El Robo del Niño

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El Robo del Niño
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© LOM ediciones Primera edición, junio 2021 Impreso en 1000 ejemplares ISBN impreso: 9789560014108 ISBN digital: 9789560014696 RPI: 283.678 Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56–2) 2860 68 00 lom@lom.cl | www.lom.cl Ilustraciones: Marlene Acevedo Sáez Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile El trabajo de escritura de este libro fue financiado por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura.


A la memoria de mi abuela Lola Gaviño, que me enseñó que las raíces se respetan.

A mi esposa e hijos por darme el tiempo para escribir y en el que no pudieron disfrutar de mi amena y grata compañía.

A mis padres.

A los fiscales y policías que me orientaron y dieron luces sobre el trabajo de investigación de delitos.

A Francisca Fernández por su información sobre cosmovisión andina.

A Paula Astorga y Mauricio Contreras, de la Escuela Básica Salvador Sanfuentes de Santiago, establecimiento al que también agradezco.

Capítulo I
Donde Julia sabe de un robo espectacular, conoce a varias personas y la situación se convierte en un evento social muy parecido a un entierro.

La vitrina estaba perforada pero el arqueólogo Luis Herrera no lo notó cuando llegó a su despacho del Museo de Historia Natural antes que todos, como solía hacerlo. Cumplió con su rutina inicial de prepararse un té y poner la radio Beethoven. Al cabo de unos minutos sintió algo de frío y le extrañó, pues ya estaban a mediados de octubre y la primavera se manifestaba con mucho sol. Revisó las ventanas de su oficina y la sala del laboratorio, por si alguna se había quedado abierta durante la noche, pero estaban todas cerradas. Mientras se volvía a poner su chaqueta pensó que quizá se estaba poniendo viejo. Fue en ese momento que miró la cámara refrigerada que tenían en un rincón oscuro del recinto, funcionando al límite de su capacidad. Pese a las sombras, el arqueólogo notó algo extraño que no terminó de creer hasta que se acercó. Le temblaron las piernas y le faltó el aire: el hallazgo arqueológico más importante del siglo XX, que se conservaba en ese lugar, ya no estaba. El Niño congelado del cerro El Plomo había desaparecido.

Julia Delgado estaba de buen humor pese a que se veía venir un caso delicado. No había alcanzado a salir con rumbo al cuartel cuando la llamaron para que fuera al Museo de Historia Natural porque algo grande había ocurrido. Eso significaba que no tenía que ir a Macul y volver, ya que el museo quedaba cerca de su casa. Decidió usar su bicicleta. Siempre que podía lo hacía, y arribó al lugar mucho antes que sus compañeros.

Luis Herrera esperaba ansioso en la entrada del museo y tuvo una pésima impresión al ver llegar a una mujer pequeña en bicicleta con la casaca de la policía: esperaba camionetas con balizas y sirenas y decenas de agentes con lentes oscuros.

–Detective Julia Delgado, Brigada de Delitos contra el Patrimonio –lo saludó–. ¿Dónde puedo estacionar?

Julia notó la desazón del arqueólogo, así que añadió:

–El resto de mis compañeros viene en camino.

Luis Herrera se presentó. Entre ellos apareció un hombre de avanzada edad y uniforme.

–Carlos González, jefe de guardias –y se cuadró ante la detective al mismo tiempo que ella le tendía la mano. Los dos sonrieron y finalmente se saludaron.

Julia notó que los rodeaba casi todo el personal del museo. La miraban con curiosidad y algunos como si fuera la salvadora de la situación y que les devolvería al Niño en cosa de horas. Les dedicó un «buenos días» general. Luego se dirigió al arqueólogo:

–Usted dirá.

–Se robaron al Niño del cerro El Plomo. ¿Sabe quién es, no?

–Un Niño congelado que los incas depositaron hace unos quinientos años en el cerro El Plomo, cerca de Santiago.

Luis guardó silencio, algo sorprendido. Julia recordaba las veces que había venido de niña y lo mucho que le había llamado la atención esa pieza arqueológica.

Avanzaron por la nave central del museo, y antes de llegar a la ballena, doblaron e ingresaron a una zona de acceso prohibido al público.

–Es bajando por esta escalera –le indicó Luis.

–No puedo bajar –respondió Julia.

–¿Por qué?

–Todavía no me dicen dónde dejar la bicicleta.

Carlos se ofreció a guardarla mientras el científico y la detective descendieron al laboratorio. Allí había otro grupo de funcionarios revisando atónitos el sitio del suceso. Antes de saludarlos, Julia casi gritó:

–¡Por favor, no toquen nada! ¡Son arqueólogos, vamos!

Era un poco tarde, seguramente la vitrina de la cámara refrigerada tenía decenas de huellas y separarlas e identificarlas iba a tomar un tiempo que quizá la gente de criminalística no tenía.

Julia observó la estructura. Era una caja metálica con vitrinas y sistema de refrigeración. Adentro tenía un soporte especialmente diseñado para sostener al Niño. Todavía quedaban unos restos de polvo, seguramente partículas desprendidas al sacar la pieza. El ladrón había cortado hábilmente uno de los vidrios y por allí habían sacado al Niño. El cristal extraído estaba sobre una mesa cercana junto a otro similar. Se notaba un trabajo de expertos.

–¿Abrieron otra vitrina? –preguntó Julia.

–Sí, la del frente –respondió Herrera–. Contenía los accesorios y ofrendas con los que fue hallado el Niño: plumas de cóndor, figuritas de camélidos, una bolsa con sus dientes de leche, su vestido ceremonial…

–¿Y los vidrios los encontraron acá?

–Yo los tomé del suelo –respondió un joven de delantal que parecía ser científico–. Rodrigo Castillo, antropólogo –se presentó.

«Uno al que le tendremos que tomar las huellas», pensó Julia. En eso, sonó su teléfono celular. Era su colega Raúl.

–¿Detective Delgado? Acá el detective Briceño. Mire, llegamos al museo, pero la vitrina donde está el Niño no tiene ningún problema y la momia está en su lugar.

Julia miró extrañada a la cámara refrigerada, vacía y sin uno de sus vidrios laterales.

–¿Seguro, detective Briceño? Estoy al lado de ella y claramente ha habido un robo.

–¿Dónde está, detective, que no la veo? El pasillo está vacío…

–No estoy en un pasillo, estoy en la antesala del laboratorio.

–¿Cuál laboratorio?

–¿Cuál pasillo?

El detective Briceño escuchó mascullar algo a Julia y se cortó la comunicación. Un minuto después, mientras trataba de llamar de nuevo, la vio aparecer caminando acelerada. Él le hizo una seña indicándole la vitrina con la reconstrucción de la fosa donde había sido depositado el Niño, y el Niño adentro. Julia le sonrió y lo saludó de beso en la mejilla, para poder susurrarle:

–No hagas el loco, esta es una réplica, mira el cartelito.

–A los pies de la muestra había un pequeño letrero que decía: «RÉPLICA. Vitrinas con alarma».

–El original lo tienen en el laboratorio.

Briceño se ruborizó y murmuró unas disculpas. Julia le palmoteó la espalda y lo llevó al sitio del suceso. Llamó a fiscalía pidiendo una orden para un equipo de criminalística. En el camino los atajó un hombre canoso y de traje elegante, muy distinto del resto de quienes trabajaban en el museo.

–Buenos días, soy Luis Felipe Iturriaga, director del museo. Vine en cuanto pude. Es terrible todo esto. Díganme qué necesitan.

–Aislar la escena del crimen –respondió Julia.

–Y tomar declaraciones a todo el personal –añadió Briceño.

Los tres juntos llegaron al laboratorio. Todavía circulaban científicos, administrativos y auxiliares esperando encontrar alguna pista. Julia los hizo abandonar el lugar. Iturriaga se quedó con Julia mientras afuera Briceño intentaba enlistar a la gente para interrogarla.

–Le pediría que también abandonara el lugar. Puede esperar en el laboratorio con el arqueólogo Herrera si quiere –le solicitó Julia al director.

–Quiero ayudar y ver qué se hace en mi museo…

–Ayuda manteniéndose lejos de las vitrinas, ya han sido bastante contaminadas y dudo que podamos obtener algo.

–No voy a tocar nada, quiero asegurarme de que en mi museo se solucione este problema lo antes posible.

Julia prefirió ignorarlo mientras observaba la vitrina de las ofrendas y la cámara. Luego masculló para sí:

–Este museo no es suyo.

–¿Perdón? –preguntó Iturriaga.

En ese momento se produjo un pequeño alboroto afuera y entró corriendo un hombre de bufanda de seda y cabello elegantemente despeinado. Julia ya estaba lo bastante molesta con que le siguieran alterando su sitio del suceso, así que ni siquiera saludó:

–¡Quédese ahí! Esta es una escena de un crimen; no hay que contaminar nada.

A diferencia de los demás, el hombre le hizo caso. Miró con desazón las vitrinas vacías mientras el director se acercó a él y se abrazaron con pena. «Parece un funeral», pensó Julia.

 

–Es terrible, es terrible –dijo el desconocido.

–Tremendo, Cucho –le respondió Iturriaga.

Al notar la confianza, la detective se acercó a saludarlo con amabilidad.

–Julia Delgado, Brigada de Delitos contra el Patrimonio.

–Agustín Neumann.

–El caballero es empresario, uno de nuestros principales mecenas y consultor externo –explicó Iturriaga.

Julia sacó su libreta y anotó los nombres, temía confundirse más adelante.

–Le explicaba al señor director que había que aislar el lugar: muchas huellas se pueden haber borrado ya con tanto ajetreo.

–Tiene razón –dijo Neumann.

–Tiene razón –repitió el arqueólogo Herrera, que había estado presenciando la escena desde el laboratorio.

–Pero…

–¡Cooooon permisooo!

En el lugar irrumpió un grupo de detectives con mascarilla, guantes, luces, trípodes, cámaras fotográficas y maletas de equipos. Ignorando absolutamente a quienes estaban allí, aislaron con cintas plásticas el perímetro del lugar y comenzaron a revisar y a fotografiar todo. Ellos acostumbraban a trabajar con huellas, no con personas, y esa descortesía le agradaba a Julia para resolver situaciones como esta.

–Hola, Morita, qué rápidos –saludó Julia a uno de los detectives.

–Rodrigo Mora, perito criminalístico y la boca te queda donde mismo, Julia –respondió el otro. Ambos rieron.

Mientras salían, Neumann le preguntó a Julia si tenía alguna idea de quién habría sido. Ella con solo ver las dos vitrinas cortadas hábilmente tenía claro el motivo y el tipo de delincuente, pero respondió:

–Es muy pronto para hacer conjeturas.

Agustín no escuchó la respuesta, pues saludó a la autoridad que estaba llegando.

–¡Hola, Mumo!

Se abrazaron efusivamente pero con rostros afligidos. «Y sigue el entierro. Ya van a preparar un gloriao», pensó Julia.

–Buenos días –saludó el recién llegado.

–Julia Delgado, Brigada de Delitos contra el Patrimonio.

No era necesario que él se presentara; era Raimundo Vallverdú, ministro de Cultura.

–Espero que tengamos resultados pronto, detective –el tono de Vallverdú a Julia le sonó casi amenazante.

–Ya hay un equipo trabajando, señor ministro.

«El director, el empresario y ahora el ministro. Falta que llegue la presidenta», volvió a pensar Julia. Sonó su teléfono.

–Aló, aquí el fiscal Benjamín Toledo. ¿Con quién hablo?

–Detective Julia Delgado, Brigada de…

–¿No aparece el Niño aún? ¿No han hallado a los padres o a algún familiar?

–Emmm… sus padres deben haber muerto hace unos quinientos años –respondió Julia.

Se produjo un silencio.

–No me joda, detective. ¿Estamos hablando de la sustracción de un menor desde el Museo de Historia Natural? –preguntó el fiscal.

–Robo de un menor congelado hace cinco siglos.

–¿Una momia?

–Algo así.

–Ah, entiendo –la voz del fiscal tenía un tono de decepción–. Recoja huellas y tome declaraciones, siga el Manual de Primeras Diligencias. Voy para allá con la periodista de turno pero me agarró un taco terrible.

–A la orden.

«Del Centro de Justicia al museo hay unos pocos minutos en metro. ¿Cuál es la idea de venirse en auto?», pensó Julia tras colgar. Nunca había trabajado con ese fiscal, pero la situación no se veía muy prometedora. Se acordó de su bicicleta y fue a preguntarle a Carlos González, el guardia, para saber si estaba bien guardada. Dejó a Neumann, Vallverdú e Iturriaga hablando del caso, sus proyectos y relaciones familiares.

–Detective –el guardia estaba en la portería y se irguió al ver llegar a Julia.

–¿Mi bicicleta quedó bien?

González se la mostró, oculta tras unos paneles al lado del mesón de recepción.

–Estuve revisando las cámaras de seguridad y no se ve nada raro –comentó el guardia–. Ayer tampoco hubo movimientos inusuales ni gente sospechosa. El museo se vació a la hora, revisé personalmente y me quedé hasta que se fue la gente del aseo, que sale más tarde los miércoles porque hoy retiran la basura. Aunque entre ellos hay dos peruanos que no me gustan nada.

–¿La gente del aseo es siempre la misma?

–Los chilenos a veces cambian, pero estos peruanos que les digo llevan harto tiempo ya. Capaz que quieran llevarse la momia de vuelta para allá con los indios, como quieren hacer con el Huáscar o como cuando se llevan piedras del morro de Arica.

–¿Le tomaron declaración a usted?

–No.

–Dígales lo mismo que me dijo a mí –Julia sonrió. No tenía ganas de discutir. Salió a recorrer el exterior del museo. Casi ocultos, en un costado había varios contenedores de basura. A eso se refería el guardia. Se acercó y los abrió. No vio nada extraño. Papeles, restos de comida y un fuerte olor a químicos. Con algo de náuseas, cerró y miró a su alrededor. Vio a lo lejos a un hombre llevando una bolsa blanca. Parecía un reciclador pues sus ropas se veían ajadas y algo sucias. El desconocido dio la vuelta al edificio y Julia decidió seguirlo. Corrió, y al doblar, no había nadie. El espacio era amplio, había unos pocos autos estacionados, pero al acercarse vio que estaban vacíos. La detective siguió rodeando el museo y vio ya muy lejos al sospechoso. Tenía dos opciones: salir corriendo y atraparlo, o seguirlo discretamente y quizá la llevaría a algún lugar que le permitiera resolver el caso. Optó por lo segundo. Partió tras él y notó que ya no tenía la bolsa. ¿Era la misma persona? Caminó rápido, los separaban unos cincuenta metros. Se dirigía a la salida de la Quinta Normal que da a calle Santo Domingo. Al ganar la calle, el desconocido corrió velozmente. «La chaqueta; me vio y reconoció la chaqueta de la policía», pensó Julia, maldiciendo mientras se lanzaba en su persecución.

La detective salió a la calle y vio a su hombre yendo hacia el poniente. Ella tenía buen estado físico, pero la distancia era mucha. Mientras corría lo vio doblar en San Gumercindo, y cuando ella alcanzó esa esquina, el misterioso personaje había desaparecido. Podía haber bajado al metro, doblado en Patria Nueva hacia San Pablo o llegado a Walker Martínez. Demasiadas opciones como para arriesgar una persecución en solitario. La detective volvió desesperanzada, controlando su rabia y su cansancio. Además, debía disimular frente al ministro y al fiscal que se le acababa de escapar un posible sospechoso

Llamó a Mora.

–Señor policía científico, le pido que no se le olvide revisar la basura; está en unos contenedores en el costado poniente del edificio.

–Entendido, señora licenciada en Arte –respondió Mora.

Volviendo al museo se encontró con el comisario Ricardo Fuentes, jefe de la brigada, que arreglaba su peinado y ordenaba su ropa. Julia puso su mejor cara de circunstancias.

–¿Andaba paseando, detective? –preguntó Fuentes.

–Buscando pistas, comisario.

–Ojalá que haya encontrado algo, mire que parece que viene la tele y algo tenemos que informar al ministro.

–Briceño debe estar tomando declaraciones y Criminalística revisando el lugar. Pero entre nosotros, comisario, se trata de gente que sabía qué quería y cómo robarlo. No son domésticos. Es probable que sea gente de adentro, así que sugiero que diga lo de siempre.

–Ajá. Lo de siempre.

Ambos sabían que «lo de siempre» significaba hacer declaraciones a la prensa que no dijeran nada.

El comisario conversó con el ministro, el fiscal, la periodista de fiscalía y el director del museo, y minutos después hablaron a la prensa, que ya esperaba en el frontis.

–No se descarta ninguna hipótesis, y en este momento la policía está trabajando en varias líneas de investigación para dar con los responsables.

Ante cualquier pregunta, las respuestas eran:

–Eso es parte del secreto de la investigación.

–Tenemos un equipo altamente especializado en este tipo de delitos.

–No puedo dar mayores antecedentes.

Una vez terminada la ronda de prensa, Julia intentó hablar con el fiscal, pero éste se hallaba muy ocupado conversando con el director del museo y el mecenas. Por lo que escuchó, habían estudiado en la misma universidad, los atendía el mismo médico y sus hijos iban al mismo colegio. O algo así. Cuando finalmente se produjo un silencio, la detective se acercó a Toledo, se presentó e intentó resumirle los hechos, pero éste respondió:

–¿Dónde está el comisario? Tengo que darle instrucciones.

Julia lo acompañó donde su superior, porque ya sabía lo que iba a ocurrir. El fiscal iba a darle una serie de órdenes, pero Fuentes con un gesto le indicó a la detective:

–Ella trabaja en el caso.

Le agradeció con una leve sonrisa mientras el fiscal salía de su desazón.

–Mire, detective –comenzó Toledo–, no sé mucho de estas cosas de momias y museos, pero me entrega un informe lo antes posible y si necesita hacer algún procedimiento, me informa.

–Entendido, señor fiscal.

«Ignorante pero te deja ser», pensó la detective.

Julia aprovechó el momento para ir a los contenedores de basura. Mora y parte de su equipo ya estaban tomando muestras y revisando, lo cual la tranquilizó. Decidió ir a supervisar a su ayudante Briceño. Lo encontró algo aburrido en una sala lateral tomando declaraciones a gente que parecía ser el personal de aseo. Nombre, edad, lo que habían hecho el día anterior y si habían visto algo fuera de lo normal. Todo tranquilo, hasta que fue el turno de un trabajador de rasgos indígenas.

–¿Nombre?

–Augusto Ramos.

El rostro y la marcada pronunciación de las eses indicaron claramente que no era chileno.

–¿Peruano? –preguntó Briceño.

–Sí señor.

–Ya, dime dónde dejaste el mono que te robaste.

–Yo no he sido, solo trabajo acá…

–¡Detective! –llamó Julia–. Yo sigo tomando declaraciones. Descanse.

Algo confundido, Briceño abandonó el lugar. Ella continuó con el procedimiento. Quedaban solo unos pocos empleados. Notó que había testimonios de los científicos, administrativos y personal auxiliar. Una vez terminado, salió a buscar a su ayudante.

–¿Sabías que mi mamá es peruana? –le preguntó Julia a Briceño. Este palideció y comenzó a tartamudear una explicación.

–Mentira, es chilena –continuó la detective–. Pero olvídate de tus prejuicios mientras estemos trabajando. Y después también. Otra cosa: no tomaste declaración al mecenas Neumann ni al director.

–No lo consideré necesario, no me parecen sospechosos.

–Raúl, conoces los procedimientos, aunque no todos los respetan. Se interroga a todos. Si no son sospechosos, eso puede ser sospechoso.

–Voy a buscarlos.

–Briceño partió cabeza gacha mientras a Julia se le ocurría una idea. Sacó su celular y buscó un número mientras paseaba frente a unos primates embalsamados. Le envió un mensaje, pues sabía que la asesora de informática no siempre contestaba:

«Detective Rojas: Deja de stalkear jovencitos con blin blin haciendo ostentación de sus robos en Facebook y búscame en las redes sociales cualquier publicación relacionada con el Niño de El Plomo, la momia de El Plomo o lo que se le parezca. Mientras más extraña, mejor. Gracias. Nos vemos en la tarde».

Raúl Briceño volvió algo apesadumbrado: el director Iturriaga y el mecenas Neumann se habían ido arguyendo otros compromisos. Dejaron dicho, eso sí, que prestaban todo su apoyo en la investigación. Habría que concertar una entrevista para interrogarlos y eso podía tomar tiempo. Julia notó que su ayudante estaba triste; desde la mañana había cometido un error tras otro y tartamudeando explicaciones.

–Tranquilo, a todos nos pasa –le dijo Julia, y luego le susurró–: A mí se me escapó un sospechoso reciencito nomás.

Briceño la miró sorprendido y ella le explicó la persecución que había protagonizado un rato antes, la bolsa desaparecida y el misterioso recorrido del hombre.

–Pero puede haber sido solo un vagabundo asustado –la consoló el detective.

–Ojalá, pero acuérdate que todos son sospechosos.

Caminaron hacia la salida pero Julia retuvo a su ayudante.

–Dos cosas: lo de ahora queda entre nosotros…

–¿Y lo segundo?

–Hay un lugar donde siempre se encuentran las respuestas a todas nuestras preguntas.

–¿Cuál? –preguntó Briceño.

–Un lugar donde es cosa de buscar y aparece la solución ante nuestros ojos…

 

–¿Internet?

–No, pues. Donde puede estar la clave del caso…

–Ya pues, dime.

–La biblioteca.