Siete rosas para Mario

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Siete rosas para Mario
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© Guillermo Hermida Simil

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-790-8

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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A ti, Aurea, porque me diste el Ser y me ayudaste a levantarme cada vez que me caía.

A ti, José, por tu apoyo incondicional en los buenos y malos momentos.

Y a ti Clara, por tu comprensión y amor.

El encuentro

Se habían citado en un restaurante del centro al cual solían acudir cuando quedaban para comer y ponerse al día de sus respectivas vidas. La lluvia fina y plomiza tintineaba pausadamente sobre las hojas caídas de los árboles. Este otoño de tibias corrientes de aire y lloviznas ocasionales, por el momento, estaba resultando apacible. Era viernes al mediodía, y Madrid se vaciaba a un ritmo hipnótico y cadencioso.

Daniel le había llamado la tarde anterior para decirle que tenían que verse, que hacía mucho tiempo que no conversaban y tenía algo importante de lo que hablarle. «Asunto de faldas», pensó Mario tras colgar el teléfono. Había un deje de inquietud en el tono de voz de su amigo, y como lo conocía bastante bien, sabía que tan solo un asunto de mujeres podía llegar a angustiarle de esa manera. Se habían conocido diez años atrás en una reunión de trabajo, y desde entonces se profesaban una amistad que les resultaba muy reconfortante. Daniel era una de esas personas con las que se podía hablar de lo humano y de lo divino durante horas sin que la conversación decayese en ningún momento. Y lo más importante de todo ―pensaba Mario―: era alguien de fiar. Sabía que podía confiar en él y que la confianza era mutua.

Mario se había tomado el resto del día libre. En el bufete las cosas andaban bastante tranquilas, y le apetecía pasar la tarde con su amigo para que le contara con todo detalle el motivo de sus preocupaciones. Tras los prolegómenos en la barra del restaurante, aderezados por un par de Dry Martini, Mario corroboró sus sospechas: Daniel estaba atravesando una crisis conyugal, y no sabía cómo afrontarla.

Los dos habían rebasado la cuarentena, y sus carreras profesionales estaban bien encauzadas; Daniel era periodista, en concreto, redactor en un importante diario de difusión nacional; Mario era abogado, trabajaba en un bufete del que era miembro asociado, y a pesar de la crisis económica las cosas no le iban del todo mal. Ambos disfrutaban de una posición holgada, de modo que sus preocupaciones eran de otra índole.

―… Pues sí, eso es lo que quería contarte… ―la expresión facial de Daniel se fue tornando más grave conforme abandonaban la barra y se instalaban en una de las mesas―. El otro día, Paula me dijo que estaba pensando seriamente en…, bueno, pedir el divorcio.

―Igual es un farol, ¿no? Ya habéis tenido otras peleas parecidas ―dijo Mario, extendiendo su servilleta.

―No sé… esta vez parece que va en serio. ―Daniel sirvió el vino en dos hermosas y estilizadas copas―. Discutimos mucho, nos peleamos casi todos los días por cosas sin importancia, y todo porque dice que solo me importa mi trabajo, que estoy siempre en la redacción, que no me ocupo de los niños. ¿Te lo puedes creer?

―Sí, me lo creo. Sobre todo, porque pienso que Paula tiene razón ―dijo Mario tratando de suavizar lo máximo posible su tono de voz, dándole a entender a su amigo que no estaba contra él, sino contra la situación que estaba viviendo―. El trabajo nos absorbe, amigo. A mí me pasaba algo parecido. Hasta que decidí cortar por lo sano y no aceptar más que los casos indispensables para no perder mi posición en el bufete.

―Pero para ti es fácil, eres asociado. Yo no tengo tanta suerte. Mi jefe no para de apretarnos las tuercas, y además están echando a gente. Si te descuidas un poco, te dan con la puerta en las narices.

―Y ¿qué opina Paula de eso? ―le preguntó Mario con suavidad.

―¿Qué va a opinar? ―Su amigo estalló―. ¡Le importa un bledo! Ella lo tiene seguro, es funcionaria, no tiene por qué estar pensando en estas cosas. Pero yo… Sinceramente, no sé qué más puedo hacer. ―Daniel retiró su copa y la de Mario, mirando con desinterés el plato de arroz con verduras que le servía el camarero, como si no pensase en comérselo.

A Mario no le gustaba dar consejos. Cuando alguien le contaba sus problemas, tendía a escuchar en silencio y esperar a que su interlocutor se vaciara para, acto seguido, reconfortarle con palabras de ánimo. Él no era la persona adecuada para aconsejar a nadie en nada, porque el remedio podía ser peor que la enfermedad. En el caso de Daniel, si le sugería que dejara las cosas tal cual estaban podía alargar un sufrimiento de por sí doloroso, y si le aconsejaba que cortara por lo sano corría el riesgo de propiciar una ruptura que podría haberse evitado. Sin embargo, sentado frente a su abatido amigo, se sintió en la obligación de tomar partido. Se lo debía por la amistad que les unía.

―Trata de estar más cerca de ella ―dijo―. Intenta pasar más tiempo en casa. Según me cuentas, ese es el problema, ¿no?

―No, no es solo eso. Paula siempre me pide más, quiere que la acompañe a hacer las compras, que salgamos de paseo todas las tardes, que vayamos el fin de semana a casa de sus padres… ―enumeró Daniel con expresión de hastío―. Ella dice que el problema es mi trabajo, que no nos vemos lo suficiente y que las pocas horas que estoy en casa me las paso hablando por teléfono o pegado al ordenador. ¡Pero si trabajo tanto es precisamente por ella, por los niños! Lo único que trato de hacer es que las cosas nos vayan bien, que no nos ocurra como a tantos otros que están en las últimas… Es… es como estar en un callejón sin salida. ―De pronto dio un manotazo sobre la mesa―. ¡Si es que todas las mujeres son iguales, joder!

Mario guardó silencio. Sabía que las palabras de su amigo estaban motivadas por el dolor. Que tu mujer te diga que se quiere separar de ti no debe ser un plato de buen gusto. Y se notaba a la legua que Daniel estaba angustiado. Hasta un ciego lo vería. Había discutido con su mujer, y no podía vivir sin ella. Sin embargo, aquellas palabras: «Todas las mujeres son iguales», dejaron pensativo a Mario.

La sobremesa se alargó hasta bien entrada la tarde. Con Daniel siempre ocurría lo mismo. Aunque transcurrieran meses desde su último encuentro, Mario tenía la impresión de que acababan de verse el día anterior. Hablaron de todo un poco, del trabajo, de sus expectativas, de sus aficiones…, cualquier cosa que sortease el drama que estaba viviendo. Entretanto, la lluvia se escurría por las ventanas empañadas del restaurante y Mario, aunque procuraba escuchar con atención, no podía dejar de pensar en lo que su amigo le había dicho antes.

Cuando la cenicienta luz del atardecer comenzó a disiparse, pagaron la cuenta y se citaron para un próximo encuentro. Mario le dio ánimos a su amigo, que después de un fuerte apretón de manos se alejó por la acera, con el cuello del abrigo levantado, en dirección al aparcamiento. Mario se quedó un momento en la puerta del restaurante, y respiró el aire tibio, sintiendo cómo la lluvia le empapaba el pelo y el rostro. Después se dirigió a casa con pasos lentos.

No vivía lejos. En pocos minutos ya se encontraba dejando la gabardina en la percha de la entrada. Luego se secó el pelo, se cambió de ropa y decidió procurarse uno de los placeres que más le agradaban: escuchar música clásica sentado en su sillón preferido, con el olor del café inundando la habitación mientras dejaba que las vibraciones de la música recorriesen su cuerpo relajado.

Cuando los primeros acordes de la Novena Sinfonía de Mahler rompieron el silencio, Mario volvió a pensar en la frase de su amigo: «Todas las mujeres son iguales».

«¿Realmente todas las mujeres son iguales?», se preguntó Mario mientras una leve sonrisa asomaba por la comisura de sus labios.

Las mujeres, al igual que las rosas que florecen en un jardín, parecen todas ellas similares si las miras desde cierta distancia. Pero si uno se agacha y separa unas de otras, con cuidado, mirándolas una a una puede percibir infinidad de matices en sus pétalos, su forma y hasta en su olor.

Cerró los ojos. Los recuerdos, sin evocarlos, vinieron a su mente.

Natalia

Unos ojos del color de la miel me contemplan mientras trato de avanzar torpemente, un paso tras otro, en una estancia borrosa. Es una imagen fugaz, apenas un relámpago, pero sé que es real. Aunque entonces no lo sabía, porque era demasiado pequeño, eran los ojos de Aurora, mi madre, que me observaba a poca distancia, procurando que no tropezase con las sillas y los muebles que había en el reducido salón de nuestra casa.

 

Es invierno, afuera hace frío. Desde donde me encuentro puedo escuchar el chisporroteo seco de los tarugos que arden en la chimenea y que mantienen la casa caliente y acogedora. Tras las ventanas cerradas puede oírse, como un murmullo, el bramido de las olas al golpear con fuerza los diques del puerto. Mis pies se arrastran, mi cuerpo se tambalea. Y los ojos de mi madre ríen cuando me miran. Y yo al verla también río, henchido de una felicidad que parece que perdurará para siempre.

Después esas primeras imágenes se superponen a otras, más nítidas ya, que completan el esbozo del cuadro de mi infancia. Las calles apenas asfaltadas de la aldea de pescadores en la que nací. La silueta robusta de los barcos que atracaban en el puerto. Las gaviotas, la arena de la playa, el acantilado. El latigazo seco del cierzo golpeándome con fuerza en la cara y en los brazos. Las largas y cálidas horas del estío, las constantes y peligrosas labores de los pescadores, los naufragios. Mi primer crepúsculo a orillas del mar. Todo se resume en unas pocas pinceladas que aportan matices al cuadro que lentamente se va perfilando en el lienzo. Y mis padres. Y mis hermanos.

En aquellos primeros años, mi padre constituía una figura que infundía a la vez respeto y admiración. Se llama Javier, es algo huraño y parco en palabras. Su introversión hace que casi nunca sepamos lo que siente o lo que piensa. A diferencia de la mía, su infancia fue difícil, ya que estuvo marcada por el escaso afecto que le proporcionaron mis abuelos. Tiene los ojos azules como el mar, y un cuerpo robusto forjado en las duras faenas de la pesca. Para él la vida se levanta sobre cimientos inamovibles. Un hombre es un hombre y debe actuar como lo hacen los hombres. Una mujer es una mujer y tiene que comportarse como se comportan las mujeres. No hay vuelta de hoja. Como casi todos los hombres de su época, está demasiado ocupado en procurarle a su familia el mayor bienestar posible como para concebir cambios sustanciales en su forma de contemplar el mundo. Lo blanco es blanco, y lo negro es negro. Así se lo enseñaron a él. Y así trató de enseñárselo a sus hijos.

Qué diferente era de mi madre, siempre soñadora, capaz de interesarse por todo lo que la rodeaba, con la mente abierta a pesar de vivir en una época en la que las mujeres poco o nada podían hacer aparte de cuidar la casa y hacerse cargo de los hijos. Aurora… El coraje marca tu existencia de mujer sabia. Fuiste capaz de inculcarnos la curiosidad que te suscitaban las cosas. Procedías de una familia humilde, pero eso no te impidió enfrentarte a las convenciones del mundo que te correspondió en herencia, aunque tuvieras que pelearte con la gente a tu alrededor. Qué valiente fuiste, madre. Qué valiente sigues siendo ahora.

En mis primeros recuerdos, en esas imágenes que surgen como relámpagos en mi memoria, nunca estoy solo. Están mis padres, que comparten un lugar en el lienzo de mi vida. Están Raquel y Jaime, mis hermanos mayores, fieles compañeros de viaje en la aurora de mi infancia.

Raquel… mi hermana mayor, mi maestra, mi mentora. Fuiste como nuestra segunda madre, vigilante y protectora, atenta a los miedos y a las preocupaciones que nos surgían cuando éramos niños. No te importaba lo que pensaran los demás. Me hiciste comprender que los deseos son lo más importante en esta vida, y que nadie, absolutamente nadie, tiene derecho a robarnos nuestros sueños. «A quien no tiene sueños le falta la vida, como a los peces les falta el aire cuando los sacan a la superficie», me decías a veces clavando tus ojos azules en los míos. Fuiste como el sol que aparece por encima de las nubes tras la tormenta, un cálido soplo de aire cuando el frío se nos metía en las entrañas. Eras mi princesa rubia, mi hermosa valkiria dorada.

Y qué decir de Jaime, mi hermano, mi alma gemela, mi consejero, mi mejor aliado. A ambos nos unen lazos que van más allá de la sangre, son lazos de alma. En mis primeros recuerdos tienes el pelo negro, los ojos oscuros. Eres como el mar que acecha en la borrasca, pacífico pero dispuesto a embravecerte por los tuyos si la situación así lo requiere. Juicioso, meditativo. Todo el mundo te quería en la aldea. Apreciaban tu simpatía, tu buen corazón, tu bondad infinita. Fuiste el mejor ejemplo que un niño de mi edad podía tener a su lado. Y siempre estabas ahí cuando te necesitaba, cuando te pedía ayuda o consejo.

Vosotros sois los primeros personajes de este lienzo que poco a poco veo formarse tras mis párpados mientras medito o, tal vez, sueño. La vida debe de ser eso, una sucesión de cuadros en los que se aprecian los cambios en la mano del pintor que los concibe. Cada cuadro pertenece a una época distinta de nuestra existencia. Y las personas con las que compartimos dicha existencia participan en la elaboración del lienzo. A su manera, perfilan los contornos de lo que somos, de lo que después seremos. Y el cuadro no cesa de pintarse hasta el momento mismo de nuestra muerte, cuando ya puede darse por concluida la obra.

El lienzo de mi infancia no tiene trazos particulares. Crecí, viví junto a los míos, abrí los ojos al mundo. En un momento concreto me veo sentado en un pupitre, en la escuela de la aldea, descubriendo con asombro los mágicos secretos de la lectura y de la escritura. Don Manuel, el maestro, llevaba treinta años enseñando a los hijos de los pescadores. Lo recuerdo alto como un faro, espigado como un junco. Tenía un bigote blanco que le dibujaba una difusa franja en la cara cuando impartía sus lecciones. Guardo buenos recuerdos de la escuela. Era cálida y segura. Un segundo hogar. Un lugar misterioso en el que se nos hacía partícipes de maravillas que antes habríamos creído imposibles.

Con el paso de los años mi cuerpo fue cambiando. Era robusto, como mi padre, lo que provocaba no pocas burlas de los niños con los que compartía las clases. Yo también era tímido e introvertido, aunque, según decía el maestro, inteligente y despierto. Pronto aprendí a parapetarme tras una apariencia fría para que nadie descubriese lo que en verdad albergaba en mi interior. «Los hombres no lloran, los hombres no tienen sentimientos», había oído una y otra vez en mi casa, en la calle, en las reuniones familiares. Sin embargo, yo sí era capaz de llorar, de sentir, de temblar de emoción.

Recuerdo que, en cierta ocasión, al salir del colegio, vi a un perro abandonado que se dirigía al acantilado. Estaba desorientado y perdido. Decidí seguirlo para ver adónde iba. El mar estaba revuelto. Desde donde estábamos podía oír el golpeteo seco de las olas contra la enorme pared de piedra que nos separaba de los furiosos remolinos de agua que se formaban en el fondo. El perro se dirigió allí, silencioso, y se detuvo de golpe al filo del precipicio. Estuvo mirando al frente durante mucho tiempo, no recuerdo cuánto, hasta que al final la sirena lejana de un barco le hizo retroceder y correr hacia el puerto. Entonces no sabía por qué, pero el mero hecho de pensar que aquel perro podría haberse arrojado desde el precipicio me conmovía de tal modo que no podía reprimir el llanto. En cierto modo, la imagen de aquel perro en busca de un lugar en el que guarecerse me hacía pensar en mí mismo. Yo también buscaba algo que no lograba encontrar. Cuando fui consciente de ello tal vez era ya demasiado tarde.

Por cosas así ―por la imagen de aquel perro perdido en el acantilado, por lo que sentía arder en mis entrañas mientras contemplaba las auroras y los atardeceres sentado en la playa―, decidí encerrarme en mí mismo, no permitir que los demás, especialmente mis compañeros de colegio, percibieran las emociones que albergaba. En el comienzo de mi adolescencia era casi una copia exacta de mi padre: introvertido, poco dado a las palabras. Cuando alguien trataba de hurgar en mis sentimientos levantaba un muro inexpugnable entre mi corazón y el resto del mundo. No cesaba de crear diques y rompeolas que contuvieran la marea de las emociones que a diario me azotaban. Y eso me hizo sufrir. Pero aprendí a hacerlo en silencio.

A medida que transcurre el tiempo, mis recuerdos se despojan de su neblina inicial. Es como si los colores que componen ese primer esbozo de mi existencia se hicieran cada vez más vivos, más nítidos. La siguiente imagen que compone ese cuadro es la de Natalia. La conocí en el último curso de la escuela, cuando tenía trece años. Era una muchacha atractiva, de ojos marrones y oscuros, una larga melena negra y un cuerpo esbelto que despertaba mis primeros e inciertos deseos de adolescente. Todos los chicos de la clase andaban tras ella, y ella era consciente de su enorme atractivo. Le gustaba jugar con nosotros, saberse superior, más madura tanto física como mentalmente. Me acerqué a ella como quien se arrima a un lejano sueño, a sabiendas de que solo le interesaban los chicos atléticos, diestros en el deporte y con cuerpos similares al suyo. Me aceptó como un juego, como quien encuentra un muñeco con el que puede jugar a voluntad.

Una tarde de otoño, durante el último recreo, se acercó a mí como solía hacerlo, moviendo sus caderas con intención, contoneándose delante de todos. Yo estaba en un rincón del patio, observando a algunos muchachos que jugaban un partido de fútbol. Natalia me abordó, sabedora de que lo único que me importaba en este mundo era disfrutar de sus palabras, de sus gestos, de su presencia.

―¿Tienes algo que hacer esta tarde? ―me preguntó mientras jugaba con sus largos rizos negros.

―No ―le contesté, aunque ella ya sabía la respuesta.

―¿Te apetece acompañarme a casa? Me gustaría charlar un rato contigo, a solas ―me dijo guiñándome un ojo.

―Claro… ―dije, tratando de disimular mi temblor de manos. En ese momento me sentía el chico más afortunado de la Tierra.

―Entonces, hecho. Espérame en la salida, junto al roble que hay en la verja ―me dijo, y se marchó del mismo modo que llegó, exhibiéndose delante de quien quisiera observarla.

―Gracias… ―le dije, pero ya se había alejado y se dirigía a un grupo de amigas que nos observaban en la distancia.

Las dos horas de clases restantes se me hicieron eternas. No podía dejar de pensar en Natalia, en su frondoso cabello, en sus vivaces ojos clavados en los míos, en su maravilloso cuerpo. Mis pies se despegaban del suelo, y los latidos de mi corazón eran tan violentos que se podían oír a varias decenas de metros de distancia. A la hora acordada, después de recoger mis cosas, salí corriendo hacia el roble que había junto a una de las verjas. Esperé unos minutos, después media hora, después una hora. Di varias vueltas al perímetro de la escuela por si acaso me había equivocado de lugar. Al caer la tarde, cuando el sol se ocultaba tras la línea oscura del horizonte, comprendí que Natalia no aparecería. Tan solo quería comprobar que me tenía a su disposición, que yo era su juguete y podía usarme a su antojo. Volví a casa cabizbajo, arrastrando los pies, dándole patadas a las piedras que encontraba en mi camino y reprochándome ser tan inocente como para haberla creído.

Al día siguiente, durante el primer recreo, me atreví a acercarme a Natalia. Me sentía ofendido por lo que había ocurrido la tarde anterior y quería que supiese que estaba molesto con ella. Quería dejarle claro que no podía hacer eso conmigo, que tenía sentimientos y los había herido por puro capricho, y que yo no me merecía eso. Sin embargo, cuando estuve a dos metros de ella y de su grupo de amigas, al momento supe que no podría hacerlo y toda mi decisión se evaporó como una gota de agua expuesta al sol de verano. Al verme aparecer clavó en los míos sus ojos oscuros, consciente del efecto hipnótico que tenían. Agaché la cabeza, me encogí de hombros y balbuceé lo mejor que pude:

―Ayer te estuve esperando… no apareciste.

―¡Ah! ¿En serio? Yo no tuve que esperar nada. Me fui directa a casa ―dijo, y su risa hizo que también se rieran sus amigas.

Natalia sabía que podía hacerme eso y que yo seguiría siéndole fiel. Su imaginación de adolescente no cesaba de inventar maldades que ponía en práctica conmigo. A ella le gustaban los muchachos diestros en el deporte. Los que más le atraían eran los jugadores de baloncesto, altos y atléticos, que jugaban en verano en la cancha del colegio con el torso al aire. Una tarde, mientras los observaba, se acercó a mí con su aire de princesa árabe y me susurró algo al oído.

―¿Por qué no juegas con ellos? Me gustaría tanto verte…

Me quedé un momento pensativo. Quería agradar a Natalia por encima de todas las cosas, pero no sabía jugar al baloncesto. De hecho, mi cuerpo no estaba hecho para eso. Seguía siendo robusto y torpe, negado para los deportes, y las pocas veces que había intentado jugar un partido con los muchachos de mi colegio habían terminado en un tremendo fracaso. Sin embargo, persuadido por sus susurros en mi oído, le hice caso y les pedí a los otros jugadores que me dejaran entrar en el partido. Ellos aceptaron con desgana; me precedía mi fama de ser el peor jugador de toda la provincia. Dejé mi mochila bajo la canasta, me situé en medio de la cancha y deseé que la buena suerte me ayudara a encestar algún tiro. Pero todos mis esfuerzos resultaron vanos. Permanecí durante varios minutos corriendo detrás de la pelota, como una gallina azuzada en un corral, y tan solo logré caerme un par de veces y recibir en un rebote un fuerte y doloroso golpe en la mandíbula que me hizo saltar las lágrimas. Cuando miré hacia donde estaba Natalia pude verla rodeada de sus amigas, señalándome con el dedo, riéndose a carcajadas mientras decía:

 

―¡Ahí lo tenéis! ¡El mejor jugador del mundo! ¡Del mundo!

Miré a los otros jugadores. También se estaban riendo. Me sequé el sudor que me empapaba la cara, cogí la mochila y me alejé lo más rápido que pude. Quería odiar a Natalia, odiarla con todas mis fuerzas… Pero me resultaba imposible. Todo lo que lograba con sus hirientes palabras era demostrar que el amor adolescente que sentía por ella no se extinguiría tan fácilmente. Y que era incapaz siquiera de vengarme de ella.

El tiempo fue pasando inexorablemente, como las hojas marchitas de los calendarios. Cuatro años después abandonamos el colegio. Eran momentos difíciles en los que el futuro nos parecía a todos incierto. Habíamos terminado nuestros estudios y debíamos elegir cuál iba a ser nuestro camino. Yo quería ir a la universidad, terminar la carrera que mis padres nunca pudieron hacer, convertirme en abogado. Natalia, por su parte, no sabía demasiado bien qué iba a ser de su vida. Coincidimos varias tardes, paseando por la rada, y nuestros encuentros se hicieron más frecuentes a partir de entonces. Ella me hacía partícipe de sus aventuras, de sus desamores, de sus desencuentros familiares. Yo la escuchaba como en nuestros años del colegio, con atención, como el enamorado platónico que siempre fui. Había sufrido mucho a lo largo de esos años, algunos hombres la habían utilizado como un mero juguete y después la habían dejado en la estacada. Mientras me decía esto yo la contemplaba con los ojos bien abiertos; la comprendía, porque yo también había sido un juguete entre sus manos y conocía perfectamente lo doloroso que puede llegar a ser el amor adolescente.

―Fui muy dura contigo ―me dijo una de esas tardes mientras contemplábamos el atardecer sentados cerca del faro. Tal vez había intuido lo que yo acababa de pensar―. Ahora me doy cuenta. En el colegio todo me daba igual porque sabía que era guapa y que podía hacer lo que quisiera. Siento lo que te hice, el daño que pude haberte causado.

Aquellas palabras me hicieron comprender que mis sentimientos hacia Natalia estaban bien fundados. No era una mala muchacha. Tan solo se había sentido confusa durante algún tiempo, hasta que finalmente dejó de ser una chiquilla y se convirtió en una mujer.

―Siempre fuiste bueno conmigo, Mario. ¿Por qué? ―me preguntó aquella misma tarde.

Traté de meditar mi respuesta, aunque ya la sabía de antemano.

―Estaba enamorado de ti ―le contesté.

―¿Estabas? ¿Y no lo sigues estando? ―me preguntó sin mirarme, con los ojos clavados en el horizonte.

―No lo sé… Han pasado muchas cosas. Muchas… ―Traté de permanecer sereno.

―Yo te quiero mucho, ¿sabes? Siempre te he querido, aunque pudiera parecer lo contrario ―me interrumpió.

Nos quedamos en silencio. Las gaviotas revoloteaban alrededor de un barco que limpiaba su cubierta devolviendo el pescado muerto a las tranquilas aguas del verano. La luz se tornaba tenue, anaranjada. Natalia me cogió la mano y entrelazó sus dedos con los míos. Nos quedamos un largo rato así, callados, unidos por el cálido contacto. Y yo era inmensamente feliz, aunque mi felicidad hubiera llegado con varios años de retraso.

Ese mismo verano, cuando hube decidido qué quería hacer con mi vida a partir de entonces, y tras comunicarles a mis padres que deseaba ser abogado, pensé en trabajar unos meses antes de comenzar la universidad para disponer de algo de dinero. Quería comenzar a ser independiente y, aunque lo mantuviera en secreto, ansiaba sobre todo comprarme un coche de segunda o tercera mano con el que poder viajar con libertad. Le dije a mi padre que me gustaría trabajar con él en el barco, aunque fuera de mozo de carga. Mi padre, como de costumbre cuando estaba en desacuerdo con algo, se negó de forma tajante, sin dar posibilidad a réplica alguna.

―Ese no es trabajo para ti ―me dijo una noche mientras cenábamos, después de que le pidiera que intercediera por mí ante el patrón del barco―. No estás acostumbrado. Te cansarías enseguida. O, peor aún, harías cualquier tontería.

―Ya soy bastante mayor para saber lo que quiero hacer ―repliqué―. No me gusta ser una carga para vosotros, y los estudios en la universidad son caros. Si tuviera algo de dinero podría ayudaros a pagar la matrícula.

―Eso déjalo de mi cuenta ―me dijo sin apenas pensárselo―. Aprovecha el verano para descansar, para hacer lo que quieras. Quieres ser abogado, y yo estoy orgulloso de que quieras serlo. Pero la cubierta de un barco no es lugar para un futuro abogado. Los marineros son gente ignorante, como yo. No te conviene frecuentarlos.

―Deja hablar al muchacho, Javier ―intercedió mi madre, que estaba de acuerdo conmigo―. No seas cabezota. ¡Y no digas que eres un ignorante! El chico solo quiere ayudarte, conocer el oficio. No creo que le siente mal un poco de trabajo. Total, solo son unos meses…

―Tengo mis razones, Aurora. ¡Y no hay más que hablar! ―sentenció mi padre, y se levantó de la mesa para llevar al fregadero sus cubiertos, con lo que daba por zanjada la conversación.

No fue fácil convencerle. Mi madre abordó el tema en diferentes momentos durante tres días con sus respectivas noches, hasta que mi padre, harto de tener que batallar con su mujer ―que en el fondo era la más testaruda de la familia―, dio su brazo a torcer y terminó pidiéndole a su patrón que me aceptara como grumete en los meses de verano.

―Quiero que tengas clara una cosa ―me dijo en mi primer día de trabajo, antes del amanecer, cuando nos dirigíamos al puerto―… a la mínima tontería te mando de vuelta a casa. No pienso cargar contigo como cuando eras un mocoso.

―No tendrás que hacerlo. No te preocupes ―le dije, tratando de aparentar seguridad, aunque en el fondo estaba bastante nervioso por lo que pudiera encontrarme durante los meses que tenía por delante.

Una sonrisa asomó en los labios de mi padre, porque en el fondo estaba orgulloso de mí. Aunque, como era habitual en él, nunca lo diría abiertamente.

Embarcamos en el Espíritu Santo en el mes de julio, en plena canícula, cuando el mar está tranquilo y el aire se llena del tibio aroma del salitre transportado por el viento. Éramos doce tripulantes, todos experimentados, salvo yo, que era el grumete de a bordo. Mis compañeros me trataban bien porque era el hijo de Javier, el más veterano, pero poco a poco me fui ganando su simpatía y respeto por las ganas que ponía en todo lo que me mandaban hacer. Durante mis primeros días limpié los aparejos de pesca, vacié tripas de pescado y ayudé a cribar la mercancía. Desde mi observatorio privilegiado, ajeno a lo que ocurría en tierra firme, contemplé imágenes maravillosas, atardeceres inolvidables, amaneceres que permanecerán siempre en mi memoria. Cuando estás en altamar alejado de todo, con la única compañía de las olas que golpean el casco del barco, comprendes lo insignificante que somos en comparación con la inmensidad azul de los mares y los océanos. A veces, cuando terminaba mi trabajo, me quedaba largo rato contemplando el horizonte apoyado en la baranda de proa, sintiendo la oscilación recurrente de mi cuerpo en armonía con las corrientes marinas. En aquellas pocas semanas comprendí lo duro que resulta el trabajo de marinero, las penalidades a que se debe hacer frente para sacar adelante un exiguo jornal, la importancia de la suerte a la hora de elegir dónde echar tus redes. Y esas certezas, como si fueran verdades reveladas, me acompañarán durante el resto de mi vida.