Buch lesen: «Páginas que no callan», Seite 2

Schriftart:

Hacer un estudio con todo detalle acerca de un autor y sus obras –todo inexistente–. Biografía, estilística, asuntos, todo ello inventado (1998: 249).

En esas circunstancias de la vida de Aub se le ocurre la idea de utilizar en la composición de sus textos el recurso del apócrifo,4 que es vértebra de Jusep Torres Campalans, de Antología traducida, de Juego de cartas y de las reescrituras y ediciones de Luis Álvarez Petreña. Siguiendo al autor en la intimidad de su diario, se encuentra el 9 de agosto de 1955 la creación del personaje: «Nace Jusep Torres Campalans» (1998: 266), y un plan de la novela que sufrió algunas alteraciones en el proceso de ejecución. El pintor y su obra son concebidos en el momento en que se consuma la derrota definitiva de la utopía entrevista en la España de la II República, como se lee en la nota del 15 de diciembre de 1955:

Anoche ingresó España en la onu. La urss votó a favor, y Yugoslavia también (mientras despedíamos a su embajador, que proclamaba su odio a Franco). México se abstuvo: «Dios le bendiga». Ganó Franco, hasta que se le revienten las entrañas. «Somos unos perdidos». ¿Por qué no reconocerlo? Lo hemos perdido todo, menos la vida. Es decir, no hemos perdido nada: todo queda por hacer. Hasta que nos borren del mapa; no falta mucho. ¿De qué sirve la verdad? (1998: 268).

Acosado por el miedo a la muerte y por la derrota de la «verdad» histórica, Aub pone en práctica la estrategia del apócrifo en ese momento en que tiene prisa para terminar el retablo de El laberinto y también, como dice él, lo que no está escrito. Así, durante más de una década Aub estuvo trabajando en el proyecto del retablo de la Guerra Civil y sus consecuencias, y en ese proyecto supuestamente motivado por la imaginación, dándole vueltas a sus apócrifos y experimentando ese recurso literario tan relevante en el siglo xx en diferentes autores de diferentes tradiciones literarias, como analizó Juan Oleza (2012) en sus escritos sobre Aub, o máscaras, para Antonio Carreño (1996), que cobran existencia en «la retórica de la otredad» (2001: 32), como propone Arcadio López Casanova cuando examina Antología traducida.

Una clave para describir e interpretar esa retórica de la otredad parece ser que la singularidad de la obra de Aub está en su talento para crear y explorar reiteradamente lagunas discursivas. Las historias de vida o las biografías del otro solo se pueden escribir si autor y lector pueden aceptar el pacto de convivir con lagunas, con ese espacio de tiempo que no dejó rastro, pero que sí es continuo. Una continuidad que se crea con movimientos de sucesión y alternancia entre periodos de la vida del personaje, de los cuales se conocen sus pasos y otros en los que no hay posibilidad de encontrar ninguna referencia a él. En esa línea de continua discontinuidad, la presencia de la casualidad, y no de la causalidad, juega un papel importante para construir el enredo, pues ella da a las lagunas la característica de elemento constituyente de las historias de vidas.

Si nos atenemos a la fecha de publicación, el primer otro creado por Aub es Jusep Torres Campalans, esa novela de estructura cubista, como la describen todos los críticos y como se propuso hacerla su autor. El lector no está obligado a seguir la linealidad del libro, a leer una tras otra las diferentes secciones que integran el índice de la obra: «Prólogo indispensable, Agradecimientos, Anales, Biografía, Cuaderno verde, Las conversaciones de San Cristóbal y Catálogo» (1999a: s/n). Se la puede leer salteando sus partes, se puede solamente ver o detenerse en las telas y dibujos del pintor. Ya en el prólogo, algunos elementos nos ayudan a comprender esa relación entre apócrifo y lagunas discursivas como estrategias de representación del olvido. El narrador, como la obra se presenta como biografía, asume su nombre civil para ejercer la función de biógrafo, adopta la frase coloquial e irónica y relata la casualidad que le pone frente a frente con Don Jusep:

En 1955, fui invitado a dar una conferencia en Tuxla Gutiérrez, capital del estado de Chiapas. «Mejor aquí –dije– que en parte alguna de México, está bien celebrar los trescientos cincuenta años de la primera parte del Quijote». [...] Una noche, en la librería de la Plaza, hablando con un joven poeta de la localidad, fui presentado a un hombre, alto, de color, seco al que llaman «Don Jusepe» (1999a: 17).

A esas dos casualidades se añaden otras que le proporcionan al conferenciante algunas informaciones sobre ese catalán que hace cuarenta años que vive retirado entre los nativos y que «No quiere hablar del pasado» (1999: 18). Cabe subrayar que el narrador accede a ellas a través de encuentros y conversaciones casuales con personas con las cuales trató el pintor, es decir, con productores de testimonios orales que dan al biógrafo la posibilidad de recuperar documentos de la vida europea de Don Jusep que, casualmente, Jean Cassou guardaba entre sus papeles: un cuaderno de notas del pintor y el catálogo de la exposición de su obra en Londres, exposición impedida por los bombardeos nazis. Nótese que los datos necesarios para la construcción de la historia de Campalans no se encuentran en archivos, es decir, no están en espacios institucionales de la memoria social. Reconstruir su trayectoria exige métodos que entonces no tenían legitimidad en la escritura historiográfica: recoger testimonios orales, transcribirlos, editarlos y complementarlos con documentación conservada en esferas de la vida privada, método que a partir de los sesenta se extendió para contar la historia de los marginados o excluidos de la sociedad.

Así se suman en el prólogo las diferentes casualidades y se revela cómo ellas llevan al autor a documentos, testimonios, fotos, telas y dibujos que entran en la composición del libro. El honesto biógrafo, figurándose un hombre común, en la primera frase de los agradecimientos da énfasis a las dificultades que afrontó para realizar su trabajo: «he tenido que reconstruir esta historia como un rompecabezas» (1999a: 29). De esa larga trayectoria resultó el libro tal cual se nos presenta. Es decir: el autor de la biografía mantiene la estructura en distintas partes para respetar el estatuto de cada material –documentos, testimonios, entrevistas– y transportar al libro cierto carácter serio y culto, carácter que se acentúa a través de la incorporación al texto de las notas explicativas y de los comentarios críticos que se publicaron sobre la obra del biografiado, expedientes que dan verosimilitud al texto y su adscripción a dos formas literarias: biografía y novela. Cabrá al lector elegir en cuál categoría prefiere homologarlo. A su vez, todavía en el prólogo, el autor evalúa el resultado de su trabajo, explicitando los criterios que utilizó para dar a la obra su formato de secuencia de partes heterogéneas: «Es decir, descomposición, apariencia del biografiado desde distintos puntos de vista; tal vez, sin buscarlo, a la manera de un cuadro cubista» (1999a: 20).

Pero ese cuadro cubista no es aprehensible en una mirada. El lector tiene que seguir una secuencia de fragmentos de los que el único que tiene una escritura continua es el que se titula «biografía». El cuaderno verde de Campalans es una secuencia de notas; en todas las demás partes hay remisión a notas bibliográficas y a comentarios críticos; están las reproducciones de cuadros y dibujos que «se colocan donde ofrecen mejor luz» (1999a: 20) y, por fin, el catálogo no corresponde a la secuencia de las imágenes. La obra es un collage de fragmentos. Así, la descomposición del biografiado, que sin duda es una puesta en escena de la radical crisis del yo, como entiende Oleza (2012), se construye con un discurso que deja y explora lagunas; lagunas que se sitúan entre las diferentes partes y dentro de cada una de las partes. Esa escritura conlleva su contrapartida en el acto de lectura: entrar en un laberinto de fragmentos, donde no se encuentra el discurso continuo, completo, coherente y jerarquizado del discurso biográfico. El lector se enfrenta al desafío de intentar rellenar lagunas o a preguntarse por el sentido que está en la raíz del texto. Y su raíz es también una laguna, una laguna de memoria del narrador que tal vez la obra quiso reparar, ya que Aub confiesa que se acordó, después de concluir el libro, de que, en 1937, en una comida en París, había oído el nombre de Campalans y que alguien le había dicho entonces: «Desapareció sin rastro. Tenía talento» (1999a: 30).

La biografía relata la formación y la desaparición de un artista; de un pintor que, por católico y anarquista, creyó que la solidaridad podría regir el mundo. El comienzo de la I Guerra Mundial derrotó su utopía, como confiesa a Alfonso Reyes, cuando lo buscó en París para pedir un visado a México:

¿En qué mundo hemos venido a vivir? ... ¿Dónde quedaron tantas promesas? ¿Dónde ha quedado la hombría de los trabajadores? Nos han engañado a todos. ¿Quiénes? Nosotros mismos armamos el teatro. Nosotros mismos lo preparamos. ¡Nadie podría forzarles a luchar unos contra otros! ¿Cómo suponer –hace quince, ocho días– que un obrero alemán disparara contra un obrero francés? Eso creíamos a pies juntillas (1999a: 190).

Pero a diferencia de Aub, que se agarró a la escritura para sobrevivir a la derrota, para dejar constancia de su utopía, Campalans, su otro, elige el silencio. Frente a la sinrazón del mundo el arte ya no tiene sentido:

Dejé de pintar. Sí: dejé de pintar. ¿Por qué? ¿Por qué se deja de hacer una cosa? Por voluntad o por desgana. Por voluntad lo hice [...] Pintaba para salvarme, como espero salvar mi alma por el día, que está cercano, de mi muerte. Salvarme en la tierra presuponía hacerlo entre los hombres que, no me cabía duda, serían cada día mejores. Cuando me di cuenta de mi equivocación, renuncié (1999a: 316).

Al mismo tiempo que escribe Campalans, Aub iba elaborando el proyecto de Antología traducida, convivencia entre las dos obras que no se explicita si tenemos en cuenta solamente el año de publicación, ya que esta se editó en 1963, pero que se confirma en anotaciones de Aub que están en documentos que se conservan en la Fundación Max Aub (F.M.A. A.D.V. Caja 2/MS. 7 –Notas varias– tres tragedias y una sola verdadera). En ese manuscrito, entre los días 6 de noviembre y 26 de diciembre, se encuentran anotaciones sobre la actividad de traducción que, reelaboradas, integran la nota preliminar en la cual Aub nos presenta la obra. En el referido manuscrito también se encuentran nombres de algunos poetas, algún dato biográfico de algunos de ellos y versos que aparecen en la antología. En nota al pie de página de la edición de Antología traducida preparada para Las obras completas del autor que va publicando la Biblioteca Valenciana, Eleanor Londero (2001: 168) afirma que Aub se habría valido del libro de Adolfo Federico Shack (Poesía y arte de los árabes en España y en Sicilia) en la traducción de Valera, citado por Aub en la nota preliminar, para elegir nombres y datos de poetas y luego combinarlos a su manera.

En la presentación del libro, Aub se pregunta sobre la calidad de los poetas, contando brevemente dos episodios de su vida: un tío suyo alemán observará que el niño Max no tenía percepción del ritmo y que Joaquín Díez Canedo, después de leer sus Poemas cotidianos, le había aconsejado dejar la poesía. Los dos recuerdos vienen a cuento para justificar su decisión de fijarse en poetas menores «semiborrados de la memoria» (2001: 167) y se puso a «traducir estos poemas segundones». Los apócrifos le permiten al autor seleccionar/crear poemas escritos desde la Edad Antigua (el primero es un anónimo que Aub indica ser de la época de Amenofis IV) hasta algunos del siglo xx, sin considerar ningún tipo de frontera. La obra recoge una pluralidad de voces o de «otros». ¿Qué hay en común entre ellos? Como observa Arcadio López Casanova en su estudio preparado para la edición de las obras completas, hay determinadas recurrencias: «se trata, siempre, de enamorados, desposeídos o desarraigados, perseguidos, heterodoxos, incansables viajeros, libertarios, soñadores o víctimas a menudo, asimismo de muertes violentas o de dramáticas soluciones suicidas» (2001: 35). Entre los segundones también está Aub, con un poema, y una pequeña biografía en la cual el escritor es desautorizado, ya que «Lo único que consta es que escribió muchas películas mexicanas carentes de interés. Nadie le conoce. Sus fotografías son evidentes trucos» (2001: 244). Nótese que, en su escueta biografía, Aub toma prestados algunos rasgos de Campalans, pero aquí para aludir a semejanzas existentes entre ambos. Ese modo irónico y oblicuo de figurarse en el mundo de los segundones también está presente en otros poemas apócrifos que plasman la vida o la situación de Aub, caso por ejemplo de un poeta y algunos de sus versos que se encuentran en sus diarios en noviembre del 1954. Se trata de «Yojanan Ben Ezra Ibin Al-Zakkai (1540?). Sefardita de Salónica, escribió en hebreo, a fines del siglo xv» (2001: 206), cuyo poema se titula «Imitación de Yehuda Halevi»:

Y tú estás ahí, Tranquilamente sentado, Leyendo

Lo que los demás escribieron, Estás ahí, esperando

Que caiga el día

A como vaya cayendo, leyendo

Como si lo que lees, lo hubieses pensado tú mismo, Sin acobardarte

De tu patria miserable, Miento:

Me consta, lo sé, pero la apartas violentamente, Quieres vivir en el olvido

De la muerte.

Sí es así, y te has olvidado de España,

¿Por qué no te mueres?

¿Por qué, de una vez,

No te mueres de tu muerte atrasada?

No basta jamás el recuerdo de la amada (2001: 206-207).

Seguramente aquí las lagunas discursivas provocan menos incomodidad que las que fracturan la continuidad de la biografía de Campalans, pero no por eso dejan de cumplir la misma función, ya que la obra no solo figura que su objetivo es rellenar lagunas del discurso historiográfico, sino que cada poeta y su obra se presentan al lector con una biografía escueta, porque no se han podido rescatar más datos del territorio del olvido histórico. De ese modo, al incluirse en la obra, Aub crea su filiación a una historia literaria específica: la de los olvidados. Su antología se presenta como un locus de interlocución frente a las formas usuales de sistematizaciones historiográficas ya que rompe la máscara de enciclopédica fiable y completa de los manuales de historia, de las antologías y de los libros de textos que van construyendo una línea de los ortodoxos, de los que no han sido desterrados, borrando del mapa aquellos que cruzan fronteras o no creen en ellas.

Aub vuelve a incursionar en el campo de la novela para explorar lagunas discursivas como procedimiento de representación de historias de vida en el año 1965, cuando resucita su personaje escritor Luis Álvarez Petreña. La obra que publicó con el mismo título en 1934 era un enfrentamiento hiriente a los jóvenes escritores de vanguardia, a la obra de arte que expulsaba de su lenguaje todo tipo de referencialidad, al autor ensimismado y que tenía pánico de transformarse en popular. Petreña, un autor fracasado en el arte y en el amor, había desaparecido, dejando su diario, que nos llega con dos cartas de Laura que se adjuntan al texto y un apéndice con unos poemas. Es decir, la novela se presentó en aquel momento estructurada con el recurso al artificio clásico del manuscrito que llega a alguien que se transforma en autor cuando lo edita. En 1965, Aub retoma la obra del 34, pero cambia la novela porque le añade una segunda parte con tres textos. El primero es «Leonor» (1999b: 115-166), un relato de Petreña anteriormente publicado en el número 20 de Sala de Espera, con una nota firmada por M. M. en la que este cuenta cómo le llegó el manuscrito y cómo Alfonso Reyes le certificó que Petreña no era un seudónimo; se trataba de un escritor nacido en 1887 y muerto en 1931, que había publicado en España un par de libros de versos y una novela. El segundo es «Tibio» (1999b: 167-173), un monólogo de una mujer desesperada frente a la indiferencia de Carlos, publicado en el tercer número de Sala de Espera, pero que se incorpora a la novela precedido de una presentación del texto al lector (1999b: 167-169), firmada por Max Aub, en la cual este comenta la circulación del relato y su recepción crítica, certificada por un proyecto de doctorado de un norteamericano que había ido a México para visitarle. El tercero es la «Nota final» (1999b: 174-175), que recoge dos informaciones. Una la envía, a través de una carta de un supuesto secretario, Camilo José Cela, quien informa a Aub de que, tras algunas investigaciones, llegaron a concluir que un cuerpo enterrado como el de un desconocido era el de Petreña. La segunda información que nos transmite Aub es la que le llegó de don Rafael Méndez Bolio, quien le comunica que Miguel Mendizábal –el ingeniero exiliado que le dejara el manuscrito de «Leonor»– murió en Yucatán y le asegura que se trataba de un señor honesto y que nunca se supo de su interés por las letras.

La descripción de las modificaciones introducidas por Aub en 1965 en la novela del año 34 pone de relieve que estas operaron un proceso de desautorización del autor, ya que denuncian la falibilidad del artificio clásico de un manuscrito de un autor entregado a otro para que este lo publicase y sobre todo porque la multiplicación de apócrifos mimetiza un tránsito incierto de cuerpos, textos, ediciones, escritores y sus críticos. Se pone en tela de juicio la autoridad de los elementos constitutivos del sistema literario institucional que se revelan contaminados por tanta incertidumbre. Se debe considerar también que ese tránsito de textos capturados en la reescritura de la novela publicada en 1965 tiene un lastre en el destino de obras de algunos escritores muertos o expulsados de España por el bando vencedor en la Guerra Civil. El caso más conocido es el del manuscrito de Poeta en Nueva York, de Lorca. Pero también a Aub le pasó lo mismo con el manuscrito de Campo cerrado, que pudo recuperar en México. Así, cuando Aub publica «Tibio» y «Leonor» en Sala de Espera y luego traslada ambos textos a la historia de Petreña, no solo corroe las instituciones literarias entonces consideradas legítimas, sino que, introduciéndolos, revela la existencia de lagunas discursivas que, si bien se puede en parte rellenarlas, ellas nos dicen que otras pueden aparecer. En esa medida y en ese contexto, las lagunas discursivas sirven de advertencia para la escritura crítica e historiográfica. Aub sugiere que sistematizar la literatura escrita por los desterrados exige estar atento a rastros y lagunas.5 Así, se puede leer la novela como la contracara del tema del relato «El remate».

En todos estos textos estructurados en torno al uso de apócrifos, el olvido histórico se inscribe en la obra por la presencia de esas lagunas y tienen en común un rasgo más: la existencia del proceso de olvido se nos comunica a través de una escritura de un exiliado, del esfuerzo de un exiliado que sitúa su locus de enunciación también en el exilio. Algunos de esos rasgos o posibilidades de rellenar lagunas son diluidos en Juego de cartas. Vale la pena observar que Aub anota en su diario, el 9 de mayo de 1963, el origen de la concepción de esa obra. Sería una cruel sátira, como Petreña, Campalans o los poetas de Antología traducida, a la nueva ola estética del nouveau roman: «Para darles “en la mera torre” a los del Nouveau Roman escribir Juego de cartas, cincuenta y dos cartas impresas en naipes. Se barajan, se reparten, se leen, cada vez otra historia, según el azar» (2003: 242).

Pero el 30 de junio del mismo año acusa que ya había hecho su baraja y se muestra algo decepcionado porque ya no la considera original:

Leo hoy en L’Express del 28, entre los libros recomendados para las vacaciones, «Composition No 1, por Mar Saporta. Un roman dont chaque page est autonome et qu’on peut battre como un jeu des cartes...». Echa abajo mi Juego de cartas, que escribí hace un par de meses pensando imprimirlo en auténticas barajas para ser regaladas a mis amigos por navidad. Las ideas son del tiempo.

No hay nada que hacer. Ahora bien, ¿mi noveletta tiene interés, juego aparte? No lo sé, la escribí en vista de la impresión, del juego. Si es algo más, bueno va. Si no, no pasa de tiempo perdido (2003: 243).

La radicalidad extrema de Aub en esa obra para explorar lagunas discusivas lleva a que la clasificación de novela se le atribuya de modo reticente. Como bien observó Soldevila Durante, ella «anticipa, como pocos textos de Aub, esa actitud “postmoderna” que consiste en dinamitar la obra literaria tradicional. En ese caso, el género epistolar» (1999: 135). La historia de Máximo Ballesteros solo se cuenta a través de la intervención del azar como demiurgo y ella puede ser enteramente reformulada cada vez que se reparten las cartas. Algunos datos de su personaje –Máximo Ballesteros– se repiten: huérfano, se casó con Carmen, le gustan las mujeres, solo tuvo una hija y fuera del matrimonio. No se sabe si murió del corazón o se suicidó. Estamos frente a lagunas que no podemos rellenar. Quedan rastros de autoría: rastros de Aub, cuyo nombre se estampa en la portada de una caja, y de Campalans, el pintor que en algún momento en algún lugar del planeta pudo diseñar los naipes de esa baraja. En las cartas hay una pluralidad de voces y todas usan un registro coloquial del lenguaje. Pero esa prosa íntima no alcanza a revelar la intimidad de los que escriben cartas, ni del destinatario, ni del personaje cuya muerte motiva la escritura. Aquí, apócrifo y lagunas discursivas, montadas según la arbitrariedad del juego, aluden a los límites de la escritura, a la imposibilidad de escribir una historia de vida, una biografía de un muerto y, por si fuera poco, a la imposibilidad de identificar el locus de la enunciación. ¿Dónde andarán los olvidados o los que fueron borrados del mapa? Y esa obsesión de Aub de luchar contra el olvido histórico tal vez pudiéramos interpretarla como el arduo trabajo de transportar al territorio literario la vida de los refugiados españoles del 39 destinados a integrar o desintegrase en antologías de existencias de la historia de la infamia (Foucault, 2006).

5,99 €