabietadas, las FARC volaron un oleoducto en Tumaco provocando que 10.000 barriles de petróleo arrasaran la vida que encontraron a su paso hasta que desembocaron en el mar, lo que desató grandes protestas por el desastre medioambiental.7

 

No fue el único problema a solventar. Hubo que dilucidar también el empleo de los tiempos para llegar a acuerdos, qué tipo de víctimas iban a intervenir en las negociaciones, dirimir si servía o no un alto el fuego unilateral, especular sobre qué pasaría si Santos no ganaba la reelección presidencial o si a Timochenko le ocurría algo (aspecto nada desdeñable porque como comentaron los guerrilleros, el 3 de febrero de 2015 fue «el día que se infartó la paz» debido a que Timochenko sufrió un ataque a su débil corazón que solo el buen sistema sanitario cubano pudo remediar in extremis). Mucho se podría argumentar también sobre la soledad que debió de sentir Juan Manuel Santos con las encuestas en su contra y con el expresidente Uribe desprestigiándolo por cada rincón del país.

Pero a pesar del fino alambre por el que caminaban, ambos mandatarios supieron tener la suficiente altura de miras como para ir acumulando acuerdos sobre la atávica injusticia sufrida por los campesinos, sobre el reconocimiento y la reparación de víctimas, sobre la forma jurídica transitoria para las posibles condenas a los guerrilleros —Iván Márquez, uno de los negociadores, sentenció que «nadie hace un proceso de paz para irse preso»—, sobre si incluir o no el tema de las drogas, sobre la erradicación de cultivos ilícitos, sobre la futura participación en política de las FARC y sobre el alto el fuego definitivo y la forma de verificarlo.

Cuando aquel histórico 27 septiembre de 2016 por fin se firmó el compromiso entre el gobierno y la guerrilla, los abrazos y las felicitaciones se convirtieron en protagonistas de la jornada, los responsables del Nobel de la Paz inclinaron la balanza en favor de Juan Manuel Santos y expertos y especializados organismos internacionales valoraron todo el proceso seguido en Colombia como «el más completo de la historia».8 Ya solo quedaba un plebiscito para legitimar los acuerdos y no dejar ningún fleco suelto.

Pero lo que parecía un festivo trámite el día de la firma, apenas cinco jornadas después se transformó en una pesadilla cuando los colombianos, por una diferencia de 50.000 votos, dieron la espalda al ingente trabajo realizado. Mucho se especuló sobre su significado y sus causas, pero lo cierto es que, tras el resultado, hubo una especie de bloqueo debido a que no quedaba claro si eso significaba que se invalidaban los acuerdos de paz y se volvía a los combates. Se buscaron explicaciones al descalabro plebiscitario como la del rechazo que suscitaban las FARC, o la del miedo creado por quienes auguraban que el próximo gobierno de Colombia sería castro-chavista, o la antipropaganda de Álvaro Uribe, o las influencias de televisivos pastores evangélicos divulgando en plan apocalíptico una futura sociedad donde podrían casarse homosexuales y se permitiera el aborto, o las de quienes se decantaron por el no para que no se fueran las FARC de su territorio temiendo los efectos del neoliberalismo que inmediatamente aparecería o las que indicaban que donde más se negaron al acuerdo era donde menos golpeaba el conflicto, en las ciudades. Tal vez había un poco de todo.9

Sin embargo se decidió no dar marcha atrás aunque hubiera que modificar más de 400 enmiendas propuestas por los promotores del no. El Nuevo Acuerdo Final se firmaría en el Teatro Colón de Bogotá el 30 de noviembre de ese mismo año. En el aire volvió a rondar la sensación de un país dividido al que solo una adecuada gestión del posconflicto daría por buenos los esfuerzos realizados, pero también la constatación de que no hay problema, por grave que sea, que no se pueda superar a base de un comprometido y constructivo diálogo.

Muchas cosas han ido aconteciendo desde entonces. Santrich, uno de los negociadores guerrilleros fue retenido y acusado de narcotráfico y posteriormente retomó las armas; Iván Duque, el nuevo presidente, intenta hacer modificaciones legales al acuerdo encaminadas a restringir supuestas ventajas que tendrían las FARC, aunque de momento sin éxito; cada tres días es asesinado algún líder o representante comunitario, aumenta la exportación de cocaína, las FARC no se presentaron a las presidenciales alegando falta de infraestructura... Y una muy importante en este momento para nosotros: las puertas del Orinoco estaban abiertas.

• • •

Dos días más tarde de haber contactado con Mauricio nos encontrábamos en el embarcadero dispuestos, desde primera hora de la mañana, a tomar la lancha hasta Casuarito, el único destino con servicio público de transporte por el Orinoco según nos dijeron. Ya habíamos desayunado un exquisito caldo y teníamos a mano nueces de Brasil, granadinas, papayas y algunas galletas por si lo necesitáramos durante el trayecto. Los rayos de sol que se vislumbraban anunciaban un magnífico día mientras la gente se afanaba en comenzar sus quehaceres cotidianos. Destacaban los cambistas de bolívares venezolanos con fajos de medio metro de longitud debido a la trepidante inflación que cada día sufría la moneda; esperaban a clientes porque Puerto Carreño es frontera oficial con Venezuela y eran muchos los que venían para Colombia. Yo no dejaba de pensar en lo afortunados que éramos al tener la posibilidad de introducirnos en el Orinoco sin las cortapisas anteriores; todo había cambiado velozmente.

—En breve nos introduciremos en el torbellino de este incierto viaje. ¿Añorarás algo de lo que dejas atrás? —le pregunté a Silvia.

—Pues... —se quedó pensando un rato con la mano en la barbilla— como no sean los noticieros colombianos. No he visto nada igual; ayer hablaban de un niño que salió volando porque se enganchó a varios globos de helio, de un avión del ejército que desapareció con varios militares, de unos secuestrados que se fugaron de sus captores y de un señor que tenía relaciones sexuales con su mula... y me gustaría saber el desenlace de las historias.

—Desengáñate, mañana otras más espectaculares eclipsarán estas y no habrá seguimiento de las anteriores; es imposible en un país con tantos frentes abiertos.

—Y a fin de cuentas —reflexionó—, intuyo que novedades no nos van a faltar en los días venideros. ¿Sabes una que ansío especialmente?

—¿Cuál?

—Visitar comunidades indígenas. De pequeñita buscaba cualquier reportaje o lectura sobre ellas —contó entusiasmada.