Buch lesen: «Los irreductibles I», Seite 4

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VIII

La idea de serializar el contenido fue, desde un punto de vista empresarial, simplemente perfecta. Pero a Kino le producía rencor ese pensamiento. A su modo de ver, de esa forma se perdió la integridad creativa, pues se empezaron a caer en absolutamente todos y cada uno de los clichés pensados en mantener al espectador pegado a la pantalla, o más bien, pegados a las Mind-mallows. La calidad de los guiones cayó de forma generalizada unos pocos años después, y aunque era el principal entretenimiento de las masas, Kino renegaba de las senseries, diciendo que lo único que hacían era idiotizar impidiéndote pensar durante el tiempo que durasen los capítulos. Pero lo cierto era que a la gente no le importaban los guiones, algo que a él le frustraba todavía más.

Lo cierto es que la capacidad de decisión dentro de las senseries había avanzado hasta un punto en el que eran prácticamente una simulación de una segunda vida, teniendo una libertad prácticamente ilimitada para hacer lo que les diese la gana. Desde tirotear una guardería a saltar en un coche desde un precipicio o montarse orgías en los burdeles más exclusivos.

La gente usaba las senseries para dar rienda suelta a aquello que jamás harían en el mundo real, y a Kino aquello le daba escalofríos. Al fin y al cabo, para saber qué partes del cerebro estimular para recrear una sensación u otra, primero había que escanear a quien estuviese pasando por lo mismo. Por lo que, teniendo en cuenta lo retorcida que es la gente, no quería ni imaginarse las cosas que habría que haber hecho para recrear ciertas sensaciones. Sobre todo, cuando había violencia y sexo por medio.

Lo más paradójico de la opinión general acerca de las senseries era que, a pesar de que eran ellos mismos, los propios usuarios, los que decidían ignorar la trama para ir a satisfacer sus ambiciones más oscuras, luego se quejaban de que ya no había alternativas dentro de las senseries modernas y que eran repetitivas.

«Manda cojones».

Esas palabras pasaron por la cabeza de Kino mientras pensaba en estas cosas. Recordaba una antigua serie de videojuegos de la época de su juventud, los «Grand Theft Auto» (o GTA para la mayoría) fue una serie de juegos que existían desde antes de que naciera Kino, y que fueron revolucionarios y polémicos a partes iguales. Revolucionarios porque fueron los que introdujeron el concepto de «juego de mundo abierto», donde al jugador lo colocan en medio de un entorno ficticio tridimensional y le dan completa libertad para hacer lo que quiera (dentro de unos límites, obviamente), y polémico precisamente porque había libertad para hacer lo que cada uno quisiera. A medida que dichos juegos iban avanzando, cada vez se daban más posibilidades de hacer lo que te diera la gana: una selección interminable de vehículos con los que desplazarse por tierra, mar o aire; infinidad de actividades que practicar, desde bolos a golf (en uno de ellos incluso se puede invertir en la Bolsa, por favor); y la parte favorita de Kino, unos guiones y unos diálogos geniales, dignos de cualquier película de Michael Mann o Martin Scorsese. Sin embargo, lo que todo el mundo recordaba de haber jugado al GTA es robar un coche, buscar una puta, conducir hasta un sitio apartado, ver cómo el coche empieza a botar mientras se oyen los gemidos en el interior a la vez que el dinero del jugador desciende y su salud empieza a subir por encima del máximo, para, por último, cuando ha terminado y la trabajadora nocturna sale del coche para seguir con su jornada, atropellarla y luego robarle el dinero. En serio. Esto era lo que hacía la mayoría de la gente que jugó a algún GTA.

Pues lo mismo pasaba un poco con las senseries. Da igual las posibilidades de distintas narrativas que les pongas al alcance, lo cierto es que hay una cantidad increíble de gente que disfruta dando palizas a putas. Chocante es decir poco.

IX

Las puertas del vagón se abrieron, y el caos habitual tuvo lugar entre la gente que salía de él y los que esperaban en la estación de Chamartín. «Dos paradas más», pensó Kino.

Una anciana de aspecto medio roto entró en el vagón poco antes de que se cerraran las puertas apoyada en un bastón y lanzando miradas temerosas alrededor, como si cualquiera de los viajeros que viajaban absortos en las imágenes proyectadas en las palmas de sus manos la fuese a tirar en cualquier momento de un empujón. Instintivamente, Kino le cedió su sitio, con lo que la señora le lanzó la más dulce de todas las miradas de agradecimiento y se sentó con esfuerzo mientras le daba las gracias. Más bien, Kino se imaginó que le daba las gracias porque llevaba los cascos puestos y De La Soul no le dejaba escuchar.

Caminó unos pasos hasta una de las barras de hierro del vagón, que estaba desocupada, y allí apoyado sí que oyó algo por encima de la música. Miró por encima del hombro, intentando ubicar el origen de las estridentes y molestas risas que le habían sacado de su ensimismamiento, y sentados unos asientos más allá vio el foco del estruendo.

Eran un grupo de cuatro jóvenes bien parecidos de menos de veinticinco años, sentados dos frente a los otros dos. Bastante pijos, a juzgar por los ceñidos trajes de ejecutivo que llevaban. Tres chicos y una chica, y todos ellos hablaban a gritos y con una efusividad que provocaba confusión. Aunque aquello no parecía importarle demasiado a nadie más que a Kino y a quien no tuviese auriculares.

Kino se encontraba ante un dilema, subir más el volumen de la música y probablemente quedarse sordo o seguir escuchando a aquellos niñatos y lo que decían, algo que probablemente le diese un tumor cerebral.

La Castellana era la zona donde la gran mayoría de empresas grandes e importantes tenían sus sedes, el tipo de empresas cuyo presupuesto anual de marketing supera a la facturación total del noventa por ciento de empresas restantes a lo largo de toda su vida. Así que era la zona del país donde mayor demanda había de abogados. Y allí iban a parar casi todos al salir de la carrera, como aquellos cuatro, lo más seguro. Aunque no quisiera, a Kino le llegaban algunas palabras y frases sueltas, las suficientes para que se imaginase los temas de los que estaban hablando. Algunos de ellos ya habían terminado la Universidad, y contaban batallitas de asignaturas y profesores, pero la conversación en esos momentos se centraba en los másteres. Dos de los chicos y la chica discutían los pros y los contras de empezar con el segundo máster antes de terminar la carrera. Pero el cuarto, que aparentemente debía de ser el alfa, se jactaba de no solo haber terminado la carrera, sino también de su tercer máster, y cómo gracias a eso había entrado en prácticas (no remuneradas) en ACS.

Lo que molestaba a Kino era la importancia con que contaban aquellas cosas, como si fueran las primeras personas en descubrir la más plena felicidad y el sentido de la vida, en vez de ser ruedas de un engranaje. En aquellos momentos el alfa contaba cómo se había fundido su primer sueldo en una fiesta con putas y droga, pero con clase. Un local exclusivo con las chicas más caras. Faltaría más. La chica y uno de los otros dos chicos lo miraban impresionados y con claras intenciones sexuales, el otro chico no participaba mucho en la conversación. Debía avergonzarse de no haber terminado todavía su primer máster.

Pero Kino sabía fijarse en la gente, o eso intentaba si tenía la intención de convertirse algún día en un escritor de verdad. Y lo cierto es que aquellos jóvenes abogados no le engañaban, podía ver a través de sus sonrisas forzadas que pretendían esconder la duda que había en sus ojos. No es posible que alguien sienta tanto ímpetu por hacer algo que han hecho tantos miles de personas antes que tú y que van a hacer tantos miles de personas después. Lo rutinario no genera tanta felicidad y euforia.

A los ojos de Kino, aquello era intentar convencer a los demás y, por extensión, a uno mismo de que se han tomado las decisiones adecuadas. No solo había experimentado él mismo la misma sensación al terminar sus estudios, sino que veía el mismo proceso de negación y autoconvencimiento en cada nueva promoción de universitarios que se incorporaban al mundo laboral. Simplemente había que convencerse de que aquello valía la pena, de otra manera no tenía sentido haber renunciado a la juventud. ¿No?

«Plaza de Castilla». Ya solo faltaba una parada.

X

De la salida del metro a la sede tardó una canción y media, y en el camino se fue liando un cigarro. Cuando hubo terminado levantó la vista y se encontró con que sus pies le habían guiado automáticamente hasta dejarlo de frente con la imponente estructura que era la sede de Industrias Lázaro.

El cielo gris empezaba a oscurecer a medida que el sol se acercaba a la línea del horizonte de la Sierra, borrosa tras tanta polución. No obstante, justo mientras Kino levantaba la mirada, las nubes se apartaron dejando un agujero, y un rayo de luz llegó hasta el edificio de cristal, iluminándolo directamente y haciéndolo brillar, creando una imagen imponente, la verdad.

El edificio se encontraba donde había estado en su día el Hospital de San Rafael, lo suficientemente apartado del Hotel Ramos como para que aquella horterada no le tapase el sol. La gente de la zona se refería a la sede de Industrias Lázaro como «la Iglesia», y había que admitir que la enorme estructura tenía cierto porte regio. La Iglesia se sostenía con columnas, postes y paredes blancas, y aunque había algunos paneles para tapar de la claridad del sol, todos los exteriores del edificio bajo eran cristaleras.

Aquel radiante edificio tenía una forma circular, como un estadio o una plaza de toros. El círculo de cristal era la parte a la que el público tenía acceso, y todo a lo largo suya había salas multiusos destinadas a los eventos de marketing en su mayoría. En la parte más cercana a la calle, que era donde estaba Kino, estaba la entrada, y al lado opuesto de la circunferencia se erigía el edificio principal, que era donde estaban la mayoría de las oficinas, así como el ala de I+D. Aquel edificio principal, iluminado por la luz del ocaso, parecía la hoja de la daga de un gigante apuntando desafiante al cielo. El estrecho pero considerablemente alto edificio brotaba de la propia estructura del círculo de cristal, y en este solo había ventanas por la parte interior y exterior del círculo, por los lados las paredes eran blancas. Dentro del círculo crecía un frondoso jardín con plantas y fuentes, un oasis en medio de la ciudad y donde la mayoría de los trabajadores de la Iglesia iban a pasar las horas de descanso.

Le dio la primera calada al cigarro y Kino se dirigió a la entrada principal preguntándose cuánto cobraría un responsable de contenidos sénior, al mismo tiempo que el breve rayo de sol volvía a desvanecerse, haciendo que el edificio dejase de brillar y dándole un aspecto lúgubre.

Al acercarse a las enormes puertas dobles de cristal custodiadas por dos guardias de seguridad, uno a cada lado, Kino cayó en la cuenta de que se acababa de encender el pitillo. De manera que, con la intención de no desperdiciar tabaco, se lo apagó con sumo cuidado en la suela de su bota procurando que solo se echase a perder el principio del cigarro. Una vez hecho esto, se acercó a la puerta, y uno de los guardias se dirigió a él.

—El acceso al público cierra a las ocho, señor.

—Sí, ya, disculpe. El caso es que me esperan dentro.

—De acuerdo, pero quienes le esperan también tendrán que salir a las ocho.

Kino reprimió una risa.

—No se preocupe, yo se lo digo de su parte.

No le hizo caso a la agria expresión de la cara del guardia de seguridad y se dirigió a las puertas de cristal, que se abrieron automáticamente en cuanto se acercó lo suficiente. El interior era cálido, y una melodía suave sonaba por el hilo musical. Kino miró alrededor, buscando, y cuando lo encontró se dirigió al puesto de información, que estaba a medio camino de la puerta principal y la que daba acceso a la zona de jardines. Una vez allí, se dirigió a la chica que estaba detrás de la mesa, que en aquellos momentos terminaba de meter todos los papeles de su mesa en los cajones que había debajo, y sus efectos personales en el bolso.

—Disculpe, tenía una cita. No sé si podrá ayudarme.

La chica, que obviamente se moría de ganas por irse de su lugar de trabajo un viernes a última hora, le miró con cara de muy pocos amigos.

—Vamos a cerrar en un rato, señor.

—Sí, bueno. El caso es que había quedado a esta hora con el jefe.

—¿El jefe de quién?

—Pues de casi todos aquí. Vengo a ver a Raúl Lázaro.

—¿En serio? —Kino asintió—. ¿A estas horas? —Kino volvió a asentir, mientras la chica se volvía a sentar en su silla ergonómica resoplando—. Hay que ver…

Encendió el ordenador, y la pantalla se proyectó en el aire ante su rostro mientras ella desenrollaba su teclado flexible. Luego, empezó a navegar a toda prisa por menús y ventanas, hasta que llegó a una lista de contactos y llamó a una compañera en videoconferencia.

«Hola, Danny. ¿Qué quieres hija? Me pillas in extremis, que me estaba yendo ya».

—Ya lo sé, tía, pero me acaba de llegar uno que tiene una cita con el jefe.

«¿Con el jefe-jefe?».

—Ajá.

—«¿A estas horas?».

—Eso digo yo —dijo Danny lanzándole a Kino una mirada asesina.

«¿Y qué, necesitas que te pase con Isidoro, no?».

—Ajá.

«A ver, un momento». —La compañera de Danny se puso a navegar a su vez por los menús de su ordenador tecleando a toda velocidad. Con todos los protocolos que tenían que seguir para ponerse en contacto entre departamentos, normal que la chica le mirase así, pensaba Kino—. «A ver, aquí está. Te lo paso ya, ¿vale? Perdona si estoy un poco brusca, pero es que estoy con prisa».

—Ya, ya. No te preocupes, cariño. Gracias.

Las dos se lanzaron un beso, y el recuadro de la pantalla donde hasta hace unos instantes había aparecido la compañera de Danny se cerró para dejar paso a otro recuadro que anunciaba que se estaba estableciendo el enlace, con un ruido de tono telefónico. Donde antes había aparecido la sonriente cara de su compañera, ahora se abrió un recuadro donde un chico muy joven y serio le respondió:

«Despacho del Sr. Lázaro».

—Hola, Isidoro. Tengo aquí a un señor que dice que tiene una cita con el Jefe.

«¿Quién es?».

Danny miró a Kino.

—¿Nombre, por favor?

—Joaquín Jade.

—Se llama Joaquín Jade.

«Ah, sí. La cita de las diecinueve horas del Sr. Lázaro. Mándalo hasta el auditorio y ya bajo yo a buscarlo. Gracias, Danny». —Y sin más, colgó.

—Si ya sabes quién era, ¿para qué…? —murmuró en voz baja una malhumorada Danny mientras cerraba las pestañas de su ordenador—. El asistente del Sr. Lázaro, el Sr. Silva, le estará esperando a las puertas del auditorio este para llevarlo hasta las oficinas del Sr. Lázaro. Está casi al otro extremo del estadio… le llamamos «estadio» a esta parte de las instalaciones…

—Sí, no te preocupes. Conozco más o menos la zona, ya he estado aquí antes.

Danny soltó avergonzada un breve suspiro, dándose cuenta de que no se estaba comportando de la forma más profesional posible.

—¿Seguro que no necesita que le acompañe?

—No, de verdad. Otro día, si acaso.

Ella le miró enarcando una ceja y con una media sonrisa.

—Muy bien. Hasta otro día, en ese caso.

Kino se despidió sonriendo y se puso en camino. No se le había escapado el retintín en la voz de la recepcionista cuando se despidió, y aunque no lo dijo con esa intención, se figuró que ella se había imaginado que con lo de «otro día» quería decir que ya se pasaría a verla más adelante. Sonrió con algo de orgullo de haber conseguido que Danny le siguiera el rollo sin siquiera haberlo intentado, a pesar del kilometraje que llevaba encima aún era capaz de mantener cierto atractivo… «Bueno, más que atractivo, encanto», pensó al verse reflejado en uno de los ventanales que daban al exterior oscuro. Como Rebe siguiese sin responderle a los mensajes, le iba a entrar. Seguro. Aunque estar seguro de aquello significaba que estaba seguro de que después de hablar con su hermano, volvería por allí. Y eso era mucho de lo que estar seguro.

Los ruidos de sus pisadas provocaban un eco sordo en los pasillos del estadio, la parte circular de la Iglesia. A aquellas horas no quedaba casi nadie, solo los últimos trabajadores rezagados y los del turno de limpieza, que empezaban a repartirse por toda la superficie. Mientras caminaba describiendo la media circunferencia hacia la derecha para llegar hasta el auditorio, a sus lados iban pasando las ventanas. Las ventanas de su derecha daban a los jardines interiores. Pero las ventanas de la izquierda, las que daban al exterior, a veces se veían interrumpidas por salas de reuniones o despachos y oficinas con paredes blancas relucientes.

Kino llegó caminando hasta las puertas del auditorio este, que era el que más cerca estaba del edificio principal. El secretario de Raúl aún no estaba allí, por lo que Kino se apoyó en una columna a media distancia entre las puertas del auditorio y los ascensores de la torre. Pasaron cinco minutos, y por fin Kino vio salir de los ascensores a Isidoro Silva, quien después de localizarlo se dirigió en su dirección con paso firme y seguro.

Kino ya conocía a Isidoro, era un lameculos estirado, lo que lo convertía en el perfecto secretario de su hermano. Era un chico que entraba en la década de los treinta. Tenía unos fríos ojos negros en los que quedaban pocos rastros de vida, que miraban con superioridad desde detrás de unas gafas cuadradas sin montura, que se apoyaban (o, mejor dicho, se incrustaban) sobre una nariz chata y redonda. Llevaba el pelo del color de la paja húmeda muy corto por los lados y peinado con una raya al medio en la coronilla, y vestía con una apretada chaqueta ajustada de corte ejecutivo color marrón y pantalones color beige, y en sus manos llevaba una tableta como la que Kino utilizaba a veces para escribir, pues las holo-pantallas le terminaban cansando la vista. Su forma de andar resultaba bastante cómica, pues, aunque no estaba gordo tampoco estaba delgado, y caminaba dando muy deprisa pasos no muy largos. Parecía un personaje de una serie de dibujos animados. Isidoro se acercó hasta donde estaba Kino y habló con su voz aguda y aflautada.

—Buenas tardes, Sr. Jade, le estábamos… ¡Aquí no se puede fumar!

—¿Qué? —Kino siguió la dirección que indicaba el acusador dedo de Isidoro, quien con una expresión de alarma de incendio miraba la colilla del cigarro que Kino se había dejado a medias antes de entrar—. Está apagado.

Isidoro siguió mirando el cigarro con cara de susto, pensando muy bien cómo proceder.

—Pero todavía puede contaminar el entorno.

Kino levantó las manos, conciliador, y miró en torno suya buscando una papelera. Por suerte había una en la pared más cercana.

—Ya está —dijo al volver de tirar la colilla, mientras se apagaba el eco de sus pisadas en el recinto casi vacío—. Bueno, ¿qué pasa con mi hermano? Debe estar ocupadísimo.

—Como siempre. Pero ahora ya está listo para recibirle. Por favor, acompáñeme.

Ambos se dirigieron hacia los ascensores, e Isidoro llamó al mismo en el que había bajado antes, que aún seguía allí. Los ascensores eran de cristal, y al subir ascendían detrás de un panel de vidrio que se extendía desde la base hasta lo más alto del edificio pudiendo ver así una vista privilegiada de la ciudad. Y al llegar al piso destino, otra puerta se abría por el lado contrario al que habían entrado, accediendo así a las oficinas.

Se subieron y el asistente de Raúl Lázaro pulsó el número 60 en la pantalla del ascensor. Con un movimiento muy suave que no provocó ninguna sacudida, el ascensor empezó a subir por los raíles magnéticos en silencio, y poco a poco cogió velocidad. A medida que ascendían, el edificio circular al que llamaban el estadio, con sus jardines en el centro, fue quedando cada vez más abajo. Kino miraba distraído por la ventana, contemplando la imagen de la ciudad que empezaba a iluminarse bajo un cielo que parecía resistirse a oscurecer, aunque el sol ya había desaparecido por detrás de las montañas. Isidoro, por la otra parte, daba su espalda a las vistas, orientado hacia la puerta que se abriría cuando se detuviera el ascensor y revisando múltiples pestañas en la pantalla de su tableta.

—Espero que no haya tenido que esperar mucho tiempo, Sr. Jade.

Kino se encogió de hombros.

El ascensor se detuvo con suavidad, y los dos lo abandonaron. Delante de ellos se extendían las paredes oscuras y el suelo blanco de un amplísimo pasillo de techo muy alto, en el cual había una franja de vidrio que durante el día permitía que entrase por ella la luz y la claridad. A esas horas, la única luz procedía de unas lámparas situadas a lo largo de las paredes que iluminaban la estancia lo necesario como para saber por dónde se andaba. Aquello le daba a aquel pasillo el aspecto de una catedral o el corredor de un monasterio.

Mientras caminaban, a sus lados desfilaban las puertas que daban a los despachos del resto de los principales dirigentes de Industrias Lázaro, vacíos a aquellas horas. Menos el último. El despacho del fondo era el de su hermano Raúl, el antiguo despacho de Ricardo Lázaro. Llegaron hasta el final del pasillo, hasta la mesa de Isidoro, situada a un lado de las grandes puertas de doble hoja que comunicaban con el despacho. Isidoro se inclinó sobre su mesa y pulsó un botón durante un par de segundos. Kino se imaginó que aquello debía de ser alguna especie de timbre, aunque allí no se oyera nada. Isidoro se incorporó y pasó de nuevo por delante de Kino, que esperaba con las manos metidas en los bolsillos del chaquetón desabrochado, llegó hasta las puertas de madera y giró el pomo. Con un chasquido las puertas se abrieron, y mientras, al otro lado del enorme despacho, Raúl Lázaro se levantó de su silla apoyándose en su gigantesca mesa de cristal, y durante un segundo los dos hermanos se miraron a los ojos por primera vez en más de seis meses, cada uno a un extremo de aquella enorme sala.

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