Las penas del joven Werther

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Las penas del joven Werther
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Las penas del joven Werther


Las penas del joven Werther (1774) Johann Wolfgang von Goethe

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Edición: Octubre 2020

Imagen de portada: Eunice Pinney

Traducción: Rudy Günter

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  Portada

2  Página Legal

3  Primer libro

4  Segundo libro

Primer libro

4 de mayo de 1771

¡Cuánto me alegro de haberme ido! ¡Amigo mío, lo que es el corazón humano! ¡Abandonarte a ti, a quien tanto quiero, de quien era inseparable, y aún así estar alegre! Sé que me lo perdonas. El resto de mis relaciones parecían seleccionadas por el destino para atemorizar a un corazón como el mío, ¿verdad? ¡La pobre Leonora! Y a pesar de todo yo era inocente. ¿Acaso pude evitar que se desatara la pasión en esa pobre alma mientras yo disfrutaba de amenas conversaciones con su encantadora hermana? Y sin embargo, ¿soy del todo inocente? ¿No he alimentado sus sentimientos? ¿No me he divertido con esas expresiones tan auténticas de su naturaleza que a menudo nos movían a risa pese a no tener nada de risibles? ¿Es que no…? ¡Oh, quién es el ser humano para quejarse de sí mismo! Voy a enmendarme, querido amigo, te prometo que voy a enmendarme, no quiero rumiar el poco mal que el destino dispone ante nosotros como he hecho siempre; quiero gozar del presente y que lo pasado permanezca en el pasado para mí. Es cierto, amigo, sólo Dios sabe por qué nos ha hecho así, pero el dolor sería menor entre los hombres si no ocuparan tan afanosamente la fuerza de su imaginación en rememorar los males pasados en lugar de soportar un sosegado presente.

Ten la bondad de decirle a mi madre que me estoy ocupando de su asunto de la mejor manera posible y que en breve le enviaré noticias al respecto. He hablado con mi tía y no se parece, ni de lejos, a esa mujer malvada de la que se habla en nuestra casa. Es una señora alegre y apasionada y tiene un gran corazón. Le expuse el disgusto que le ha causado a mi madre el que retuviera una parte de la herencia. Ella me explicó sus motivos y las condiciones bajo las cuales estaría dispuesta a devolverlo todo, incluso más de lo que le exigimos. En resumen: ahora no puedo contar más, pero dile a mi madre que todo saldrá bien. Y en esta pequeña tarea he vuelto a descubrir, querido amigo, que los equívocos y el rencor producen tal vez más extravíos que la picardía y la maldad. Al menos estas dos últimas son más raras.

Por lo demás aquí me encuentro en la gloria. La soledad en esta región paradisíaca es un bálsamo delicioso para mi espíritu, y toda la riqueza de esta estación juvenil anima mi corazón, a menudo demasiado frío. Cada árbol, cada seto, es un ramillete de flores y uno siente el deseo de convertirse en abejorro para poder flotar en ese mar de encantadores aromas y encontrar alimento en él.

La ciudad en sí es desagradable, contrastando con la indescriptible belleza natural que la rodea. Esto fue lo que movió al fallecido conde de M. a disponer un jardín sobre una de las colinas que se entrecruzan de manera hermosa y diversa, moldeando los más encantadores valles. El jardín es sencillo, y desde la entrada se percibe que su diseño no es debido a un jardinero que sigue tendencias científicas, sino a un corazón sensible que pretendía encontrar disfrute allí. Ya he vertido algunas lágrimas por el difunto en el pequeño cenador derruido que constituía su lugar predilecto, y que ahora es también el mío. Pronto seré amo y señor del jardín; le caigo simpático al jardinero, a quien conozco sólo desde hace un par de días, y no me lo tomará a mal.

10 de mayo

Mi alma está inundada de una maravillosa alegría comparable a las dulces mañanas de primavera que disfruto ahora con todo mi corazón. Estoy solo y disfruto de mi vida en esta región, que parece ideada para espíritus como el mío. Soy tan feliz, amigo mío, estoy tan inmerso en esta plácida existencia, que mi arte se resiente. Ahora no podría dibujar ni un solo trazo y nunca he sido mejor pintor. Cuando el encantador valle vaporea a mi alrededor y el sol, desde lo alto, roza la superficie de la impenetrable oscuridad de mi bosque, adentrándose sólo algunos rayos furtivos en el santuario interno, me echo sobre la mullida hierba junto a las aguas descendientes del arroyo y, al estar tan cerca de la tierra, la infinita variedad de hierbas me resulta extraña; cuando percibo el pulular de ese pequeño mundo que habita entre las briznas, las incontables y misteriosas figuras de los pequeños gusanos; cuando siento a los mosquitos acercarse a mi corazón y advierto la presencia del Todopoderoso que nos creó a su imagen, el aliento del Ser que ama a todas las criaturas y que nos lleva y nos mantiene en un gozo eterno… ¡Amigo mío! Y cuando más tarde anochece ante mis ojos y tanto el mundo a mi alrededor como el cielo reposan en mi espíritu como si fueran la imagen de una amada, entonces a menudo me invade la nostalgia y pienso: «¡Ay, si tan sólo pudieras expresarlo, si pudieras insuflar al papel lo que habita en ti con tanto fuego, con tanta plenitud, de manera que reflejara tu alma como tu alma es espejo del Dios eterno!» Amigo mío… Pero sucumbo, caigo derrotado bajo la formidable belleza de estas visiones.

12 de mayo

No sé si en esta región flotan espíritus que me confunden o si es la cálida y celestial fantasía que reposa en mi corazón, la que dota de apariencia paradisíaca a todo lo que me rodea. Cerca de aquí hay una fuente, una fuente a la que estoy unido como Melusina a sus hermanas. Desciendes por una pequeña ladera y te encuentras ante un arco del que parten unos veinte escalones que van a dar a unas rocas de mármol de donde brota el agua más cristalina. El pequeño murete que hace de orla, los altos árboles que rodean el lugar y lo guarnecen, el frescor del sitio: todo esto tiene algo que me atrae, que me hace estremecer. No hay día en el que no pase una hora allí sentado. Entonces se acercan las muchachas de la ciudad a buscar agua, la más inocente y necesaria de las tareas que antaño desempeñaban las mismas hijas de los reyes. Mientras estoy allí sentado, la idea patriarcal adquiere tal viveza en mi interior que me parece que todos los patriarcas concurren juntos a la fuente y celebran allí sus matrimonios, y que alrededor de las fuentes y los manantiales flotan espíritus bienhechores. Ah, quien no comprenda esta sensación es que no ha disfrutado del frescor de una fuente tras un largo día de verano caminando.

13 de mayo

¿Me preguntas si debes enviarme mis libros? ¡Amigo, por el amor de Dios, mantenlos alejados de mí! Ya no quiero que nada me dirija, me anime o me alegre; este corazón ya bulle lo suficiente por sí solo. Necesito canciones de cuna y las he encontrado en toda su plenitud en mi Homero. ¡Cuán a menudo arrullo mi sangre enardecida hasta que se tranquiliza, pues no habrás visto nada tan desequilibrado, tan inestable como este corazón! ¡Querido amigo! ¿Hace falta que te lo diga a ti, que a menudo has soportado la carga de verme pasar de la aflicción al enardecimiento y de una dulce melancolía a un apasionamiento pernicioso? Yo también trato a mi corazón como a un niño enfermo; cualquier deseo le es concedido. No le cuentes esto a nadie; hay gente que podría tomármelo a mal.

15 de mayo

Las personas humildes del lugar ya me conocen y me quieren, especialmente los niños. Ha sido una experiencia triste. Cuando al principio me acercaba a ellos y les preguntaba amigablemente sobre esto y aquello, algunos creían que quería burlarme de ellos y me despachaban de manera grosera. No me desanimé, pero sentía con mayor viveza algo que ya había notado a menudo: la gente de cierto estado mantiene siempre una fría distancia con el pueblo llano, como si creyeran perder algo si se acercan; y también hay personas ligeras, y graciosos malintencionados que aparentan rebajarse para hacer más llamativa su superioridad sobre el pobre pueblo.

Sé bien que no somos iguales ni podemos serlo; no obstante, pienso que, aquellos que consideran necesario alejarse de eso que llaman el populacho para que les sigan teniendo respeto, son tan reprobables como un cobarde que se oculta de sus enemigos porque teme que lo derroten.

El otro día fui a la fuente y encontré a una sirviente joven que había dejado su cántaro sobre el escalón más bajo y miraba a su alrededor por si aparecía alguna camarada que la ayudara a ponérselo sobre la cabeza. Me acerqué a ella y la miré. «¿Quiere que la ayude, señorita?», dije. Se puso coloradísima. «¡Oh, no, señor!», dijo. «No es ninguna molestia». Se colocó el rodete y la ayudé. Me dio las gracias y se alejó.

17 de mayo

He conocido a todo tipo de gente, pero aún no he encontrado compañía. No sé qué es lo que hay en mí que resulta atractivo a los demás; muchos me aprecian y me tienen cariño, y a mí me duele cuando nuestros caminos coinciden tan sólo durante un breve trecho. Si me preguntas cómo es la gente aquí, te diré que como en todas partes. El género humano tiene algo uniforme. La mayoría dedica la mayor parte del tiempo a vivir, y la pizca de libertad que le resta, le provoca tanto temor que procura librarse de ella por todos los medios. ¡Ay del destino humano!

 

No obstante son buenas personas. A veces, cuando me olvido de mí, cuando disfruto alguna vez de las alegrías que aún se les brindan a los hombres, de una conversación divertida y franca en torno a una mesa puesta con esmero, de un paseo, un baile organizado en el momento oportuno y cosas así, me doy cuenta del beneficioso efecto que tiene todo esto en mí; tan sólo he de olvidar que en mi interior descansan muchas otras fuerzas que se corrompen por falta de uso y que debo ocultar cuidadosamente. ¡Ay, esto oprime tanto el corazón! Y, sin embargo, el que no nos comprendan forma parte del destino de los que son como nosotros.

¡Ay, la amiga de mi juventud ya no está! ¿Por qué llegué a conocerla? Tendría que decirme: ¡Eres un necio! ¡Buscas aquello que no puede encontrarse en esta vida! Pero la tuve, sentí su corazón, el espíritu sublime en cuya presencia yo tenía la sensación de ser más de lo que era, porque era todo lo que podía ser. ¡Dios bendito! ¿Había alguna fuerza en mi alma a la que no diera uso? ¿Es que en su presencia no podía desarrollar esa sensación tan maravillosa de que mi corazón abarcaba toda la naturaleza? ¿Nuestra relación no era un eterno tapiz de las sensaciones más delicadas y el humor más agudo, cuyas variaciones hasta la travesura estaban todas marcadas por la impronta de la genialidad? ¡Y ahora! Ay, los años que me aventajaba la llevaron a la tumba antes que a mí. Nunca la olvidaré, nunca olvidaré su firme inteligencia y su divina tolerancia.

Hace algunos días me encontré con el joven V., un chico abierto con un rostro muy agraciado. Acaba de llegar de la academia y no se considera especialmente sabio, aunque cree saber más que otros. Demostró, en muchos pequeños detalles, que ha trabajado duro: en resumen, tiene algunos conocimientos. Como había oído que yo dibujaba a menudo y que sabía griego (dos cosas extrañísimas en este lugar), se acercó a mí e hizo alarde de toda clase de conocimientos, de Batteux a Wood, de Piles a Winckelmann, y me aseguró que se había leído la primera parte de la teoría de Sulzer y que tenía en su poder un manuscrito de Heyne sobre el estudio de la antigüedad. Decidí no meterme en discusiones.

He conocido además a un buen hombre, un corregidor del príncipe, una persona franca y abierta. Cuentan que es toda una alegría verle con sus nueve hijos; las alabanzas son especialmente efusivas a propósito de su hija mayor. Me ha pedido que vaya a verlo y tengo pensado visitarlo próximamente. Vive en un pabellón de caza del príncipe que dista hora y media de aquí, lugar al que se mudó tras la muerte de su esposa. El príncipe le concedió su permiso porque la estancia aquí en la ciudad y en el corregimiento le causaba demasiado dolor.

También se han cruzado en mi camino algunos personajes originales y caricaturescos en los que todo es insoportable, aunque lo más intolerable de todo son sus muestras de amistad.

¡Hasta pronto! La carta te parecerá bien, está cargada de historias.

22 de mayo

El que la vida de los seres humanos sólo es un sueño es una impresión que ya han tenido algunos, y también a mí me ronda siempre esa sensación. Cuando observo las limitaciones en las que están encerradas las fuerzas creadoras e indagadoras de los hombres; cuando veo cómo toda la eficacia va encaminada a satisfacer unas necesidades cuyo único fin es alargar nuestra pobre existencia, y que la tranquilidad de la que creemos disfrutar respecto a ciertos puntos de la investigación no es más que una resignación soñadora, ya que únicamente decora con figuras de colores y luminosos paisajes las paredes entre las que nos encontramos presos; todo esto, Wilhelm, me vuelve taciturno. ¡Me encierro en mí mismo y encuentro un mundo! Vuelvo a basarme más en suposiciones y en oscuros deseos que en realidades y fuerzas vivas. Y entonces todo se desvanece ante mis sentidos y después regreso al mundo sonriendo con estos sueños.

Todos los maestros de escuela y los preceptores más experimentados coinciden en que los niños no saben por qué quieren las cosas; pero también los adultos van dando tumbos sobre la tierra y, como aquéllos, tampoco saben de dónde vienen ni a dónde van y carecen de una auténtica finalidad, por lo que se dejan regir por medio de galletas, bizcochos y pasteles: a nadie le gusta creer esto, pero tengo la impresión de que es algo evidente.

Sé lo que me dirías y por eso admito que los más dichosos son aquellos que pasan el día como niños, paseando sus muñecas a las que visten y desvisten, que rondan con gran respeto el cajón donde mamá ha guardado los dulces y que, cuando al fin consiguen lo que desean, lo devoran a dos carrillos y gritan pidiendo más. Éstas son criaturas felices. También son felices aquellos que les dan títulos rimbombantes a sus trabajillos o a sus aficiones y las consideran empresas colosales para la salud y el bien del género humano

¡Afortunado aquel que puede ser así! Pero quien reconoce humildemente cuál es el fin de las cosas, quien ve entonces con cuánto cuidado sabe podar su jardín cualquier ciudadano acomodado hasta convertirlo en un paraíso, y ve también al infeliz que se arrastra con perseverancia por un camino carente de dignidad, y sabe que tanto uno como el otro están interesados de igual manera en contemplar durante un minuto más la luz del sol… Sí, éste guarda silencio y también crea su propio mundo interior, y también es feliz porque es hombre. Y sin embargo, pese a sus limitaciones, mantiene en su corazón la dulce sensación de la libertad, porque puede abandonar esta prisión cuando lo desee.

26 de mayo

Conoces desde hace tiempo mi costumbre de construirme un pequeño refugio en algún lugar acogedor y alojarme allí pese a todas las estrecheces. Aquí también he encontrado un rincón que me ha resultado atractivo.

Aproximadamente a una hora de la ciudad hay un lugar al que llaman Wahlheim. Su situación junto a una colina es muy interesante, y cuando se desciende al pueblo por el camino puede divisarse todo el valle. Una buena posadera, atenta y lozana para su edad, sirve vino, cerveza y café; y lo mejor de todo son dos tilos que cubren con sus amplias ramas el cementerio de la iglesia, que está rodeada de casas de campesinos, graneros y patios. No me ha sido fácil encontrar un lugar tan acogedor, tan íntimo, y mando que me traigan mi silla y mi mesa desde la posada y allí bebo mi café y leo a mi Homero. La primera vez que acabé por casualidad bajo los tilos en una hermosa mañana, encontré la plaza desierta. Todos estaban en el campo; sólo un muchacho de unos cuatro años estaba sentado sobre la tierra y tenía sujeto entre sus pies a otro de aproximadamente medio año, estrechándolo con ambos brazos contra su pecho, de forma que le servía a modo de sillón, y allí estaba sentado con absoluta tranquilidad, si exceptuamos la viveza con la que miraba a su alrededor con sus negros ojos. Me agradó la imagen: me senté sobre un arado que se encontraba enfrente y con gran placer dibujé la posición fraternal. Añadí una empalizada cercana, la puerta de un pajar y algunas ruedas de carro rotas, todo tal como estaba, y tras una hora me di cuenta de que había completado un dibujo de gran interés sin haber añadido nada de mi cosecha. Esto reforzó mi propósito de limitarme en el futuro a representar únicamente la naturaleza. La riqueza que ofrece por sí sola es inagotable y únicamente ella es capaz de formar a los grandes artistas. A favor de las reglas puede decirse mucho, aproximadamente lo mismo que se puede decir en favor de la sociedad burguesa. Quien se forme siguiéndolas no producirá nunca nada desagradable o realmente malo, así como alguien que se deje modelar según las leyes y las buenas costumbres no se convertirá nunca en un vecino insoportable o un destacado bellaco; pero por el contrario, y digan lo que digan, todas estas reglas también destruirán la sensibilidad sincera por la naturaleza y su auténtica expresión. ¡Dime que esto es demasiado duro! Que sólo limita, que poda los sarmientos demasiado exuberantes y otros razonamientos similares. Querido amigo, ¿quieres que te ponga un símil? Es como con el amor. Un corazón joven está profundamente enamorado de una muchacha, pasa todas las horas del día con ella, emplea todas sus fuerzas, toda su fortuna, para manifestarle a cada momento que se entrega por completo a ella. Y entonces llega un hombre de miras estrechas, una persona con un puesto público y le dice: «¡Querido señor! Amar es humano, pero tiene que adaptar su amor a lo humano. Divida sus horas dedicando algunas al trabajo y ofrezca las horas de descanso a su amada. Calcule su fortuna y no le censuraré que le haga algún regalo con lo que le quede después de cubrir sus necesidades, aunque no con excesiva frecuencia: por ejemplo, el día de su cumpleaños o de su santo». Si sigue estos consejos será un joven de provecho, y le recomendaría a cualquier señor que lo sentara al frente de alguna corporación. Pero significaría el final de su amor; y si es un artista, el final de su arte. ¡Oh, amigo mío! ¿Por qué la tempestad del genio se desata tan de tarde en tarde, adentrándose entre altas olas de espuma y estremeciendo su asombrado espíritu? Queridos amigos, el torrente del genio no se desata porque a ambas orillas viven tranquilos señores que perderían sus pabellones, sus campos de tulipanes y sus huertos y que por eso saben prevenir el peligro que les amenazará en el futuro con diques y presas.

27 de mayo

Veo que me he dejado llevar por el éxtasis del momento, los símiles y la declamación, y al hacerlo he olvidado contarte qué pasó con los niños. Estuve sentado sobre el arado unas dos horas, sumido en las sensaciones pictóricas que te presenté de forma fragmentaria en mi carta de ayer. Al atardecer, se aproxima a los niños, que no se habían movido un ápice en todo este tiempo, una mujer joven con un cestillo en el brazo y les grita desde lejos: «Philipps, has sido muy bueno». Me saludó, yo se lo agradecí, me levanté, y mientras me acercaba le pregunté si era la madre de los niños. Contestó que sí, y mientras le daba al mayor medio panecillo dulce, levantó al pequeño y lo besó con todo su amor maternal. Me dijo que le había confiado el pequeño a Philipps para que lo cuidase mientras ella iba a la ciudad con el mayor para comprar pan blanco, azúcar y una cazuela de barro. Vi todo en el cesto, cuya tapa se había caído. «Quería hacerle a mi Hans (ése era el nombre del más pequeño) una sopita para cenar; el bribón del mayor me rompió ayer la cazuela cuando se puso a pelear con Philipps por los restos de las gachas». Le pregunté por el mayor y apenas me había respondido que estaba en la pradera persiguiendo a unos gansos, cuando llegó de repente y le trajo al segundo una vara de avellano. Seguí conversando con la mujer y me enteré de que era la hija del maestro, y de que su marido había emprendido un viaje a Suiza para obtener la herencia de un primo. Me dijo que habían intentado engañarlo y que no habían respondido a sus cartas, así que acudió allí en persona. Esperaba que no le hubiera pasado nada malo, porque no había tenido noticias suyas. Me resultó difícil separarme de la mujer, le di una moneda a cada uno de los niños y le entregué otra a la madre para que le comprara un panecillo para la sopa al más pequeño si iba a la ciudad, y así nos despedimos.

Querido amigo, cuando soy incapaz de dominar mis sentidos, el tumulto se apacigua y suaviza al ver a una criatura así, que se enfrenta al estrecho círculo de su existencia con feliz serenidad, que trabaja para ir superando el día a día y que, al ver caer las hojas, sólo piensa que el invierno se acerca.

Desde aquel día salgo a menudo. Los niños se han habituado a mí, les doy azúcar cuando bebo café y comparten conmigo el pan con mantequilla y la leche amarga por las tardes. Los domingos nunca les falta una moneda, y si no estoy allí después de la oración, la posadera tiene orden de dársela.

Confían en mí, me cuentan todo tipo de cosas y disfruto especialmente al ver su apasionamiento y sus sencillos arrebatos de entusiasmo cuando se reúnen con otros niños del pueblo.

Me ha costado mucho esfuerzo convencer a la madre de que abandonara esa preocupación que tenía de que sus hijos, como decía, pudieran incomodar al señor.

30 de mayo

Lo que te dije recientemente de la pintura es también válido para el arte de la poesía. Se trata tan sólo de reconocer lo sublime y atreverse a expresarlo, y con tan poco queda dicho mucho. Hoy he vivido una escena que, escrita tal como sucedió, supondría el idilio más hermoso del mundo; sin embargo, ¿qué es eso de poesía, escena e idilio? ¿Es que siempre hay que ocuparse de pequeñeces cuando nos encontramos ante una manifestación de la naturaleza?

 

Si tras esta introducción esperas algo elevado y distinguido, estás de nuevo muy equivocado. No ha sido sino un muchacho campesino quien ha despertado en mí tan vivo interés. Te lo contaré mal, como acostumbro, y tú, creo que lo considerarás exagerado, como acostumbras; se trata de nuevo de Wahlheim, otra vez Wahlheim, la que origina estas singularidades.

Fuera, bajo los tilos, había un grupo bebiendo café. Como no me apetecía su compañía, puse un pretexto para mantenerme al margen. Un muchacho campesino acababa de llegar de una casa vecina y estaba ocupado arreglando algo en el arado que dibujé hace poco. Como me agradó su persona, le hablé, le pregunté por su vida y al poco ya nos habíamos presentado, y como me sucede a menudo con este tipo de gente, cogimos confianza. Me explicó que estaba al servicio de una viuda y que era ella quien lo mantenía. Me contó tantas cosas sobre ella y la alabó de tal forma que pronto pude darme cuenta de que estaba enamorado en cuerpo y alma. Ella ya no era joven, me dijo, y su primer marido la había tratado mal, por lo que ya no quería casarse, y en su narración daba a entender claramente lo hermosa, lo fascinante que le parecía y cuánto deseaba que lo eligiera para borrar el recuerdo de los errores de su primer esposo. Tendría que repetirla palabra por palabra para que pudieras ver la pureza de sus sentimientos, el amor y la fidelidad de esta persona. Sí, tendría que poseer el don de los grandes poetas para poder darle vida a la expresividad de sus gestos, la armonía de su voz, el secreto fuego de su mirada. No, ninguna palabra representa la delicadeza que había en sus maneras y en su forma de expresarse; todo lo que pudiera repetir resultaría tosco. Me emocionaron especialmente sus temores acerca de lo que yo pudiera pensar de su relación con alguien de distinta clase, y de que dudara de la honra de su amada. Sólo en el interior de mi alma puedo reproducir la fascinación que me produjo oírle hablar de su figura, de su cuerpo, que lo atraía poderosamente y lo encadenaba a ella a pesar de carecer del atractivo de la juventud. En toda mi vida nunca había visto un deseo tan urgente ni un ansia tan apasionada y de tanta pureza; incluso puedo decir que ni siquiera en mis pensamientos o en mis sueños había imaginado pureza tal. No me reprendas si te digo que al recordar esta inocencia y esta sinceridad, mi alma arde en lo más profundo, y que la imagen de esta fidelidad y esta delicadeza me acompañará a todas partes, y que yo mismo, inflamado por ella, también suspiro y languidezco.

Ahora quiero buscarla y verla lo antes posible, aunque, si lo pienso mejor, creo que la evitaré. Es preferible verla a través de los ojos de su enamorado; quizás ante mis propios ojos no tenga la misma apariencia que tiene ahora ante los ojos de mi espíritu, así que, ¿por qué estropearme tan bella imagen?

16 de junio

¿Por qué no te escribo? ¡Y tú me lo preguntas a pesar de ser tan sabio! Deberías suponer que me encuentro bien y que… En resumen, he conocido a alguien que tengo dentro del corazón. He… no lo sé.

Será difícil contarte de manera ordenada cómo es posible que haya conocido a una de las criaturas más adorables que existen. Me siento satisfecho y feliz, por lo que no seré un buen narrador.

¡Un ángel! Bueno, esto es lo que cualquiera dice de su amada, ¿verdad? Y sin embargo soy incapaz de describirte su perfección y por qué es perfecta; baste con decirte que ha cautivado todo mi ser. Tanta sencillez y tanto entendimiento, tanta bondad junto a tanta firmeza, y la serenidad de espíritu en la vida real y en todo lo que hace…

Cuanto te diga de ella no es más que un desagradable desatino, abstracciones fastidiosas que no representan ni un solo rasgo de su ser. En otra ocasión… no, no será en otra ocasión, te lo contaré ahora mismo. Si no lo hago ahora, no lo haré nunca, ya que, entre nosotros, desde que empecé a escribir, he estado a punto de soltar la pluma tres veces, de mandar ensillar mi caballo y partir a galope. Y a pesar de que esta mañana me juré que iría a verla, a cada minuto me acerco a la ventana para ver a qué altura se encuentra aún el sol.

No he podido resistirme, tenía que ir a su encuentro. Aquí estoy de nuevo, Wilhelm, cenando pan con mantequilla y dispuesto a escribirte. ¡Qué bienestar le aporta a mi alma el verla rodeada de esos niños adorables y alegres que son sus ocho hermanos!

Si sigo así, al final sabrás tan poco como al principio. Así que presta atención, que me esforzaré por entrar en detalles.

Hace poco te escribí cómo había conocido al corregidor S. y cómo me había pedido que lo visitara en su retiro espiritual, o mejor dicho, en su pequeño reino. Lo fui dejando y quizá nunca hubiera ido si la casualidad no me hubiera descubierto el tesoro que yacía oculto en aquella tranquila región.

Nuestros jóvenes habían organizado un baile en el campo, al que yo acudí gustoso. Le ofrecí mi compañía a una muchacha del lugar bella y bondadosa, aunque bastante anodina, y acordamos que cogería un coche, acudiría al lugar de la fiesta con mi bailarina y su prima y por el camino recogería a Charlotte S. «Vas a conocer a una hermosa dama», me dijo mi acompañante mientras cruzábamos un extenso bosque talado cercano al pabellón de caza.

«Ten cuidado, –me advirtió la prima–, no te vayas a enamorar». «¿Por qué?», dije yo. «Ya está prometida, –respondió aquélla–, con un hombre muy formal que se encuentra de viaje para arreglar algunos asuntos, porque su padre ha muerto y quiere alcanzar una posición respetable». Acogí el comentario con bastante indiferencia.

El sol distaba aún un cuarto de hora de la cima de las montañas cuando nos detuvimos ante las puertas del patio. Hacía mucho bochorno y las damas expresaron su preocupación por la tormenta que parecía concentrarse en el horizonte formando nubecillas grisáceas y cargadas de lluvia. Disipé su miedo simulando tener conocimientos meteorológicos, aunque yo mismo comenzaba a temer que nuestra fiesta acabaría pasada por agua.

Acababa de bajar del coche cuando una doncella que vino hasta la puerta nos rogó que tuviéramos la bondad de aguardar unos instantes: mademoiselle Lotte vendría de inmediato. Atravesé el patio tras la casa, de hermosa construcción, y cuando ascendí por la escalera que allí se encontraba y crucé la puerta, descubrí la escena más encantadora que he visto nunca. En la antesala pululaban seis niños de dos a once años alrededor de una muchacha de hermosa figura y mediana altura que llevaba un vestido blanco y sencillo, con cintas rojo pálido en el pecho y los brazos. Tenía una hogaza de pan negro y le cortaba una rebanada proporcional a su edad y apetito a los pequeños que tenía a su alrededor; se las entregaba con la mayor amabilidad y todos le daban espontáneamente las gracias mientras estiraban sus manitas hacia arriba, antes, incluso, de que las hubiese cortado, y salían dando saltos con su trozo de pan; si su carácter era más calmado, se acercaban tranquilamente a la puerta del patio para ver a los extraños y el coche en el que debía partir su querida Lotte. «Les ruego que me perdonen, –dijo– por haberlos obligado a entrar y hacer esperar a las damas. Ocupada en vestirme y en dar toda clase de instrucciones para la casa durante mi ausencia, he olvidado prepararles a los niños su cena y no quieren que nadie que no sea yo les corte el pan». Le hice una alabanza distraída, pues toda mi alma estaba concentrada en su figura, su tono, en su comportamiento. Tuve el tiempo justo de recuperarme de la sorpresa cuando entró en una habitación para coger sus guantes y su abanico. Los pequeños me observaban de soslayo a cierta distancia y yo me acerqué al más pequeño, un niño con un rostro de lo más agraciado. Retrocedió justo cuando Lotte salía por la puerta y decía: «Louis, dale la mano al señor primo». El niño lo hizo de muy buena gana y no pude evitar besarlo con el mayor cariño a pesar de su naricilla llena de mocos. «¿Primo? –dije mientras le ofrecía mi mano–, ¿crees que merezco la suerte de ser pariente suyo?». «Oh –dijo ella con una sonrisa despreocupada–, tenemos muchos primos, y lamentaría que usted fuera peor que ellos». Mientras caminaba, le encargó a Sophie, una muchacha de unos once años que era la hermana mayor después de ella, que cuidara de los niños y que le diera recuerdos a papá cuando regresara a casa después de su paseo a caballo. A los menores les dijo que debían obedecer a Sophie como si fuera ella misma y algunos se lo prometieron formalmente. Pero una rubia sabiondilla de seis años dijo: «Pero no lo es; Lotte, nosotros te preferimos a ti». Los dos muchachos mayores se habían encaramado a la parte de atrás del coche y, por petición mía, su hermana les permitió que viajaran con nosotros hasta antes de llegar al bosque si prometían no hacer el tonto y agarrarse muy fuerte.

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