En la colina

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Aus der Reihe: Candaya Narrativa #60
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Francisco Díaz Klaassen


Francisco Díaz Klaassen (Santiago de Chile, 1984) es autor de las novelas Antología del cuento nuevo chileno (2009), El hombre sin acción (2011, Premio Roberto Bolaño), el libro de cuentos Cuando éramos jóvenes (2012) y La hora más corta (2016).

Estudió literatura inglesa en la Pontificia Universidad Católica de Chile y escritura creativa en la Universidad de Nueva York. Actualmente vive en Ithaca, EE.UU., donde cursa un doctorado en literatura en la Universidad de Cornell. En 2011 fue seleccionado por la Feria del Libro de Guadalajara como uno de los 25 Secretos Mejor Guardados de Latinoamérica.

Candaya Narrativa, 60

EN LA COLINA

© Francisco Díaz Klaassen

Primera edición impresa en la Editorial Candaya: junio de 2019

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Francesc Fernández

Maquetación y composición epub

Miquel Robles

BIC: FA

ISBN: 978-84-15934-98-1

Depósito Legal:B 14894-2019

Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte



Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

Para Aubrie

Va a llegar el día en que se te va a pasar esa hueaíta de andar escondiéndote en el bosque como un ciervo maricón.

FRITZ

Afuera estaba quedando la cagada. La tormenta –porque de pronto era una tormenta– se multiplicaba sobre el centro de la ciudad en ráfagas caóticas que parecían arreciar en varias direcciones a la vez. Pero era una tormenta silente, además de ciega; no atenuaba las alarmas de los autos ni los ladridos de los perros, las conversaciones en la cocina de quienes le daban la espalda con algo parecido a la ansiedad y a la culpa. Yo miraba la destrucción desde mi ventana en el segundo piso, la cara pegada al cristal, sintiendo cómo el vidrio se contraía bajo mi frente y la alfombra vibraba bajo mis pies. Entonces vi que en medio de toda esa furia había un claro; en ese claro creí ver una sombra. Esa sombra -te lo juro, Francisco- era la mía

BETO

ÍNDICE

PORTADA

AUTOR

CRÉDITOS

DEDICATORIA

CITAS

ÍNDICE

TEXTO

En esa época yo todavía llegaba algunas noches curado a escribirte.

Remontaba la colina haciendo zigzags y cuidándome de no tropezar con las hojas húmedas del otoño.

Llevaba en los bolsillos galletas de la fortuna que leía cuando me lo permitía la borrachera.

Es decir casi nunca.

Había aprendido que me mareaba menos si caminaba encorvado mirándome los pies.

La clave estaba en hacer calzar el vaivén de los pasos con el vértigo esporádico del alcohol.

También en caminar con la boca cerrada apretando los puños con fuerza al respirar por la nariz.

El sudor que se formaba debajo de las uñas me servía de distracción.

Se trataba de un equilibrio precario, como te puedes imaginar.

Al igual que con cualquier ejercicio de funambulismo lo importante aquí era no salirse del alambre.

Y el éxito estribaba evidentemente en encontrarlo.

Poco bastaba para echar a perder ese equilibrio.

Si levantaba la vista un cosquilleo me recorría la garganta.

Si ralentizaba la marcha la cabeza se me hacía pesada y me sentía desfallecer.

Era como si mis órganos quisieran correr a contemplar la noche estrellada y solo cerrando la boca y regulando el paso pudiera impedirles escapar.

A veces pasaba meses enteros sin acordarme de ti.

Subiendo y bajando la colina ensimismado.

Fumando en callejones oscuros y a través de mosquiteros y ventanas abiertas.

Sacando la basura cada domingo por la noche.

Jugando a los bolos todos los martes y jueves.

Entregado como puedes ver por entero y como en un trance a las distracciones diarias que me ofrecía mi nuevo país.

O al azar si lo prefieres.

Con lo que te quiero decir que los bandazos de la rutina podían más que la nostalgia.

Y tú te perdías lentamente entre exámenes por corregir y señoras maduras con las que flirtear en el gimnasio o en el supermercado o en el autobús.

En esos meses de inconstancia y alternancia me sentía tentado a abrazar por fin mi destino.

O al menos uno de ellos.

Bajando la colina para ir a trabajar, subiéndola borracho después de visitar algún bar, me atrevo a decir que era feliz.

A veces incluso sonreía de repente, sin previo aviso, de la nada.

Me sonreía solo o le sonreía a las ardillas que se me cruzaban en el camino.

¿Te das cuenta?

Le sonreía a esos animalejos o me sonreía a mí mismo.

Sonreía aun cuando no ignoraba que lo que yo hacía allá abajo, cuatro veces a la semana, cinco si alguien se enfermaba, no iba a alterar el mundo, el curso de los planetas, el funcionamiento del universo.

Quizás no estaba del todo seguro pero lo debía al menos intuir.

De hecho es posible que fuera ese uno de los primeros motivos de esa felicidad.

Lo que yo hacía por cierto era enseñar lengua y literatura.

Dos cosas que probablemente no se pueden enseñar.

Ni mucho menos aprender.

Algo que los jóvenes de mi nuevo país me demostraban en cada clase, con cada examen, ante cada pregunta, desde cada mañana hasta cada tarde que pasábamos juntos.

Tal vez por eso vinieran acompañadas de tan poco dinero esas enseñanzas.

El suficiente sin embargo para remontar la colina borracho varias veces a la semana.

Sin pensar en ti, como recordarás.

Pero entonces llegaba tu cumpleaños, o entonces llegaba mi cumpleaños, o entonces mi mejor amigo se empezaba a culear a mi exesposa, y yo te volvía a escribir.

En un equilibrio cada vez más precario.

(Hay cosas que solo funcionan cuando están a punto de no hacerlo más.)

En cierta ocasión casi choco con un ciervo.

Los dos nos asustamos tanto que al principio nos quedamos quietos con la boca y los ojos abiertos.

Estimo que análoga a mi fijación por mis pies debe haber sido la suya con la grama recién rociada de mis vecinos, y que esa feliz coincidencia precipitó nuestro encuentro esa madrugada.

Ardides de dos viejos zorros para sobrevivir la última hora de la noche en el bosque.

No fue corto el tiempo en que presas de una parálisis total nos miramos las caras.

Los ciervos tienen los ojos tan negros como los míos.

Los dientes tan chuecos y amarillentos como los míos.

La lengua morada tan gruesa y seca como la mía.

La saliva esporada en muchas manchas blancas que parecen unirla al frenillo como con pegamento.

Tú ya estabas saliendo con otro tipo en esa época.

Viviendo, me corregían los pocos amigos fieles que me iban quedando.

Los que no habían visto a mi exesposa abierta de patas y con la guata cubierta de semen.

Los que juraban de guata que nunca la verían así.

Amigos en los que a esas alturas yo confiaba más por resignación que por propensión natural, como te puedes imaginar.

De la boca del animal salía un vapor pestífero y de la mía uno dulzón que por momentos se mezclaban.

El brandy y el pasto húmedo formaban siluetas como las que introducen las películas de James Bond, bailando entre la cursilería y la anticipación.

Ese habría sido el instante propicio para que una garrapata me contagiara la enfermedad de Lyme.

Pero como es bien sabido las garrapatas no tienen sentido de la oportunidad, y los vapores con sus siluetas se disiparon antes de que pudieran darse por aludidas y saltarme encima.

 

El ciervo sí que pegó un salto y sin dejar de mirar hacia atrás se puso a correr en dirección al antejardín de mis vecinos.

Como conminándome a seguirlo.

O más bien asegurándose de que no fuera a hacerlo.

Con tan mala fortuna que se dio de bruces contra la puerta del garaje de los Schroeder.

Con la suficiente fuerza como para rebotar y que ese rebote provocara ondas en los charcos que había dejado la lluvia tras de sí.

Con el subsiguiente estrépito que te puedes imaginar.

Como si el cielo se hubiera partido en pedazos y esos pedazos estuvieran cayendo frente a la casa de mis vecinos.

Yo me imaginé a alguien agitando láminas metálicas y haciéndolas entrechocar en un estudio de grabación para simular el ruido de un trueno.

A pesar de lo cual no me reí.

Siendo que el ciervo y yo en cierto modo ya no éramos desconocidos.

Y todavía estaba viva la conexión serpentina de nuestros alientos propulsados por el miedo y el frío que compartimos esa noche otoñal.

Además sentía yo como propia la responsabilidad por su caída.

Con lo cual hube de alegrarme de que no se hubiera partido el cuello y pudiera en cambio ponerse de pie y proseguir su ya no tan grácil escapada.

Dando saltitos que hacían crujir las hojas secas de los arces y retumbar el concreto desigual.

Todavía mirando hacia atrás.

Mientras mi quietud se extendía hacia el infinito en las primeras horas de luz de una noche que como recordarás había sido particularmente estrellada.

Lo que me trae a la cabeza esa galleta de la fortuna que leí una vez y que dice que solo los seres humanos miran hacia atrás para animarte a avanzar con ellos hacia adelante.

En otras palabras, que un animal que quiere que lo sigas no se molesta en verificar si lo haces.

La moraleja siendo que tenemos demasiadas ataduras terrenales que nos impiden avanzar hacia el futuro con libertad.

O que dependemos y buscamos en exceso la aprobación de terceros.

O que siempre hay un engaño latente en la relación entre dos seres humanos.

Como por ejemplo tu exesposa y tu mejor amigo riéndose debajo de las sábanas que compraste en oferta por Amazon Prime.

Aunque probablemente solo signifique que los sabios chinos que escriben galletas de la fortuna se han pasado menos siglos observando perros que cocinándolos.

Cabe suponer que por los pasillos del palacio del emperador nunca correteó un cachorro ignorante, tanto o más necesitado de validación que una cuarentona que acaba de instalar Tinder después de su primer divorcio.

Hay ciertos proverbios cuya veracidad no siempre es fácil de comprobar.

Como este por ejemplo.

Al menos para mí que nunca he tenido animales.

Y que poseo una naturaleza solitaria que rara vez incita a otros a seguirla.

Como si en mis ojos de ciervo solo pudiera verse un gran agujero negro.

Lo que tal vez explique que tú ya salieras con otro en esa época en la que yo a menudo remontaba la colina borracho para llegar a escribirte cartas no muy distintas de esta.

Perdón, vivieras con otro.

Si bien no soy capaz de ignorar a ese cachorro de pastor alemán de baja autoestima con el que coincidí unos meses cuando todavía vivía en tu ciudad.

Ese juguete frágil, la memoria, me lo acaba de recordar.

El cachorro solo dejaba de gañir y de sacar la lengua cuando yo cedía a sus exhortaciones y dirigía mi vista a aquello que absorbía su imaginación en ese momento.

Exhortaciones que rara vez ameritaban la atención, como te puedes imaginar.

A veces me daba por pensar que el cachorro hacía eso solo para asegurarse de que yo no le hubiera perdido el rastro.

Como si mi momentáneo interés por él fuera de pronto su necesaria validación.

O como si cada exhortación fuera en realidad una prueba de fe.

Y entonces me daba cuenta de que no escasean los momentos de cachorro en la vida de los hombres.

Y de las mujeres, qué duda cabe.

Difícil confiar en los chinos, por tanto.

O en los perros, ya que estamos.

Por no decir nada de los mejores amigos y las exesposas.

Sobre todo durante los fríos y largos inviernos en esa ciudad en la punta del cerro en medio de un bosque en la que yo vivía en esa época en la que todavía te escribía cartas cuando estaba curado.

Cuando hacía de repente treinta y cinco grados bajo cero y a las tres de la tarde ya se había ocultado el sol.

Y salías a la calle y te cruzabas con gente que apenas se parapetaba con plumas de ganso y bufandas de lana muchas veces tejidas por ellos mismos.

Y esas personas te decían buenas noches sin dejar de sonreír.

A las tres de la tarde te decían buenas noches esas personas sin dejar de sonreír.

A las tres de la tarde, cuando ya estaba oscuro y el frío te congelaba hasta los pelos de la nariz, ¡te decían buenas noches!

Con esa puta sonrisa sintética que no significaba nada y era tan típica de mi nuevo país.

Y a lo mejor tú, entre todas las cosas que podías hacer con tu vida, acababas de pasarte las mejores horas de la mañana enseñándole a leer a un grupo de aptos ignorantes que no sabía nada de la vida.

Desconocimiento que volvía más bien imposible la enseñanza de cualquier cosa, como te puedes imaginar.

Al tiempo que instalaba el potencial de transformar cualquier cuadro cotidiano en tragedia en un santiamén.

Como por ejemplo regresar a tu oficina y encontrarte a tu mejor amigo, un alemán gordo, rosado y torpe que te sacaba al menos una cabeza y se estaba culeando a la que alguna vez llamaste tu mujer.

Pero que además enseñaba lingüística histórica.

¡Lingüística histórica…!

Como si no hubiera cosas menos absurdas con las que perder el tiempo.

Como si se le pudiera enseñar eso a un grupo de aptos ignorantes que no sabe nada de la vida.

Aptos ignorantes a los que el concepto de historia les resulta tan conocido como a uno que enseña literatura y lengua le resultan familiares los comportamientos de la luna.

Aunque en esa época de la que te hablo el traidor alemán ya se las daba más y antes de traductor que de profesor.

¡Ah, el traidor alemán!, con sus manos pequeñas y sus pies gigantes, dándote la espalda en la oficina compartida sin despegar la vista de su computador.

Pero que en otras ocasiones veía a tu exesposa mear su semen con la puerta del baño abierta de par en par.

Difícil por tanto no mirarlo por el rabillo del ojo, es decir mirarlo sin ser mirado de vuelta.

Difícil no caer en la tentación de estudiar su silueta, notar el movimiento de la respiración, su nariz de cerdito obstruida y la boca siempre abierta.

Y difícil después de eso no recordar su voz.

Su voz en la ducha, para ser más específicos, tarareando una línea de Cavaradossi.

Desterrado para siempre, cantaba el cerdito alemán.

El muy hijo de puta.

Ante lo cual qué otra cosa podías hacer que no fuera cancelar la siguiente clase con otro grupo de aptos ignorantes que tampoco sabían nada de la vida.

Solo queriendo meterte en la cama, ver algo en Netflix, pajearte o llorar.

Lo primero que pasara, o a lo mejor todo junto y al mismo tiempo.

Pero llegabas tarde al paradero.

Porque te habías demorado observando al cerdito alemán llegabas tarde al paradero.

A tiempo eso sí de ver al número diez doblando la esquina, perdiéndose para siempre.

El muy hijo de puta.

Con el cielo cubierto de nubes grises y envuelto por el ruido de truenos que eran como carcajadas.

Con lo que te resignabas a atravesar a pie el hielo y la nieve que cubrían tu ciudad.

Caminabas lentamente para no resbalar, fantaseando con la posibilidad de sentarte en un rincón y volverte una víctima más del espléndido reposo.

Sintiendo con cada paso que dabas que tus zapatillas se humedecían y esa humedad se volvía hielo y las uñas se te empezaban a despegar de los dedos ateridos de los pies.

Para animarte partías en dos una galleta de la fortuna y leías un papelito que decía: “El propósito de la vida es vivir una vida de propósitos”.

Lo que no te ayudaba precisamente a sentirte mejor, como te puedes imaginar.

Con lo que luego partías otra mientras te sacudías la escarcha del bigote sin saber si se trataba de mocos o del vaho de tu respiración.

Y ese papelito decía: “Los problemas que tienes ahora pasarán pronto”.

El hielo endurecido del pavimento crujía bajo tus pies.

Finalmente agarrabas una última galleta y la partías también en dos y leías el papelito con un intenso dolor de cabeza en una pieza que tenía las ventanas congeladas y en la que no había aire fresco porque había sido calefaccionada durante meses sin interrupción.

Y ese papelito decía: “No solo es importante añadirle años a la vida, también lo es añadirle vida a esos años”.

No deja de ser cierto que las galletas de la fortuna no son en verdad chinas.

Son más gringas que levantarse temprano.

Como también lo es sonreírle a los extraños en la calle porque sí.

O acostarse con la esposa de tu mejor amigo.

Imposible no recordar a mi abuela gritándole china cochina a una nana que era en realidad mapuche y olía siempre a cloro y cáscaras de limón.

Mi pobre abuela, cada día un poco más vieja y por consiguiente cada día un poco más cerca de la muerte.

O más lejos de la vida, si entendemos la vida como las cosas nuevas que todavía no se nos han repetido.

Aunque en esa época de la que te hablo mi abuelita tenía 93 años y ahora tiene ya más de 110.

No sería descabellado pensarla inmortal.

La suerte es como la muerte, me decía mi abuela inmortal cada vez que jugábamos Carioca o La Gran Capital.

Como yo siempre ganaba porque me escondía billetes y comodines en los bolsillos del pantalón, nunca supe si la vieja me estaba amenazando de muerte o dando un consejo de vida digno de un sabio chino que escribe galletas de la fortuna.

Porque decía eso y luego se reía sin parar.

Se largaba a reír como si la risa se le escapara a pesar suyo.

Lo que durante años me hizo creer que a esa frase le faltaba algo, una segunda parte por ejemplo, que continuara o explicara o sentenciara ese primer intento de aforismo.

Mi pobre abuela, oscilando en mis recuerdos entre el racismo y la vejez.

Pero que alguna vez debe haber sido joven y racista.

A mi abuela por cierto todo el mundo la llama Nana.

Me imagino que porque se llama Eliana y no por su amor a la servidumbre.

La recuerdo el día que cumplió 90 años, cuando yo todavía vivía en tu país, jactándose de no tener canas gracias a su sangre india y a un champú de manzanilla que ella misma cultivaba en su jardín.

Ya estaba borracha a pesar de que apenas si le había dado un sorbo a su vaso de chardonnay.

Recuerdo el brillo de sus ojos grises debajo de unos párpados arrugadísimos y en constante vibración.

Cuando mi abuela está borracha deja las frases en el aire antes de que sus carcajadas le coman la voz.

No es capaz de terminar sus frases ni de controlar sus esfínteres cuando está borracha, mi abuela inmortal.

Deja las frases a medio terminar, como si ya no le pertenecieran.

O como si cualquiera pudiera rematarlas en su lugar.

No le falta lucidez a la vieja.

Pienso ahora que en su caso querer decir algo y no poder hacerlo conlleva el anverso de la frustración.

Lo que un sabio chino supo decir mejor que yo.

“A veces la más potente de todas las voces es la del silencio”, escribió el sabio chino en una galleta.

Tal vez eso sea la vejez.

Una galleta de la fortuna que resume todo tu existir.

Esa del silencio que te acabo de contar, o todavía mejor, otra que diga: “El tiempo que hay en la vida no es el mismo tiempo que es la vida”.

¿Te das cuenta?

Creer por un momento acaso larguísimo que la vida se te escapa de las manos solo para descubrir siempre demasiado tarde que ese era el tiempo y eso eras tú.

Un balbuceo que se te hace eterno.

Un ojo brillando entre mil arrugas.

Canas o su ausencia, un champú de manzanilla que se prepara en un jardín.

 

Pienso que es justo que ese descubrimiento llegue si llega cuando estamos arrugados y ya no podemos controlar el chardonnay.

Sin contar a la Nana (mi abuela) en mi familia ha habido muchos ilustres borrachos.

Borrachos intempestivos sobre todo, de esos que saben controlar el chardonnay (que no siempre los esfínteres) incluso pasados los 93.

Lo que es como decir que prefieren el escapismo funambulista antes que la capitulación.

O tal vez, para ti y para tantos otros en tu país, justo lo contrario.

Por lo general en mi familia pasados los 40 los hombres abrazan el alcohol y las mujeres la demencia senil.

A los hombres les crecen la nariz y las orejas y las mujeres hacen amigos imaginarios.

Los hombres destruyen sus órganos y ven cómo se les pudren los dientes mientras las mujeres caminan sin rumbo hablando con fantasmas.

A veces esos fantasmas son árboles, a veces un televisor.

De ahí que en mi familia siempre hayamos sabido que estamos destinados a pasar de largo.

Lo que nunca ha sido motivo de desánimo o depresión, como te puedes imaginar.

Seguramente porque cuando miramos a nuestras vidas y lo que hacemos con ellas no nos es posible atisbar ningún desperdicio de majestad.

Mi tío Tito era uno de esos borrachos intempestivos.

Mi abuela inmortal una de esas viejas locas.

Una vez, pobre como las ratas, mi tío se comió un vaso de vidrio para ganar una apuesta.

Con esa plata pretendía pagar el arriendo de su casa pero como es natural terminó gastándosela en la cuenta del hospital.

Para colmo tuvo que buscarse un nuevo bar.

Creo que a ese lo había llevado su padre por primera vez.

De la apuesta con el vaso de vidrio, que siempre se encargó de recordarnos que ganó, le quedó una ronquera permanente.

La única voz que yo le conocí.

Treinta años después los doctores iban a cortarle una pierna y se suicidó.

El tío Tito tenía diabetes y todavía no existía la cerveza light.

En sus últimos años no había día en que su cuerpo huesudo, pálido y sudoroso, no sucumbiera a la vibración de un temblor gutural.

Resultaba difícil adivinar si los temblores se debían a que le había bajado el azúcar o eran los típicos del alcohol.

El día antes de la operación el Tito visitó a cada una de sus hermanas y se despidió con elegancia, es decir sin despedirse ni decir nada especial.

Se tomó un vaso de vino por cada hermana y pidió que pusieran un disco de Beniamino para escuchar con el café.

Y brillaban las estrellas, cantó Beniamino.

Y olía la tierra, replicó mi tío Tito.

Después dicen que caminó entre atontado y confuso fumándose un pucho y siguiendo la línea de la costanera en zigzag.

Cuando llegó a su casa el Tito se inyectó potasio en las venas, la mejor manera que puede tener uno de morir.

Lo encontraron metido en la cama vestido incluso con sus zapatos, con las manos sobre el pecho y tapado hasta el cuello con una manta que le había tejido su mamá.

Al lado de la cama y apoyada contra la pared estaba su escopeta, imagino que en caso de que algo saliera mal.

Con esa escopeta el Tito una vez me llevó a cazar leones a Niebla.

Yo no debía tener más de siete años.

Con toda probabilidad el Tito se refería a cazar pumas, aunque en esa época se hablaba a menudo del león chileno o valdiviano.

Se lo describía como un perro negro grande que vivía escondido en las montañas.

De las montañas el león valdiviano solo bajaba de vez en cuando para tomar agua del río.

O para comerse alguna gallina despistada.

Yo estaba acostumbrado a escuchar de los guarenes del sur, ratas que eran incluso más grandes que los gatos, con lo que no me resultaba extraño el asunto.

Más bien me parecía normal que existiera una versión mutante de un animal más bien vulgar.

El Tito vivía en Curiñanco con su mamá, una vieja a la que le decíamos la superabuela porque tenía más de 100 años.

La superabuela era comunista, lo que en esa época de la que te hablo significaba que le gritaba cosas a la tele y fumaba y lloraba sin parar.

Había estado presa durante la dictadura, torturada después de que la acusaran de esconder armas y a otros comunistas en el ático de su chalet.

Si lo piensas es un milagro que sobreviviera.

Si lo piensas es un milagro porque ya era vieja para el 73 y en esa época en tu país nadie sabía lo que era una supervitamina, el tofu o los canapés.

Pero lo cierto es que la vieja quedó rara después de eso, y así es como la conocí yo.

Rara para siempre.

Siempre siendo los cuarenta años que le llevó morir.

A la superabuela la recuerdo un poco como ida.

Caía a menudo en lapsus que podían llegar a durar un minuto y en los que se quedaba mirando un punto fijo en la pared.

A veces incluso en la mitad de una conversación los ojos se le iban y era como si ya no estuviera más allí.

Ella era consciente de esas desapariciones y le echaba la culpa a la parrilla con la que la habían electrocutado en el 73.

Según la superabuela la parrilla había hecho las veces de electroshock.

A un huevón sádico, repetía la superabuela, le gustaba meterme alambres de bronce en las orejas antes de dar la electricidad.

A mí me daba por pensar que esos constantes lapsus eran fingidos.

La veía desconectarse y me imaginaba que bien mirado lo que pasaba era que a la superabuela ya no le interesaba la realidad.

Como si pocas cosas pudieran ya competir con los alambres y la electricidad.

Por supuesto, la acusación de esconder armas y comunistas en una ciudad tan facha como Valdivia, donde los chilenos se creen alemanes y los alemanes son nazis, más que infundada parecía un mal chiste, como te puedes imaginar.

O uno muy bueno según cómo lo veas tú.

Pero no impedía que algunas de las hijas de la superabuela justificaran la detención.

“Algo habrá hecho la mamá”, le escuché decir a más de una, más de una vez, en defensa de los alambres en las orejas y de la electricidad.

O del arribismo, que en tu país es la misma cosa.

Mientras la superabuela le gritaba cosas a la tele y lloraba y fumaba sin parar.

La superabuela, que para el terremoto del 60 estaba sentada en el váter y salió corriendo a la calle justo a tiempo para ver cómo se desplomaba su propia casa y un pedazo de vecino le saltaba encima.

La vieja era muy buena para contar historias y a pesar de mis ruegos nunca quiso especificar qué parte fue la que le saltó encima.

Los otros bisnietos, e incluso sus nietos e hijos, le preguntaban siempre las mismas huevadas, que si la sangre y que si los incendios y que si los derrumbes en Collico, donde murió el superabuelo.

Pero a mí lo único que me interesaba clarificar era la índole del pedazo de vecino.

Y, naturalmente, si se había limpiado la raja o no antes de salir a la calle.

Nunca me contestó eso tampoco, lo que no deja de ser su propia respuesta.

Los últimos años de la superabuela fueron tristes, si bien no siempre es fácil determinar si la locura es triste para el que la padece o más bien una especie de liberación.

La superabuela tenía uno o dos amigos imaginarios con los que hablaba todo el día.

Fantasmas con los que tenía conversaciones que podían durar horas mientras se movía de un lado para otro.

A veces recobraba la lucidez apenas por un segundo y se le podía ver el pánico en los ojos.

Como alguien que despierta de una pesadilla y se da cuenta de que el cuerpo no le responde.

O que la pesadilla era en realidad preferible a despertar.

Es decir, costaba saber si ese pánico se debía a la constatación del alcance de su locura o al terror que le producía la posibilidad de haber escapado de su abrazo.

Yo la habría matado.

Le habría inyectado potasio en las venas o le habría disparado usando una escopeta para cazar leones valdivianos.

Pero en esa época el coraje se me había escondido y no era capaz de encontrarlo por ninguna parte.

Para serte sincero, esperaba que alguien más se atreviera a hacerlo en mi lugar.

Lamentablemente, en mi familia somos todos igual de cobardes y nadie mató a la superabuela, como te puedes imaginar.

Para compensar el haberla dejado con vida yo pasaba a verla una que otra tarde y le llevaba cigarrillos que ella ya no podía comprar por su cuenta.

Mientras la veía fumar le preguntaba cómo estaba, qué había hecho ese día, qué cosas le había gritado a la tele esa semana.

Ella a veces me miraba y no decía nada.

A veces no me miraba y no decía nada.

A veces me miraba y decía algo que parecía no tener ninguna relación con mi pregunta, como “Qué música impresionante y temible y verdaderamente ahora vas a ver, van a ver, ¡órale!”.

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