Demasiado Oro

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Demasiado Oro


Demasiado Oro (1900) Jack London

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Traducción: Benito Romero

Edición: Abril 2021

Imagen de portada:

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  Portada

2  Página Legal

3  .

.

Siendo ésta una historia —más real de lo que pudiera parecer— de una región minera, es de esperar que sea una narración de desdichas. Pero esto depende del punto de vista. Desdicha es un apelativo muy suave en lo que a Kink Mitchell y Hootchinoo Bill se refiere; y que ellos tienen una opinión formada en esta materia es ya cosa de dominio público en la región del Yukon.

Fue en el otoño de 1896 cuando los dos socios bajaron a la orilla este del Yukon y sacaron una canoa de Peterborough de un escondrijo cubierto de musgo. El aspecto de aquellos dos hombres era realmente desagradable. Después de un verano de exploración, abundante en privaciones y más bien escaso de alimentos, se habían quedado con la ropa hecha jirones y tan consumidos, que parecían cadáveres. Dos nubes de mosquitos zumbaban alrededor de sus cabezas. Llevaban el rostro recubierto de arcilla azulada. Cada uno guardaba una provisión de esta arcilla húmeda, y cuando se les secaba y caía de la cara, volvían a embadurnársela. Su voz revelaba a las claras el descontento y sus movimientos una irritabilidad que hablaba del sueño interrumpido y de la lucha inútil con aquellos pequeños diablos alados.

—Estos bichos hubieran sido mi muerte —gimoteó Kink Mitchell cuando la canoa, alcanzando la corriente, se apartaba de la ribera.

—¡Animo, ánimo! Ya se acabó —contestó Hootchinoo Bill, queriendo hacer cordial su voz fúnebre, que resultaba horrible—. Dentro de cuarenta minutos estaremos en Forty Mile y entonces... ¡Malditos diablejos!

Una de sus manos soltó el remo y cayó sobre el cogote en un ruidoso manotazo. Puso un nuevo emplasto de arcilla en la parte dañada, jurando furioso al mismo tiempo. A Kink Mitchell no le hizo la menor gracia. Únicamente aprovechó la oportunidad para cubrir con otra capa de arcilla su propio cogote.

Cruzaron el Yukon hacia la orilla opuesta, siguieron río abajo remando con desembarazo y, al cabo de cuarenta minutos, se deslizaron por la izquierda, rodeando la punta de una isla. Forty Mile se extendió de pronto ante ellos. Los dos hombres se enderezaron y contemplaron el espectáculo. Lo contemplaron larga y atentamente, mientras luchaban con la corriente, condensándose en sus semblantes una expresión de consternación y sorpresa. No salía una sola vedija de humo de los centenares de cabañas de troncos. No se oía el ruido de las hachas mordiendo la madera ni el de martillos y sierras. Delante del gran almacén no se veían hombres ni perros. No había barcos en la ribera, ni canoas, ni barcazas, ni botes de pértiga. El río estaba tan solitario de embarcaciones como la ciudad de vida.

—Parece como si hubiese pasado Gabriel haciendo sonar el cuerno y nos hubiese olvidado —advirtió Hootchinoo Bill.

Esta observación era casual, como si nada tuviese de insólito, igualmente que la réplica de Kink Mitchell, quien dijo:

—Parece como si todos hubieran sido Bautistas y, cogiendo los botes, se hubiesen marchado.

—Mi abuelo era Bautista —afirmó Hootchinoo Bill—; y sostenía siempre que por ahí se llegaba antes al Cielo.

Bajaron de la canoa y treparon por la elevada ribera. Al avanzar por las desiertas calles se fue apoderando de ellos una sensación de miedo. La luz del sol se derramaba plácidamente sobre la ciudad. Un vientecillo suave hacía golpear las cuerdas contra el mástil de la bandera frente a la puerta cerrada del Caledonia Dance Hall. Zumbaban los mosquitos, cantaban los petirrojos y correteaban hambrientos los gorriones entre las cabañas; pero no había ningún vestigio de vida humana.

—Me estoy muriendo de sed —dijo Hootchinoo Bill. Y su voz inconscientemente bajó de tono hasta convertirse en un ronco murmullo.

Su compañero asintió con la cabeza, para que su voz no perturbara la quietud. Andaban aprisa en medio de aquel silencio angustioso, cuando vieron con sorpresa una puerta abierta. Encima de ella, y ocupando toda la anchura del edificio, un tosco cartel anunciaba: Monte-Carlo. Junto a la puerta, un hombre tomaba el sol con el sombrero sobre los ojos y la silla inclinada hacia atrás. Era un anciano. Tenía la barba y el cabello blancos, largos y patriarcales.

—¡Juraría que es el viejo Jim Cummings, que vuelve como nosotros, pero demasiado tarde para la Resurrección! —dijo Kink Mitchell.

—Es más probable que no haya oído el cuerno de Gabriel —sugirió Hootchinoo Bill.

—¡Hola, Jim! ¡Despierta! —le gritó.

El viejo se levantó con torpeza, parpadeó y murmuró automáticamente:

—¿Qué desean los caballeros? ¿Qué desean?

Entraron tras él y se colocaron junto al largo mostrador, donde en otros tiempos apenas se daban reposo media docena de activos camareros. El gran salón, ordinariamente lleno de bullicio y de gente, estaba silencioso y oscuro como una tumba. No se oía ruido de vasos ni el rodar de las bolas de marfil. Las mesas de ruleta y de faraón se hallaban bajo sus fundas de lona, que parecían losas sepulcrales. Ya no salían del salón de baile alegres voces femeninas. Limpió el viejo Jim Cummings un vaso con sus manos de paralítico y Kink Mitchell garabateó sus iniciales en el polvo que cubría el mostrador.

—¿Dónde están las chicas? —preguntó Hootchinoo Bill con afectada alegría.

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