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Acordes para un lamento

Manuel M. Represa Suevos


© Manuel M. Represa Suevos

© Acordes para un lamento

Marzo de 2021

ISBN papel: 978-84-685-5655-0

ISBN ePub: 978-84-685-5658-1

Editado por Bubok Publishing S.L.

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C/Vizcaya, 6

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A Olga, mi primera dama, con cariño

Personajes principales

Abdulá Al Awadi: Jeque árabe Multimillonario. Dirige la compañía Gulf Prime Electronics Ltd

Antoine Bernard Lavalle: jefe de pilotos. Experto en helicópteros con pocos escrúpulos.

Ebrahim Soltani: Profesor de la Universidad de Berna. Musicólogo con amplios conocimientos de matemáticas.

Edward W. Harris: General del Ejército de los Estados Unidos. Jefe de la sección de inteligencia militar en el Pentágono.

Félix Brun-Hofmann: Oficial del Ejército del Aire Español que trabaja para la OTAN en Múnich.

Gao Zhang: Rico hombre de negocios chino.

John Dowson: (nadie sabe su verdadero nombre) Rudo agente al servicio del general Harris. Es la fuerza bruta que trata de proteger a Félix.

Julie Simmons: Doctora en física. Trabaja en el proyecto 3AW5.

Khalid Zakaria: jefe de seguridad en Gulf Prime Electronics Ltd. Se encarga de resolver problemas.

Liam Cooper: Su verdadero nombre es Dimitri Balakin. Físico e informador de los servicios secretos rusos. Trabaja en el proyecto 3AW5.

Matthew Barnes: Reputado físico teórico. Trabaja en el proyecto 3AW5.

Pascal Meyer: director de un importante banco suizo.

Robert Sanderson, doctor: Físico jefe de los equipos que trabajan en el 3AW5.

Sergey Semiónov: jefe de la legación rusa en Abu Dabi.

Mapa de los escenarios donde se desarrolla la historia


Aunque lo que aquí se cuenta es técnicamente posible, todas las personas, empresas y situaciones que aparecen en esta novela son fruto de la imaginación del autor, y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Índice

Prólogo Los volcanes de Kamchatka

Capítulo I Una ciudad medieval

Capítulo II Visita a Washington

Capítulo III Nuestro hombre en Oriente Medio

Capítulo IV La entrevista de trabajo

Capítulo V Primer día en Gulf Prime Electronics Ltd.

Capítulo VI Confidencias y lecciones de vuelo

Capítulo VII Misiles y espías

Capítulo VIII El Proyecto 3AW5

Capítulo IX Un baile en el Rotana

Capítulo X Los armónicos

Capítulo XI Dimitri no tiene Coartada

Capítulo XII Póker en el Intercontinental

Capítulo XIII Una accidentada excursión de cetrería

Capítulo XIV Persecución mortal

Capítulo XV Un paseo por Muscat

Capítulo XVI Submarinos nucleares en China

Capítulo XVII Haynan, la perla de los mares del sur

Capítulo XVIII Vicios mayores y vicios menores

Capítulo XIX Un ordenador disputado

Capítulo XX Una mujer con secretos

Capítulo XXI Cita en Casamia

Capítulo XXII Duelo en el Kempinski

Epilogo Acordes tristes de guitarra

Prólogo

Los volcanes de Kamchatka

Akket se estremeció al escuchar el estruendo. Miró asustado la montaña y dejó caer el salmón que acababa de pescar. Corrió hacia su poblado lo más rápido que le dejaba su enorme abrigo y las botas de piel de reno que calzaba. Al llegar, todavía jadeante, informó al patriarca sobre los enfurecidos espíritus de la montaña. Los koriakos son un pueblo tranquilo, pero muy supersticioso. Originarios del Extremo Oriente ruso, habitan en las costas del mar de Bering hacia el sur de la cuenca del río Anádir. Akket y los suyos alzaron la vista y miraron con temor la impresionante nube de humo y cenizas que se levantaba en lontananza. Una vez más la montaña se había enfurecido y el espíritu lanzaba efluvios candentes de sus entrañas. El patriarca pensó que nada bueno presagiaba aquella demostración de fuerza telúrica. Quizás tuvieran que emigrar de nuevo.

Muy cerca del poblado koriako, a unos tres kilómetros, un grupo de sismólogos, físicos y geólogos rusos habían instalado su base de operaciones hacía más de un año. Dimitri Balakin y sus colegas no estaban asustados como los nativos koriakos. Todo lo contrario, lo celebraban con alegría. No era para menos, estaban de enhorabuena. El enorme volcán se había desperezado y con él, quizás, los nuevos descubrimientos.

—Dimitri, esto merece que abramos una botella, ¿no te parece? —dijo uno de los científicos.

—Claro que sí querido amigo —replicó Dimitri con alegría—, quizás podamos obtener más minerales como los descubiertos a principios de 2013 en esta misma región.

—Sin embargo, nos han dicho que nos dejas —comentó otro científico.

—Es cierto. Me requieren en otro sitio, muy lejos de aquí. Pero no puedo daros más detalles.

—Creo que echaras de menos los volcanes querido amigo. Brindemos.

Los volcanes de Kamchatka son un gran grupo de volcanes situados en la península del mismo nombre, en el oriente ruso, entre los mares de Ojotsk y de Bering. Forman parte del llamado Cinturón de Fuego del Pacífico. Una treintena de ellos se encuentran activos en la actualidad.

A principios de 2015, Dimitri, junto con un pequeño grupo de científicos de la Universidad de San Petersburgo encontró varios minerales nuevos procedentes de las erupciones. Con la ayuda de otros grupos de investigación del país, los expertos estudiaron los materiales formados en Kamchatka tras las erupciones de las últimas décadas. Entre sus descubrimientos se encontraron con un azulado e interesante mineral que decidieron llamar petrovita, en honor a Tomas Petrov, cristalógrafo de la Universidad de San Petersburgo. El otro, era un elemento con red cristalina de color verdoso al que se llamó triolita.

Ambos materiales eran especialmente interesantes por su poco común estructura y composición. Según sus descubridores, tenían una composición de oxígeno, azufre de sodio y cobre. Desde fuera se notaba un aspecto cristalino con tonos azulados y verdosos brillantes. Su estructura era porosa y los vacíos en el mineral estaban conectados por canales por los cuales se podían mover pequeños átomos de sodio. Esta estructura conectada dio nuevas ideas a los científicos. Abrió la puerta a la posibilidad de utilizar la petrovita para la conductividad iónica. En otras palabras, utilizar la petrovita como cátodo en baterías de iones de sodio. Una alternativa a las baterías de litio, las más usadas en la actualidad. De hecho, la alta demanda en baterías para coches podría hacer que este mineral fuese cada vez más preciado.

Por su parte, la triolita era un material perteneciente a la familia de los sulfuros con sorprendentes propiedades recién descubiertas. Este elemento era capaz de generar una pequeña corriente a nivel molecular cuando se haya en presencia de una débil fuente sonora. Las aplicaciones de este elemento son infinitas. El resto de propiedades de estos elementos han sido considerados secretos por su escasez y alto valor estratégico. No es sencillo encontrar estos dos materiales en la naturaleza. En su lugar, ciertas compañías se han planteado sintetizar estos compuestos con sus mismas estructuras en el laboratorio.

Capítulo I

Una ciudad medieval

La vieja Berna se despertaba. Era el mes de abril y, sin embargo, aquella mañana hacía más frío de lo habitual. Había llovido mucho en la meseta suiza durante todo el invierno y, el cauce en los meandros del Aare, amenazaba con desbordarse a su paso por la ciudad. Las calles amanecían empapadas un día más. En el casco antiguo, las arcadas y soportales permitían a sus habitantes moverse con inusitada fluidez a pesar de la lluvia.

El trazado de las calles bernesas, con sus fuentes, fachadas de arenisca, balcones, callejones y torres históricas, conferían a la ciudad un aire medieval singular, prácticamente inalterado desde el siglo XV. La Kramgasse o calleja del mercado, era por aquel entonces el alma de la ciudad y centro de la vida urbana desde el siglo XIX. Esta vía, antes llamada Märitgasse, se extendía hacia el este con una ligera curvatura desde el reloj de la torre medieval Zytglogge, que era una de las tres torres guardianas de Berna, hasta cortar casi ortogonalmente la calle Kreuz.

Desde los laterales de la calle surgían los estrechos pasadizos que conectaban esta arteria con la calle del ayuntamiento al norte y la catedral al sur. Las fachadas barrocas de la Kramgasse se combinaban en una sucesión pequeñas tiendas. Apotecas, joyerías, librerías, casas de antigüedades, negocios y casas particulares.

Justo encima del restaurante “Zum untern Juker”, donde un político de la capital federal se podía tomar un café tranquilamente junto a cualquier honrado comerciante de la ciudad, se hallaba la casa donde se había instalado el joven Alberto Einstein con su mujer a principios del siglo XX.

Muy cerca de allí vivía Ebrahim Soltani., quien solía quedar con sus colegas precisamente en el famoso restaurante cada tarde. Allí, en los bajos de la casa de su venerado Einstein, el docto profesor se enfrascaba en sesiones interminables discutiendo sobre matemáticas, lógica y filosofía. Cada mañana, Ebrahim solía tomar un atajo por uno de los callejones cercanos a la Kramgasse para llegar a la parada del tranvía que lo llevaría a la Universidad politécnica. Allí, el docto profesor impartía sus clases magistrales sobre musicología desde hacía un año. Con paso acelerado, llegó hasta la panadería donde solía tomarse un café rápido. Luego compraba algo de comer para tomar a medio día y se dirigía a la para da del tranvía. Era su rutina diaria.

—Buenos días Frau Weissmann —dijo Ebrahim limpiándose los zapatos en el felpudo.

—Buenos días profesor ¿lo de siempre?

—Hoy no Frau Weissmann. Llego tarde. Solo me llevaré algún bizcocho.

—¿Le pongo un poco de este Apfelstrudel que acabo de sacar del horno? —dijo la rolliza panadera con una sonrisa.

—Sí, por favor. Tiene una pinta excelente.

Ebrahim se sintió complacido. Pagó y se despidió. Encaró entonces la primera callejuela a la izquierda del establecimiento. Sus pies seguían automáticamente la ruta que tan bien conocía, pero sus pensamientos estaban en la clase que debía impartir esa mañana. Ebrahim no solo era un experto en musicología. También era un gran matemático, compositor, un poco filósofo y con grandes conocimientos de teología.

Después de muchos años, había desarrollado independientemente una forma de notación alternativa muy precisa que le satisfacía plenamente pues, según pensaba, gracias a ella cualquier composición musical podría ser interpretada con gran precisión, tal cual fue creada. Se podría decir que Ebrahim era todo un personaje, pero el adjetivo que mejor le definía era el de un genio al estilo clásico. Tenía un pelo gris, revuelto, una perilla poco cuidada, aire ensimismado y unos andares algo desgarbados. Sus clases eran siempre poco ortodoxas, pero era un gran comunicador y sus alumnos le adoraban.

De origen iraní, se había trasladado a los Estados Unidos cuando sus padres dejaron Teherán antes de que el Ayatola asumiera el poder. Se graduó en el MIT con las mejores calificaciones y se doctoró en ciencias exactas y semiótica. Estuvo dando clases en varias universidades de los Estados Unidos hasta que fue contactado por miembros del gobierno.

Ebrahim trabajó desde entonces para varias organizaciones gubernamentales en su país de acogida. Contribuyó con sus conocimientos a la seguridad nacional en muchos proyectos de carácter reservado. También trabajó para la OTAN en Europa, y finalmente, el departamento de defensa de los Estados Unidos permitió al profesor trabajar en empresas privadas, donde el salario era mucho mejor. Acabó ligado a una compañía de alta tecnología en Oriente Medio, pero el trabajo no fue de su agrado y solo estuvo un par de años en el desierto. Desde hacía un año vivía en el pacífico país centroeuropeo donde se encontraba muy a gusto. En Berna se había podido centrar en lo que él siempre había querido. El estudio de la notación, las partituras y la armonía. Sus conocimientos sobre matemáticas que tanto había ayudado al departamento de defensa, ahora le habían proporcionado una visión holística de la naturaleza física del sonido y de sus atributos. Después de todo, pensaba, la música solo era otra forma de notación matemática.

Ebrahim estaba algo nervioso últimamente. A su pesar, no se había desligado completamente del departamento de defensa. Hacía unos meses que le habían pedido una última colaboración. Querían interrogarle sobre su papel en la empresa de Oriente Medio donde había prestado sus servicios antes de volver a la Universidad. Los funcionarios del departamento de defensa supieron por boca del profesor que había estado trabajando con cuestiones relacionadas con los motores a reacción de los aviones militares.

Tenía los resultados de esa investigación que entregaría gustoso. Un tal Dowson, funcionario del departamento de defensa, había quedado con el viejo profesor esa mañana para recabar su opinión y recibir el informe completo de sus descubrimientos. Dowson era uno de esos agentes llamados de campo al que le gustaba la buena vida, las mujeres hermosas y algunas otras cosas no necesariamente legales. Era un hombre rudo de pelo rubio. Tenía grandes manos y la típica nariz de boxeados, probablemente rota en algún altercado de alguna de sus misiones. A pesar de su fuerte complexión, era alto y vestía bien. Su sentido de la justicia para con sus adversarios no siempre cuadraba con lo que sus superiores esperaban. Se podría decir que Dowson tenía una moral “distraída” en esas cuestiones, pero era un buen agente, plenamente consciente de la importancia de su misión.

Se verían en el despacho del profesor a las nueve en punto, pero Ebrahim esa mañana llegaba tarde. El profesor apretó el paso. Cuando se encontraba en mitad del estrecho callejón se topó con dos figuras grises con sombrero y gabardina que le impedían continuar. Intentó franquearlos, pero los dos hombres se lo impidieron. El profesor los miró. Reconoció a uno de ellos, el más alto, por la enorme cicatriz que cruzaba su cara. La expresión de asombro del profesor se tornó en ira. Nadie escuchó el eco de la breve conversación que mantuvieron en mitad de la callejuela y que resonaba entre sus paredes. La discusión subió de tono.

De pronto, Ebrahim no pudo articular palabra. Profirió un sordo chillido de dolor. Con los ojos desorbitados y la boca abierta sintió como el cuchillo le desgarraba los intestinos. Se llevó las manos al abdomen intentando tapar la hemorragia. Dos cuchilladas más, una a la altura de los riñones y otra en el pecho, hicieron que hincara las rodillas. Ebrahim sabía que lo habían matado y con el último soplo de vida murmuró con un hilo de voz algo ininteligible. El viejo profesor cayó de bruces con los ojos abiertos delante de sus asesinos. Se hizo el silencio. El suelo estaba mojado. Un reguero de sangre mezclada con agua discurría por el lateral de la calle empedrada hasta un sumidero cercano. En la penumbra las dos figuras parecían satisfechas de un trabajo bien realizado. Ambos miraban sin atisbo de compasión el cadáver.

—¿Estará ya muerto?

—¡Seguro! Le he rajado bien.

—¡Venga, vámonos!

—Espera, no tan deprisa… —dijo el más alto agarrando el brazo del otro—. Tenemos que encontrar los papeles. Los tiene que llevar encima, en su casa no había nada.

Ambos sicarios rebuscaron en el maletín, pero no lograron encontrar nada que tuviese valor. Solo unas partituras con las que el profesor debía dar clase.

—Aquí no hay nada de interés.

—Puede que lo tenga en su despacho.

—¡Larguémonos!

Tiraron los papeles y desaparecieron entre las sombras de los callejones de la ciudad. Cuando llegaron la Polizei y los servicios de urgencia al lugar de los hechos, solo se pudo comprobar que el viejo profesor había fallecido.

Dowson había llegado temprano a la universidad, y el conserje, según lo había dejado dicho Ebrahim, invitó a pasar Dowson al despecho donde podría esperarle de forma confortable. Dowson esperaba intranquilo debido a la tardanza del profesor. Eran más de las nueve y cuarto y la puntualidad de Ebrahim era acorde con la del país. Habían hablado por teléfono la noche anterior y Dowson lo encontró muy nervioso. Su tardanza no presagiaba nada bueno. Dowson sacó el teléfono para hacer una llamada y en ese momento la puerta se abrió de repente. Dos individuos entraron de forma abrupta. El agente se percató de que uno de ellos, el más alto y delgado, tenía ojos almendrados labios carnosos y pómulos marcados. El típico fenotipo egipcio pensó extrañado.

—¿Quiénes son ustedes? —inquirió Dowson.

—Somos… —el sicario no supo cómo seguir.

—Ayudantes del profesor —dijo el más alto sin mucho convencimiento y con aire desafiante.

Dowson se dio cuenta enseguida de que algo no iba bien, hizo ademán de sacar su pistola, pero los dos hombres se abalanzaron derribándole. Se entabló una lucha desigual en la que Dowson llevó la peor parte. Unos instantes después, cuando el personal de la universidad entró al despacho alarmado por los ruidos de la pelea, solo pudo encontrar a Dowson noqueado. Las ventanas estaban abiertas y dos hombres corrían por el campus hasta perderse de vista. Dowson había tenido suerte, los sicarios prefirieron desaparecer antes que verse envueltos en una situación comprometedora. Aquella misma tarde ya se encontraban fuera del país alpino.

Capítulo II

Visita a Washington

En Washington el clima era templado. Aquella primavera invitaba a conocer la ciudad y dar paseos relajados por alguno de los numerosos parques de la capital. Si bien existen muchas razones para visitar Washington, para Félix Brun aquello no resultaba un viaje de placer. Se había enterado de la muerte de su viejo amigo Ebrahim en Berna y sabía que su viaje desde Múnich debía estar de alguna forma relacionado con ese asunto. Félix estaba autorizado por el Ministerio de Defensa para colaborar con los Estados Unidos. En Washington le esperaba un antiguo conocido. El general Edward W. Harris, con quien ya había colaborado varias veces en el pasado.

Félix Brun-Hoffman era un oficial de treinta y cinco años del ejército del aire. Ingeniero aeronáutico por afición y piloto militar por vocación. En aquellos momentos se encontraba en servicios especiales. Ahora desarrollaba su actividad de paisano en una oficina en Múnich. Una pena para muchas de sus conocidas, que consideraban que el uniforme le sentaba como un guante y lo hacía aún más atractivo. Félix era alto y de complexión atlética. Se había mantenido en forma, aunque ya no volaba tan a menudo como solía hacerlo cuando era capitán y estaba destinado en una Base Aérea. Desde que ascendió a comandante se le hacía extraño formar parte del “escuadrón Hispano-Olivetti”, como se conocía despectivamente a los oficiales que habían pasado a desarrollar su servicio en algún quehacer administrativo.

Félix no solo era un hombre apuesto, también era inteligente. Sus capacidades se habían puesto de manifiesto en multitud de ocasiones. Sus ojos grises solían estar protegidos por las Ray-Ban de aviador que debía llevar casi siempre. Más por necesidad que por postureo. Sus retinas se habían vuelto muy sensibles a la luz y ahora necesitaba protección de día y gafas de ver por la noche para evitar los reflejos de las luces de otros coches. Un mal recuerdo por haber pasado muchos años destinado con los F-18 bajo el sol de Canarias.

Aparte de su gran preparación técnica, Félix era una persona de interés para los servicios secretos de muchos países. Español de nacimiento. Su padre, con importantes contactos, había sido un astuto agregado comercial en la embajada de España en Estambul, donde Félix había pasado parte de su niñez. Su madre era natural de Alemania, hija de un diplomático que había servido por medio mundo. Gracias a ello, Félix había sido educado en un ambiente muy refinado y sabía hablar varios idiomas casi sin acento. Lo que hacía realmente interesante a Félix para aquel trabajo era su conocimiento de los aviones militares y su amistad con el profesor Ebrahim Soltani.

Félix trabajaba desde hacía dos años en NETMA, la Agencia de la OTAN en Unterchaching, a las afueras de Múnich, donde se encargaba de la gestión de los últimos cazas Eurofighter que se iban a entregar a los países del proyecto. Recientemente había sido reasignado a una nueva oficina creada, para formar parte del programa FCAS. El ambicioso proyecto europeo para dotar a Francia, España y Alemania con un avión de combate de sexta generación. A su llegada al aeropuerto Dulles le esperaba un coche oficial que lo llevó hasta el Pentágono. En el despacho se encontraba el general Harris. Educado en West Point, primero de su promoción. Un hombre corpulento de pelo blanco y semblante apacible, aunque su puesto solía ser bastante complicado. Había servido en las dos Guerras del Golfo y nunca le tembló la mano a la hora de ordenar ataques con gran fuerza destructiva. Vestía traje de paisano, pero en las paredes se le podía ver perfectamente uniformado en varias fotografías con distintos presidentes de los Estados Unidos. La estancia estaba repleta de condecoraciones y metopas de varios destinos. Cuando se abrió la puerta el general se levantó con sonrisa franca.

—¡Félix, por fin! Pasa y siéntate.

—¿Cómo está señor? —saludó Félix cortésmente estrechando la mano del general Harris.

—Bien, bien. Siento haberte hecho venir de forma tan precipitada, pero no tenemos mucho tiempo.

—Se trata de Ebrahim Soltani supongo —Félix fue al grano.

—Supones bien ¿Quieres tomar algo?

—Un café solo sin azúcar por favor —contestó Félix.

—Veo que no has dormido nada en el avión.

—Así es —dijo Félix con expresión cansada.

Harris llamó por el interfono a su secretaria y le pidió un par de cafés bien cargados.

—Dime, tú eras amigo de Ebrahim. Trabajasteis juntos en la OTAN… —dijo Harris mientras se sentaba.

—Sí. Tuvimos una excelente relación. Conocía su trabajo técnico, pero desde que se marchó a trabajar a Oriente medio he sabido muy poco de él.

—¿Qué sabes de sus investigaciones?

—Gran profesional. Entregado a su trabajo. Era una persona reservada. Hablaba poco de las cuestiones técnicas, pero donde de verdad nos entendíamos era en el campo de la música. Era un experto en música clásica y a mí siempre me ha apasionado. Me dio a leer alguna de sus composiciones.

—Eres una caja de sorpresas Félix ¿de verdad sabes leer música? —preguntó Harris arqueando las cejas.

—Un poco. Solo soy un aficionado. El profesor me enseñó mucho en ese campo.

—¿Y qué sabes de su asesinato?

—Poca cosa —dijo Félix con pesar—. Lo que ha salido en los periódicos. Hacía tiempo que no nos veíamos.

Hubo una pausa. Félix y Harris se miraban.

—¿…y qué sabes del Estado Islámico? —preguntó Harris a quemarropa.

Félix frunció el ceño ¿que tenía el grupo terrorista que ver con el fallecido profesor? Harris continuó hablando.

—Muchos estados del Golfo Pérsico han sido acusados de financiar al Estado Islámico. Pero nuestro departamento piensa que en esta guerra las cosas no son tan claras ni definidas como parecen. Siempre hemos pensado que el apoyo que el Estado Islámico recibía se circunscribía a Qatar y Arabia Saudita y era solo cuestión de dinero.

—Creo que era obvio desde hace tiempo general —interrumpió Félix—. Pero sospecho que me va a decir algo más.

—La verdad es un poco más compleja querido amigo —prosiguió Harris—. Sabemos que algunos acaudalados individuos del Golfo han financiado a grupos extremistas en Siria, muchos llevando bolsas de efectivo a Turquía, simplemente repartiendo millones de dólares cada vez. Esta era una práctica extremadamente común en 2012 y 2013, pero desde entonces ha disminuido y es un porcentaje mínimo del ingreso total de Estado Islámico.

Harris hizo una breve pausa para saborear el café. Luego siguió explicando la situación a Félix.

—¿Has oído hablar del jeque Abdulá Al Awadi?

—¿Se refiere al millonario saudí al que siempre se le ha relacionado con la debilitada al Qaeda?

—Veo que estás enterado. Efectivamente, nunca se encontraron pruebas concretas de que apoyara al grupo terrorista, pero sus negocios siempre fueron turbios como poco. Los servicios secretos llevaban mucho tiempo detrás de esta intrigante figura que últimamente había intentado blanquear su imagen haciendo grandes inversiones en ciencia y tecnología gracias al grupo Alyira. Un fondo de inversión muy poderoso de los Emiratos Árabes.

—¿Y qué más dicen los servicios secretos?

—Suponen que es una pieza fundamental, no solo del Estado Islámico, sino de muchos otros grupos terrorista. Abdulá es una especie de tecnócrata del terrorismo. Se vale de una serie de científicos de fama mundial para desarrollar tecnologías que puedan ser empleadas para amar a estos grupos.

—¿Sugiere que el profesor Soltani había descubierto algo importante y Abdulá quería utilizarlo? —dedujo Félix.

—Así es. En realidad, el profesor trabajó sin saberlo para Abdulá. Cuando el profesor lo descubrió dejó la compañía donde desarrollaba su labor inmediatamente. Creemos que Abdulá se enfureció porque el trabajo quedó a medias. Mandó seguir al profesor. Le hizo una vigilancia exhaustiva. Espió su trabajo cuando daba clases en la universidad, pero no pudo dar con la clave de sus investigaciones. Finalmente mandó un par de sicarios para sonsacarle información.

—La cosa terminó mal para el viejo profesor —interrumpió Félix dejando su taza de café en la mesita.

—Así es. Pero creemos que Abdulá tiene parte de la información que el profesor Soltani iba a pasarle a Dowson, nuestro hombre en Berna.

—¿Y cuál es mi papel en todo esto?

—Tú has trabajado en los sistemas de defensa del caza europeo, ¿no es así?

—Sí, estuve trabajando en contramedidas pasivas. Pinturas que absorben radiaciones, señuelos y otras técnicas que hacen nuestros aviones sigilosos.

—Félix, lo que te voy a contar ahora está considerado como alto secreto —dijo Harris con tono adusto—. Ebrahim trabajaba en una base de datos para identificar con un margen de error casi nulo cualquier avión en vuelo.

—¿Cómo es eso posible? Tenemos técnicas para hacer que los aviones sean indetectables al radar.

—Ya no Félix. El profesor desarrolló un algoritmo muy sofisticado que literalmente puede detectar cualquier avión, aunque este emplee esas tecnologías sigilosas que tan bien conoces.

—Sé que el profesor estuvo trabajando en diversos aspectos del sistema defensivo de nuestros aviones. Pero no sabía que había dado con la clave para hacer detectables los aviones stealth.

—Pues así es —dijo Harris con tono de profunda preocupación—. Cualquier avión en vuelo presente y futuro ya no será invisible a los sistemas de detección enemigos. De alguna manera son todos susceptibles de ser derribados por un misil que tuviera esa información en su base de datos. Esta técnica también podría utilizarse para detectar barcos de guerra, submarinos y otros vehículos…

—¿Qué quiere que haga general? —contestó Harris inmediatamente al darse cuenta de la gravedad del asunto.

—Quiero que averigües qué es lo que el profesor había descubierto. Para ello, necesitamos que trabajes para Abdulá y te hagas con el sistema de detección para aviones sigilosos.

—¿Y cómo podré trabajar para el jeque?

El general sacó de un cajón varias fotografías y se las enseñó a Félix.

—Sabemos que Abdulá reside en los Emiratos Árabes. Es el CEO de una empresa de alta tecnología llamada Gulf Prime Electronics Ltd. Sabemos que está reclutando gente para proseguir con el trabajo del profesor. Tú tienes la cualificación y la experiencia. No te preocupes —prosiguió Harris con tono tranquilizador—, no estarás solo. Ya tenemos allí a una persona infiltrada que se pondrá en contacto contigo. Ella goza de buena reputación y ha hablado en tu favor para que seas aceptado como investigador asociado. Tus credenciales serán inmejorables.

—¿Ella? —preguntó perplejo Félix.

—Sí, es una mujer muy valiosa para nosotros. Especialmente para mí —dijo Harris con una sonrisa—, la he protegido desde que la conocí. Es casi como una hija. Contactará contigo cuando llegues allí y te dará más detalles.

Llamaron a la puerta y la secretaria de Harris entró de nuevo, esta vez con abundante documentación que entregó al general.

—Te hemos preparado todo lo necesario —dijo Harris entregándole varios papeles a Félix—. Tienes una cuenta abierta en el HSBC a tu nombre. Tarjetas de crédito, visado, tus credenciales y todo lo que puedas necesitar para no tener problemas con inmigración.

La secretaria también entregó a Félix un portafolios.

—Ahí tienes una copia de todo lo que sabemos del caso —dijo Harris con satisfacción.

—Ya veo —dijo Félix ojeando los papeles—, …dossier del jeque, datos e informes sobre Gulf Prime Electronics Ltd. y todo lo relativo a la investigación policial del asesinato de mi viejo amigo, el profesor Soltani.

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