El silencio blanco

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El silencio blanco


El silencio blanco (1898) Jack London

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Traducción: Benito Romero

Edición: Abril 2021

Imagen de portada: Rawpixel

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  Portada

2  Página Legal

3  .

.

Carmen no durará más de un par de días.

Mason escupió un trozo de hielo y observó compasivamente al pobre animal. Luego se llevó una de sus patas a la boca y comenzó a arrancarle a bocados el hielo que cruelmente se apiñaba entre los dedos del animal.

—Nunca vi un perro de nombre presuntuoso que valiera algo —dijo, concluyendo su tarea y apartando a un lado al animal—. Se extinguen y mueren bajo el peso de la responsabilidad. ¿Viste alguna vez a uno que acabase mal llamándose Casiar, Siwash o Husky? ¡No, señor! Échale una ojeada a Shookum, es...

¡Zas! El flaco animal se lanzó contra él y los blancos dientes casi alcanzaron la garganta de Mason.

—Conque sí, ¿eh?

Un hábil golpe detrás de la oreja con la empuñadura del látigo tendió al animal sobre la nieve, temblando débilmente, mientras una baba amarilla le goteaba por los colmillos.

—Como iba diciendo, mira a Shookum, tiene brío. Apuesto a que se come a Carmen antes de que acabe la semana.

—Yo añadiré otra apuesta contra ésa —contestó Malemute Kid, dándole la vuelta al pan helado puesto junto al fuego para descongelarse—. Nosotros nos comeremos a Shookum antes de que termine el viaje. ¿Qué te parece, Ruth?

La india aseguró la cafetera con un trozo de hielo, paseó la mirada de Malemute Kid a su esposo, luego a los perros, pero no se dignó responder. Era una verdad tan palpable, que no requería respuesta. La perspectiva de trescientos kilómetros de camino sin abrir, con apenas comida para seis días para ellos, y sin nada para los perros, no admitía otra alternativa. Los dos hombres y la mujer se agruparon en torno al fuego y empezaron su parca comida. Los perros yacían tumbados en sus arneses, pues era el descanso de mediodía, y observaban con envidia cada bocado.

—A partir de hoy no habrá más almuerzos —dijo Malemute Kid—. Y tenemos que mantener bien vigilados a los perros... Se están poniendo peligrosos. Si se les presenta oportunidad, se comerán a uno de los suyos en cuanto puedan.

—Y pensar que yo fui una vez presidente de una congregación metodista y enseñaba en la catequesis...

Habiéndose desembarazado distraídamente de esto, Mason se dedicó a contemplar sus humeantes mocasines, pero Ruth le sacó de su ensimismamiento al llevarle el vaso.

—¡Gracias a Dios tenemos té en abundancia! Lo he visto crecer en Tennessee. ¡Lo que daría yo por un pan de maíz caliente en estos momentos! No hagas caso, Ruth; no pasarás hambre por mucho tiempo más ni tampoco llevarás mocasines...

Al oír esto, la mujer abandonó su tristeza y sus ojos se llenaron del gran amor que sentía por su señor blanco... El primer hombre blanco que había visto... El primer hombre conocido que trataba a una mujer como algo más que un animal o una bestia de carga.

—Sí, Ruth —continuó su esposo, recurriendo a la jerga macarrónica con la que sólo se podían entender—. Espera a que recojamos y partamos hacia El Exterior. Tomaremos la canoa del Hombre Blanco e iremos al Agua Salada. Sí, malas aguas, tempestuosas... Grandes montañas que danzan subiendo y bajando todo el tiempo. Y tan grande, tan lejos, tan lejos... Viajas diez jornadas, veinte jornadas, cuarenta jornadas —enumeró gráficamente los días con sus dedos—; siempre agua, malas aguas. Entonces llegas a un gran poblado, mucha gente, tanta, como los mosquitos del próximo verano. Tiendas tan altas... Como diez, veinte pinos. ¡Hi, yu skookum!

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