El pagano

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El pagano


El pagano (1900) Jack London

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Edición: Abril 2021

Imagen de portada:

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  Portada

2  Página Legal

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Lo conocí en una tempestad, y aunque la capeamos en la misma goleta, sólo lo vi cuando ésta se hizo pedazos bajo nuestros pies. No cabe duda de que lo había visto con el resto de la tripulación kanaka a bordo, pero no tuve conocimiento consciente de su existencia, pues la Petite Jeanne se encontraba más bien atestada. Además de sus ocho o diez marineros kanakas, su capitán blanco, el primer oficial y el sobrecargo, y sus seis pasajeros de camarote, zarpó de Rangiroa con algo así como ochenta y cinco pasajeros de cubierta, gente de las Paumoto y tahitianos, hombres, mujeres y niños, cada uno con una caja de mercancías, para no hablar de las esteras para dormir, las mantas y los atados de ropas.

La temporada de pesca de perlas en las Paumoto había terminado y todos los pescadores regresaban a Tahití. Los seis pasajeros de camarote éramos compradores de perlas. Dos eran norteamericanos, uno era Ah Choon (el chino más blanco que jamás conocí), uno alemán, uno judío polaco y yo completaba la media docena.

Había sido una temporada próspera. Ninguno de nosotros tenía motivos para quejarse, y tampoco ninguno de los ochenta y cinco pasajeros de cubierta. A todos les había ido bien y todos anhelaban un descanso y pasarla bien en Papeete.

Es claro que la Petite Jeanne estaba sobrecargada. Sólo tenía setenta toneladas y no podía llevar un diezmo de la multitud que trasportaba a bordo. Debajo de las escotillas se hallaba repleta de madreperla y copra. Era un milagro que los marineros pudieran manejarla. Imposible moverse por los puentes. Se trepaban a las barandas y circulaban por ellas de un lado a otro.

Por la noche caminaban sobre los durmientes, quienes alfombraban la cubierta, lo juro, en una doble capa. Ah, y además había en cubierta cerdos y gallinas, y sacos de ñame, en tanto que todos los lugares concebibles se hallaban festoneados de hileras de cocos y de racimos de plátanos. A ambos lados, entre los obenques de proa y mayor, se habían tendido cuerdas, lo bastante bajas para que la botavara de proa se balancease con libertad, y de cada una de las cuerdas colgaban por lo menos cincuenta racimos de plátanos.

Prometía ser una travesía engorrosa, aunque la hiciéramos en los dos o tres días que harían falta si hubieran soplado los alisios del sudeste. Pero no soplaban con fuerza. Después de las cinco primeras horas, se redujeron a lo que podría conseguirse con un par de docenas de abanicos. La calma continuó toda la noche y al día siguiente; una de esas calmas inmóviles, vítreas, en que el solo pensamiento de abrir los ojos para observarla basta para darle a uno dolor de cabeza.

El segundo día murió un hombre de las islas de Pascua, uno de los mejores buceadores de esa temporada en la laguna. Viruela... Eso fue, aunque no entiendo cómo pudo llegar la viruela a bordo, si no existían en tierra casos conocidos cuando salimos de Rangiroa. Pero ahí estaba: viruela, un hombre muerto y otros tres yacentes.

Nada se podía hacer. No podíamos segregar a los enfermos ni atenderlos. Estábamos apiñados como sardinas. No quedaba más que pudrirnos y morir; es decir, no hubo ya nada qué hacer después de la noche que siguió a la primera muerte. Esa noche, el primer oficial, el sobrecargo, el judío polaco y cuatro buceadores nativos se escurrieron en la ballenera. Nunca volvimos a oír hablar de ellos. Por la mañana, el capitán desfondó los botes restantes, y ahí estábamos.

Ese día hubo dos muertes; al siguiente, tres, y después saltaron a ocho. Era curioso ver cómo lo tomábamos. Los nativos, por ejemplo, cayeron en un estado de mudo e imperturbable temor. El capitán —se llamaba Oudouse, era francés— se volvió muy nervioso y voluble. En verdad tenía crispaciones. Era un hombrón carnoso, que pesaba por lo menos noventa kilos, y pronto se convirtió en fiel representación de una temblorosa montaña de jalea y grasa.

El alemán, los dos norteamericanos y yo compramos todo el whisky escocés y nos dedicamos a mantenernos borrachos. La teoría era hermosa: a saber, si nos conservábamos empapados en alcohol, cualquier germen de viruela que entrase en contacto con nosotros quedaría inmediatamente convertido en cenizas. Y la teoría funcionó, aunque debo confesar que ni el capitán Oudouse ni Ah Choon fueron atacados por la enfermedad. El francés no bebía, en tanto que Ah Choon se limitaba a un solo trago diario.

El tiempo era una hermosura. El sol, que se movía hacia su declinación septentrional, se encontraba encima de nosotros. No había viento, aparte de las frecuentes borrascas, que soplaban con ferocidad, entre cinco minutos y media hora, y terminaban empapándonos de lluvia. Después de cada borrasca, salía el espantoso sol y arrancaba nubes de vapor de los puentes cubiertos de agua.

El vapor no era bonito. Era el vapor de la muerte, cargado de millones y millones de gérmenes. Siempre bebíamos otro trago cuando lo veíamos subir desde los muertos y los moribundos, y por lo general bebíamos dos o tres más, y los preparábamos de una pureza excepcional. Además, nos tomábamos la costumbre de beber varios otros cada vez que arrojaban los muertos a los tiburones que merodeaban en nuestro derredor.

Pasó una semana y el whisky se terminó. Y fue mejor así, porque de lo contrario, no estaría vivo. Hacía falta un hombre sobrio para pasar por lo que siguió, y usted estará de acuerdo cuando mencione el hecho sin importancia de que sólo dos hombres se salvaron. El otro fue el pagano... Por lo menos así oí que lo llamaba el capitán Oudouse cuando tuve conciencia por primera vez de la existencia del pagano. Pero volvamos al relato.

Era el final de la semana, el whisky se había acabado y los compradores de perlas estaban sobrios, cuando se me ocurrió echar una mirada al barómetro que pendía en la escalera de cámara. Su registro normal en las Paumoto era de 29.90, y resultaba muy usual verlo oscilar entre 29.85 y 30.00, o inclusive 30.05; pero verlo como lo vi yo, en 29.62, era suficiente para infundir sobriedad en el más ebrio comprador de perlas que jamás haya incinerado microbios de viruela en whisky escocés.

Llamé la atención del capitán Oudouse al respecto y la única respuesta que recibí fue la información de que hacía varias horas que lo veía bajar. Había poco qué hacer, pero ese poco lo hizo muy bien, dadas las circunstancias. Arrió las velas ligeras, dejó el barco apenas con las lonas de tormenta, tendió líneas salvavidas y esperó el viento. Su error consistió en lo que hizo después de que llegó el viento.

Viró sobre la borda de babor, que era lo correcto al sur del Ecuador si, ése fue el problema, si uno no estaba en el trayecto del huracán.

Y nosotros estábamos en el trayecto directo. Lo vi por su firme aumento y por el descenso igualmente firme del barómetro. Le dije que virase y corriera el viento en la cuadra de babor, hasta que el barómetro dejara de caer, y que después se pusiese a la capa. Discutimos hasta que quedó reducido a un estado de histeria, pero no quiso moverse. Lo peor fue que no conseguí que los demás compradores de perlas me apoyaran. ¿Quién era yo, de todos modos, para saber, acerca del mar y sus costumbres, más que un capitán diplomado? Yo sabía que eso era lo que pensaban.

Es claro que las olas se elevaron espantosamente con el viento, y jamás olvidaré las tres primeras que cayeron sobre la Petite Jeanne. No obedecía al timón, como ocurre a veces con los barcos, cuando se los hace virar y la primera ola le dio de lleno. Las cuerdas salvavidas eran sólo para los fuertes y sanos, y de poco les sirvieron, ni siquiera a ellos, cuando las mujeres y los niños, los plátanos y los cocos, los cerdos y los cajones, los enfermos y los agonizantes, fueron barridos en una masa compacta, chillona y gimiente.

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