Morir sin permiso

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Morir sin permiso

Cubierta y diseño editorial: Éride, Diseño Gráfico

Dirección editorial: Ángel Jiménez

Edición eBook: enero, 2022

Morir sin permiso

© Ignacio R. Martín Vega

© Éride ediciones, 2020

Espronceda, 5

28003 Madrid

Éride ediciones

ISBN: 978-84-18848-61-2

Diseño y preimpresión: Éride, Diseño Gráfico

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.


Desde su primera novela su máxima pretensión ha sido la reflexión sobre la vida a través de sus personajes. Da lo mismo cuál sea la temática. El análisis de la sociedad y sus componentes es primordial para Ignacio Ramón Martín Vega. En esta novela se esfuerza en querer mostrar que la edad solo es un impedimento a la hora de perseguir sueños si no se está convencido de querer vivir con la debida premura. Hasta que no se produce el final de la existencia, siempre hay objetivos, metas y sueños a los que acudir.

Prólogo

Que nacemos para morir, todos lo sabemos, la pregunta es cuándo y cómo.

Queremos creer que moriremos de viejos y, aunque no hablemos del tema, deseamos una muerte dulce como dormir y no despertar del sueño. Pero ¿qué pasa cuando tienes la crónica de una muerte anunciada?

¿Sufrimos para nacer? Seguramente la mayoría sí, pero ningún recién nacido lo ha contado. ¿Se debe evitar el sufrimiento antes de morir? ¿Se puede reconocer como sufrimiento el de no querer una vida dependiente?

¿De quién es la vida?, ¿de Dios? ¿Y si no eres creyente?

La novela que estás a punto de leer te llevará de la mano de su protagonista a buscar respuesta a todas esas preguntas, cuestionándote muchas cosas. Asistirás como espectador de primera fila a los debates internos de Óscar, un hombre que vive intensamente y no concibe la vida supeditada a los demás.

Ignacio Ramón Martín Vega se pone bajo la piel de Óscar y te lleva a su noche oscura del alma.

Morir sin permiso es una historia tan terriblemente real que sentirás la desazón de los personajes y los razonamientos del protagonista en su determinación de negarse a una vida dependiente.

Querido lector, mientras dure la lectura de esta novela —y después de ella— te harás inevitablemente la pregunta de si llegado el caso, te situarías en la tesitura de Óscar o, por el contrario, aceptarías con resignación la fatídica lotería a la que jugamos todos, queramos o no.

Sin querer destripar la historia, comentar que el autor, en un momento dado, hace virar el barco llevando al lector a un escenario tan actual como inesperado.

De modo que... ¡pasajeros… suban al barco!

Julia Cortés Palma

Nota del autor

Esta novela ha sido escrita casi en su totalidad en el confinamiento por el coronavirus (COVID-19). El tema que trata este relato habla en términos generales sobre la vida y la muerte. Que a alguien le diagnostiquen una enfermedad como la ELA, por sí mismo es lo suficientemente impactante como para hablar sobre el enigma de la existencia, de la vida y de la muerte. Hacer este tipo de reflexiones puede ser algo «normal» en una persona que medita habitualmente sobre la existencia. La dificultad surge cuando hay que enfrentarse a la incógnita de la vida y de la muerte dentro de un estado de alarma, donde muchos conciudadanos nuestros están perdiendo la vida y los hospitales colapsan por la presión asistencial.

La mayoría de la ciudadanía está conviviendo con la incógnita de la evolución del coronavirus.

Quiero rendir un sentido homenaje a esas personas, sobre todo a nuestros mayores, quienes han perdido la vida. Espero que hayamos aprendido algo de esta circunstancia. En general, muchas personas veían las residencias para personas mayores como esos lugares donde nuestros mayores podían realizar aún una vida con cierta autonomía.

Se ha demostrado que hay que realizar protocolos eficaces para que no vuelva a originarse una masacre tan monstruosa en los centros para mayores.

D.E.P.

Alcalá de Henares, Julio de 2019

Se proyectaba la tarde tamizando los olores y colores veraniegos, madurando aquellas imprecisas turbaciones ocasionadas por una larga jornada laboral. Óscar había llegado a casa sumergido en sus embarazosos problemas. La vida de un trabajador por cuenta ajena en una compañía multinacional de telecomunicaciones no era nada agradable, aunque se viera disfrazada por una promoción interna en forma de «ascenso laboral» y cambio de categoría profesional, que hasta ese instante había sido de teleoperador. Siempre fue bien valorado por sus jefes. Óscar tenía un don: sabía solucionar los problemas de los siempre enojados clientes, que cuando llamaban lo hacían porque algo del producto que se les había ofrecido no estaba en buenas condiciones de uso o los regalos que se les prometían con esa promoción nunca llegaban. Tenía la virtud de calmar al disgustado usuario prometiéndole que se solucionaría aquel fastidioso error lo antes posible. De hecho, la dirección había incluido como ejemplo ciertas conversaciones grabadas de Óscar para mostrar a los empleados cómo debía ser el trato con el cliente.

Muchos ataques de ansiedad de los trabajadores del centro de atención telefónica venían producidos por una mala gestión a la hora de tratar con el público. Cuando la clientela llamaba a su departamento era para emitir quejas, así que se daba por hecho que cuando sonaba el teléfono, al otro lado del aparato habría alguien molesto. Siempre era desagradable, a no ser que cada día fuera una nueva oportunidad para marcarse un nuevo reto y así poder sacar lo mejor de sí. Él sabía que el teleoperador, como cualquier otro trabajador que tratase directamente con el público disgustado, no podía tomarse como personales los insultos que le referían. Estaba acostumbrado a que se cagasen en sus putos muertos o en su puta madre casi nada más iniciar la conversación, con el interlocutor sin siquiera haberle expuesto con exactitud la dimensión de su queja, y así poder solucionar el problema. Cierto que estas situaciones para nadie eran agradables, sin embargo, en los cursos de formación para el puesto de teleoperador ya les habían informado de que esta circunstancia sería el pan nuestro de cada día. Se les había instruido desde el principio para no tomarse los insultos como algo personal. Tenían que entender que estaban en un puesto de trabajo, les tocaba tratar de calmar a quien efectuaba la llamada y hacerle ver que la empresa sentía mucho su disgusto y empatizaba plenamente con su demanda. Por fortuna, no era siempre así; muchas veces, los días se sucedían sin tener que hablar con personas que les faltaran al respeto de forma grave y grosera.

Había asumido la responsabilidad de dirigir el centro de atención telefónica. Tenía a su cargo más de una docena de trabajadores. El aumento de sueldo no era proporcional con la ingente tarea de llevar a buen puerto todas las quejas de los usuarios.

Óscar vivía cerca del casco antiguo de Alcalá de Henares, en la parte más cercana a Los Cuatro Caños, en la calle Marqués de Alonso Martínez. La ciudad complutense era para él el sitio más bonito para vivir del mundo. Ahí estudió EGB, BUP, COU…, se rajó en la selectividad. Ahí conoció a la que fue, durante algo más de diez años, su mujer y donde, con posterioridad, puso fin a su deteriorado matrimonio. Hacía algo más de cinco años que vivía solo, sin plantearse la posibilidad de volver a emparejarse; disfrutaba de la emancipación. Era un hombre moderno y autosuficiente. Le apasionaba el cine, y aunque no se consideraba un experto cinéfilo, era un asiduo de las salas de cine y conocía bien el Centro Comercial «Cuadernillos».

Se jactaba de cocinar bien, y gracias a haber sido un alumno aventajado de YouTube, supo sorprender gratamente a alguna mujer cuando la invitaba a comer a casa.

Nació en agosto de 1977. A sus casi cuarenta y dos años, sabía que le quedaba lo mejor por vivir. No tenía ninguna prisa para que llegase alguien a su vida, no buscaba nada; se limitaba a vivir y a esperar algo que volviera a dar sentido a su vida. Era un hombre equilibrado, alegre, amigo de sus amigos, y también sabía envolverse en su soledad. Ella, la soledad, cuando era buscada, era una sensación muy gratificante para él.

Aunque tenía un perfil abierto en Facebook, no era persona que gastase demasiado tiempo en utilizarlo. Sí que era verdad que alguna vez compró algún libro desde ahí. Era curioso, el autor, al que compró alguno de sus títulos, primero le hacía llegar el ejemplar y después, una vez que lo tenía en la mano y siguiendo unas sencillas instrucciones, pagaba el importe del libro mediante ingreso bancario a una cuenta posteriormente proporcionada. Óscar pensaba que tendría que irle bien, ya que había vendido con ese método más de cincuenta mil ejemplares de toda su obra.

Tenía todo el fin de semana por delante. Era viernes,y se había propuesto tener un par de días de lo más relajado. Le había llamado Alberto para, el sábado por la tarde, echar una partida de mus en el bar de siempre, pero se disculpó y declinó la oferta. Lo bueno de jugar al mus con los amigos del instituto era que gastaban media tarde en contar batallitas de la época de estudiantes. Lo malo, que cuando bebían demasiado se ponían muy cansinos. A Óscar nunca le gustó fumar o beber, así que le tenían catalogado como el raro del grupo. Tampoco iba a discotecas, no le gustaba ver a la gente pasada de vueltas a las tantas de la noche. Prefería ir al Café Continental, situado en la calle Empecinado. Era el lugar apto para poder conversar o debatir. Un lugar decorado al estilo de aquellos cafés de principios del siglo XX que había en las capitales de provincia. Aquellas mesas imitando el mármol, las sillas de madera antigua, la opacidad en su iluminación, hacían del local un sitio idóneo para tomar algo mientras se merendaba y se mantenía una interesante conversación. De hecho, al día siguiente se encontraría con Felipe, un compañero de trabajo, para tomar un café y charlar sobre cuáles eran los procedimientos donde fallaba, o al menos podría mejorar de forma ostensible.

 

Mientras llegaba la hora, ese viernes decidió permanecer en casa, enganchado a una de las múltiples y variadas series de una plataforma de pago hasta las tantas de la madrugada.

Despuntaba el alba, la noche abandonaba lánguidamente sus dominios, potestades, penumbras y tinieblas, dando paso a la claridad del nuevo día. Los sueños nocturnos se alejaban traicioneros, fugaces y cobardes mientras se incorporaba paulatinamente la realidad del día recién nacido. Óscar, poco a poco, despejaba la mente comprendiendo su realidad. Un rayo de sol se coló fugaz, debilitado a través de la vieja persiana de la ventana de su habitación. Miró la hora en su teléfono móvil y decidió que era el momento idóneo para salir a hacer running. Tomó un poco de leche y un pequeño plátano, y salió a correr. Seguía un circuito que le llevaba desde su casa hasta el Centro Comercial La Dehesa; así que entre la ida y la vuelta recorría algo más de diez kilómetros. Se había aficionado a disfrutar de la soledad del corredor de fondo. No le gustaba correr con nadie, prefería hacerlo con la compañía de su propia soledad, ahí era donde se le ocurrían las mejores ideas. La reflexión, oír algo de música, tener un encuentro sosegado consigo mismo, eran elementos imprescindibles para su vida. No era nada introvertido; sin embargo, ciertas actividades las reservaba para vivirlas en la intimidad.

Llegó a casa empapado en sudor. Como cada mañana que salía a correr, llegaba con muy buen ánimo.

Pese a su más de metro ochenta y cinco centímetros, no tenía problemas de articulaciones o dolores musculares. Se sentía vivo, y la ducha, después de ejercitar, era un elemento más para encontrar la vida muy placentera y gratificante.

El sábado había quedado a comer con Eugenia, su madre. Vivía en la antigua avenida Plaza de Toros, en Alcalá. Siempre que la visitaba le compraba un pequeño ramo de rosas y una caja de bombones. Era su particular forma de decir «te quiero» y expresarle que todo iba bien. Ese gesto parecía ir en consonancia con su estabilidad económica y laboral. Ella siempre fue quien llevaba los pantalones, desde que su marido saliese de casa de forma poco ortodoxa, llevándose a su hermano pequeño, hacía más de treinta años, por problemas de violencia machista. Guardaba imprecisos recuerdos de su padre, al que llegó a aborrecer. Sin embargo, fue él quien le inculcó el amor por la carrera de fondo, cuando en España aún no estaba muy en boga la práctica deportiva. Siempre le veía volver de correr por la calle, todo sudoroso y sonriente. Ese era el recuerdo más nítido que guardaba de su padre. Los otros, los de las voces o los de arrinconar a su madre en un pasillo, prefirió olvidarlos.

Llegó puntual a la cita con su madre. Sabía que le iba a soltar todo un interrogatorio en plan FBI. Cada dos por tres, su madre le hacía conocer a alguna chica de su edad; se había vuelto toda una casamentera, no deseaba que su hijo estuviera solo. A menudo le recordaba que su ex nunca le gustó y se lo dijo hasta el infinito, antes de casarse con ella.

Después de la comida, Óscar se echó una cabezada en el sofá del salón; siempre imaginó que su madre contemplaría como dormía, protegiéndole de los fantasmas de su vida.

Llegó a las siete en punto a la cita con su compañero de trabajo. Se encontraron en la calle Empecinado, frente a la cafetería, al lado del convento de monjas. No había demasiada gente para ser sábado. Óscar sabía que, según fueran pasando las horas, habría más ambiente. Pidió un agua con gas, y su compañero Felipe, una cerveza.

—Pues como te dije el otro día, Óscar, no logro mantener la calma necesaria para poder sobrellevar el trabajo. Llego todos los días estresado y con ganas de tirar la toalla. —Felipe realizó una pausa, estaba buscando la expresión adecuada para continuar—. Me cuesta conciliar el sueño…

—Para, amigo. Creo que cometes el error de tomarte como algo personal todas las conversaciones que tienes con la clientela. Tendrías que saber diferenciar lo personal de lo laboral. —Ahora fue Óscar quien hizo una breve pausa—. Ponerte un escudo, una pantalla. Y cuando cuelgues el teléfono, debes tener la habilidad de desconectar: se acabó la llamada y se terminó el mal trago. Si tienes que redactar un informe para comunicar algo importante a la empresa, lo haces, y después se acabó hasta la siguiente llamada.

—Ya, eso es muy fácil de decir, pero es que son una detrás de otra, y la verdad, que para la mierda de dinero que nos pagan…

—Mira, Felipe si accedí a vernos hoy fue porque en ti he visto posibilidades. Te voy a decir algo: hay personas que matarían por tener tu puesto de trabajo, así que abandona lo negativo, de esa manera nunca llegarás a nada. Es una cuestión de actitud. No puedo con la gente que está todo el día lloriqueando, diciendo lo malo que es su trabajo o lo hijoputa que es su jefe. Ponte las pilas, chaval. Lo único que haces es autocompadecerte, por eso no avanzas. —Óscar paró de repente, y con la mirada se fue de la conversación a una mesa próxima a ellos.

—¿Sucede algo? —preguntó Felipe, con la clara intención de volver la mirada hacia el lugar donde la clavaba Óscar.

—No, no lo hagas…, hay un… gilipollas que está teniendo una conversación muy tensa con una mujer y, por el lenguaje corporal, parece que la está abroncando en demasía… no sé, ella ha soltado una lágrima, se ha levantado y parece que va a salir a la calle, pero él la está agarrando fuerte por el brazo.

Aquella mujer se zafó del individuo que, con insistencia, la obligaba a quedarse. Óscar pudo observar con nitidez el pánico dibujado en su rostro. Aquel tipo tenía los ojos inyectados en sangre e ira. Podría tratarse de un episodio de violencia machista. Optó por levantarse de forma discreta y salir a la calle junto a ellos.

—Te vas a quedar conmigo. ¿Quién te crees que te va a querer a ti? ¿Te has visto? No vales para nada. ¿Piensas que una orden de alejamiento va a impedir que haga de ti una mujer de provecho? ¡Venga para casa! No me hagas repetírtelo dos veces.

—He dicho que me sueltes, no voy a volver contigo, y tú no entrarás nunca más en mi vida, y menos en mi casa. No sé por qué he accedido a venir a hablar contigo. Te recuerdo que tienes una orden de alejamiento…

—Vas a soltar a esta mujer ahora mismo.

Óscar serio, no excesivamente amenazante, pero categórico, se dirigió al individuo que pretendía impedir que aquella mujer se moviera con libertad.

—¡Vaya por dios! Ya sabemos el porqué de todo esto, ¿verdad, Maite? Si te has echado un novio…, mírale como babosea por ti. He estado ciego. Me decías que no había otra persona.

—A este señor no lo conozco de nada.

—Ya. ¡Y ahora voy yo y me lo creo!

El maltratador agarró a Óscar por el cuello y presionó con fuerza. Óscar sintió que le faltaba el aire y le flaqueaban las piernas. A pesar de todo, lanzó un puñetazo contra aquel energúmeno, impactándole en la mejilla.

—Rafa, por Dios, que no le conozco de nada. Déjale en paz.

Aquel agresor machista propinó un duro puñetazo a la mujer en su rostro, quien cayó al suelo a plomo. Se dio media vuelta mirando a Óscar con ira. Le sacudió un croché seco en la mandíbula, se escuchó el terrible sonido al impactar con enorme fuerza en su cara. La agresión hizo tambalear a Óscar. Dio con una de sus rodillas en el suelo, y cuando intentó, medio grogui, incorporarse, se encontró con la suela del zapato de aquel individuo en su cara. Óscar perdió la visión, estaba noqueado, con las dos rodillas clavadas en el asfalto, a punto de caer desvanecido. Aquel sujeto estaba totalmente colérico. Su agresividad le hacía estar fuera de sí; cogió con ambas manos la cabeza de Óscar y le asestó dos durísimos cabezazos, causándole diversos daños. Justo cuando cayó al suelo, inerte como un muñeco, se personó por la zona una dotación de la Policía Nacional, alertada por algún ciudadano. El maltratador fue rápidamente engrilletado.

Se pidió la actuación del Summa 112, ya que Óscar presentaba un preocupante estado médico. Mientras llegaba la UVI móvil, fue atendido por un ciudadano que manifestó ser médico y le prestó, sin medios técnicos, toda la ayuda que pudo en tales circunstancias. Le practicó una maniobra de resucitación, ya que Óscar había entrado en parada cardiorrespiratoria. Mientras el médico practicaba el masaje cardíaco, Maite, la mujer agredida, declaró ser enfermera, y aunque se sentía desconcertada, ayudó al médico.

—¡Lleva más de treinta compresiones en el pecho, le voy a insuflar dos respiraciones de rescate!

—Bien, me parece correcto.

El médico paró, mientras Maite insuflaba aire practicando el boca a boca.

—Continúo —advirtió el médico.

La RCP manual fue suficiente para observar que Óscar volvía a tener pulso y recuperaba la consciencia.

El ruido de las sirenas advertía de la presencia de una UVI móvil. En muy poco tiempo y de forma muy eficaz se hicieron cargo del paciente. El médico informó a los sanitarios recién llegados acerca del procedimiento que había ejecutado para mantenerle con vida.

Consiguieron estabilizarle y le subieron a la ambulancia. Maite comentó que era enfermera del Hospital Universitario Príncipe de Asturias, y familiar del atacado. Se hizo una excepción y permitieron que acompañase al equipo médico y al paciente.

—Te vas a poner bien, ya lo verás.

—¿Te encuentras bien? —Óscar, aun estando semiinconsciente, se preocupó por ella, acordándose de que el maltratador machista la había agredido.

—Shhhh… no hables, no gastes las fuerzas.

En menos de diez minutos la ambulancia paró en la puerta de urgencias del Hospital Universitario Príncipe de Asturias. Ya habían comunicado su inminente llegada, y cuando sacaron al accidentado del vehículo, un equipo del personal de Urgencias estaba esperando para la recepción del paciente. Todo se realizaba de forma eficaz, muy profesional. El personal del hospital se hizo cargo del agredido. Ahí fue cuando se percataron de que el paciente mostraba un bajo nivel de conciencia y parecía estar comatoso. Al no responder a estímulos, y tras comprobar que sus constantes vitales eran estables, optaron por realizar un escáner cerebral, un TAC, para asegurarse de que no existían lesiones. Posteriormente ingresó en la UCI, para su observación. No precisaba respiración asistida, pero sí vigilancia del traumatismo, dado que presentaba una conmoción cerebral. En la UCI, el servicio de enfermería vigilaba al paciente cada dos horas, observaban las pupilas y pares craneales, verificando que todo estuviese bien.

Óscar, aunque no respondía a los estímulos, sufrió una experiencia de lo más perturbadora. Oía todo lo que allí se hablaba, era consciente de que el equipo médico constataba que el paciente estaba comatoso y de que desconocían cuánto tiempo podría permanecer en esa situación. Se sentía preso de sí mismo; resultaba una experiencia sumamente desagradable. Deseaba decir a todo el mundo que se congregaba en torno a él que podía oír perfectamente lo que estaban refiriendo sobre su estado. Sufrió una aceleración del ritmo cardíaco, y los facultativos dedujeron que era posible que despertase en breve.