Pañuelo amarillo

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Pañuelo amarillo


Pañuelo amarillo (1900) Jack London

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Traducción: Benito Romero

Edición: Abril 2021

Imagen de portada: Rawpixel

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  Portada

2  Página Legal

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La bahía de San Francisco es tan vasta, que a menudo sus tempestades se revelan más desastrosas para los grandes navíos que las que desencadena el propio océano. Sus aguas contienen toda clase de peces, por lo que su superficie se ve continuamente cruzada por toda clase de barcos de pesca pilotados por toda clase de pescadores. Para proteger a la fauna marina contra una población flotante tan abigarrada se han promulgado unas leyes llenas de sabiduría, y una Patrulla de la Pesca vela por su cumplimiento.

La vida de los patrulleros no carece ciertamente de emociones: muchos de ellos han encontrado la muerte en el cumplimiento de su deber, y un número más considerable todavía de pescadores, cogidos en delito flagrante, han caído bajo las balas de los defensores de la ley.

Los pescadores chinos de gambas se encuentran entre los más intrépidos de estos delincuentes. Las gambas viven en grandes colonias y se arrastran sobre los bancos de fango. Cuando se encuentran con el agua dulce en la desembocadura de un río, dan media vuelta para volver al agua salada. En estos sitios, cuando el agua se extiende y se retira con cada marea, los chinos sumergen grandes buitrones: las gambas son atrapadas para ser seguidamente transferidas a la marmita.

En sí misma, esta clase de pesca no tendría nada de reprensible, si no fuera por la finura de las mallas de las redes empleadas; la red es tan apretada que las gambas más pequeñas, las que acaban de nacer y que ni tan siquiera miden un centímetro de largo, no pueden escapar. Las magníficas playas de los cabos San Pablo y San Pedro, donde hay pueblos enteros de pescadores de gambas, están infestadas por la peste que producen los desechos de la pesca. El papel de los patrulleros consiste en impedir esta destrucción inútil.

A los dieciséis años, yo ya era un buen marino y navegaba por toda la bahía de San Francisco a bordo del Reindeer, un balandro de la Comisión de Pesca, ya que entonces yo pertenecía a la famosa patrulla.

Después de un trabajo agotador entre los pescadores griegos de la parte superior de la bahía, donde demasiado a menudo el destello de un puñal resplandecía al comienzo de una trifulca, y donde los contraventores de la ley no se dejan arrastrar más que con el revólver bajo la nariz, acogimos con gozo la orden de dirigirnos un pico más hacia el sur para dar caza a los pescadores chinos de gambas.

Éramos seis, en dos barcos, y, con el fin de no despertar ninguna sospecha, esperamos al crepúsculo antes de ponernos en ruta. Lanzamos el ancla al abrigo de un promontorio conocido bajo el nombre de cabo Pinole. Cuando los primeros resplandores del alba palidecían en Oriente, emprendimos de nuevo nuestro viaje, y ciñendo estrechamente el viento de tierra, atravesamos oblicuamente la bahía hacia el cabo San Pedro. La bruma matinal, espesa por encima del agua, nos impedía cualquier cosa, pero nos calentábamos tomando café hirviendo. Debimos igualmente entregarnos a la ingrata tarea de achicar el agua de nuestro barco; en efecto, se había abierto una vía a bordo del Reindeer.

Aún ahora no me explico cómo se había producido, pero pasamos la mitad de la noche desplazando lastre y explorando las juntas, sin hacer ningún progreso. El agua continuaba entrando, tuvimos que doblar la guardia en la cabina y continuamos echándola por la borda.

Después del café, tres de nuestros hombres subieron a la otra embarcación, una barca para la pesca del salmón, y sólo nos quedamos dos en el Reindeer. Los dos barcos navegaron juntos hasta que el sol apareció en el horizonte dispersando la bruma: la flotilla de pescadores de gambas se desplegaba en forma de media luna, cuyas puntas distaban cinco kilómetros una de otra. Cada junco estaba amarrado a la boya de una red para gambas. Pero nada se movía y no se distinguía ningún signo de vida.

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