El desaparecido

Text
0
Kritiken
Leseprobe
Als gelesen kennzeichnen
Wie Sie das Buch nach dem Kauf lesen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa


Franz Kafka

EL DESAPARECIDO

Al entrar en el puerto de Nueva York, con el barco avanzando ya más lento, Karl Roßmann, un joven de diecisiete años al que sus pobres padres habían enviado a Estados Unidos porque una criada lo había seducido y había tenido un hijo de él, notó que la estatua de la diosa Libertad, que venía observando hacía un rato, brillaba bajo una luz solar de pronto más intensa. Parecía que acabara de alzar el brazo con la espada y alrededor de su figura soplaban los aires libres.

Texto de iniciación en un doble sentido: con El desaparecido, Franz Kafka comienza su camino en la narrativa a gran escala y en la escritura “verdadera”, que acaba de ejercitar en su breve relato “La condena”. También para su protagonista empieza una nueva vida en un nuevo territorio, el continente americano. Quien quiera entender la narrativa de Kafka, verá en este libro el inicio de temas, constructos, estilos y espacios que predicen lo que vendrá. Quien quiera saber de Karl Roßmann y sus peripecias en el gran país del progreso del capital, tendrá en esta novela motivo de deleite y de reflexión. Ambos verán a través de las páginas de El desaparecido que en la escritura de Kafka reina el cálculo, la lógica (dialéctica) y la desesperación, todo bajo el halo de una inquietud del yo por conocer, ordenar y entender, tal como lo exploró su época, en la ciencia y en la filosofía. Kafka se muestra ya en esta primera novela como el gran estilista que fue, de la palabra y del pensamiento.

Mariana Dimópulos

El desaparecido

FRANZ KAFKA

Prólogo y edición en español al cuidado de Mariana Dimópulos

Traducción de Ariel Magnus


Índice

  Cubierta

  Sobre este libro

  Portada

  Prólogo. Por Mariana Dimópulos La escritura y el estorbo del yo Imágenes Un cuerpo que ve Forzada metamorfosis La falla del siglo XX

  Acerca de esta edición

  Capítulo I. El fogonero

  Capítulo II. El tío

  Capítulo III. Una casa de campo cerca de Nueva York

  Capítulo IV. La marcha a Ramses

  Capítulo V. En el Hotel Occidental

  Capítulo VI. El caso Robinson

  [Capítulo VII]

  [Capítulo VIII]

  Fragmentos (I). Partida de Brunelda II. [El teatro al aire libre de Oklahoma] [III]

  Sobre el autor

  Página de legales

  Créditos

PRÓLOGO

Irse y dejar todo tras de sí, ser nuevo. A ojos de muchas generaciones de europeos, ese proyecto llevó primordialmente un nombre: América. El sistema colonial había ofrecido también otros destinos, pero el continente americano fue el gran depositario de expectativas para pobres, para desesperados y para aventureros. El desaparecido, primera novela de Franz Kafka, redactada entre 1912 y 1914, pertenece a un largo linaje de escritos de prospección, hacia otros continentes, hacia otras realidades, hacia claras promesas. Una prospección tal forma parte del amplio sistema de lo posible. En un individuo, eso posible se mira interiormente en la conciencia, y si lo visto es nítido y el observador lo bastante reflexivo aparece, tras el proceso, una imagen articulada del futuro. Eso no significa que la imagen haya de cumplirse, ni que el futuro sea benéfico.

Prospecciones, imágenes y futuros posibles coinciden en esta novela inconclusa de Kafka, publicada por primera vez pasados tres años de su muerte, en 1927. El destino del libro no puede desligarse del propio del autor, en la legendaria unidad que conforman la obra y la vida de Kafka, y su vida como obra. La copertenencia de ambas fue forjada en numerosos años de introspección echado en su canapé, en apuntes y entradas de diarios, de escritura de cartas y de lecturas de otras vidas interiores, para escándalo de los lectores estructurales, para molestia de los especulativos y para solaz de los melancólicos y los biográficos. Kafka reúne a todos ellos tras haberse convertido en el autor más famoso en lengua alemana, a la par de Goethe y de Thomas Mann, una lengua que le era propia de un modo peculiar: como ciudadano del Imperio austrohúngaro y habitante de Praga, en estrecha convivencia con el checo. Su bilingüismo era cosa natural para un bien educado hijo de comerciantes judíos, que necesitaban un contacto estrecho con la comunidad de habla checa en la práctica cotidiana de sus negocios.1 El alemán era considerado la lengua de la cultura y la asociada a las élites de la ciudad, la lengua del dominio. Ambas, la checa y la imperial, convivieron durante siglos tal como les permitieron los diversos nacionalismos; controversias, persecuciones y rupturas, leyes de restricción y de expansión se combinaron hasta la separación de territorios, cumplimentada por la Primera Guerra Mundial, aunque no por completo. En viaje en el extranjero, en Italia o en Francia, Kafka respondía: soy austríaco, soy alemán, a la pregunta por su procedencia. Esa respuesta era un atajo. La cuestión de la identidad comunitaria de Kafka, el lugar del alemán en esa identidad y el destino de sus escritos como clásicos de una de las mayores lenguas europeas han dado y siguen dando origen a querellas. Hace años, algunos imaginaron esa lengua como “menor”, y a sus escritos como producto de una máquina de escritura y no de un sujeto historiable. Otros creyeron ver en Kafka un profeta ligado a su dios. Se multiplicaron las lecturas psicoanalíticas y sociológicas. Pero ni a esa lengua le corresponde una minoridad, ni a esa subjetividad una cancelación, ni a esos textos ser monumento de complejos del yo.

En Praga, la prensa se leía en alemán cotidianamente, las revistas literarias llegaban desde Berlín, se viajaba a Leipzig en busca de editores, o a Múnich a la universidad, como hizo otro escritor nacido en esa ciudad pero poeta, Rainer Maria Rilke. ¿De quién era esa lengua alemana que había alcanzado en el siglo XVIII su universalidad literaria? Desde la perspectiva de Kafka, esa lengua era la de Goethe y la de Kleist, autores leídos y releídos junto con el vienés Grillparzer y el francés Flaubert. Un clasicismo ha dejado su rastro innegable en esta prosa por momentos concisa y prudente, en otros de una acumulación apenas riesgosa, tendiente a la parataxis. De cómo se la caracterice depende la comprensión de esta obra en su conjunto, que tuvo una primera fase en los escritos previos a 1912 y su consolidación en este año clave, que es también el de El desaparecido.

Esta primera novela de Kafka –le seguirán otras dos: El proceso de 1914 y El castillo de 1922– abre con una frase que dimana claridad, tiene un protagonista, tiempo, espacio y motivo; si no fuera porque la estatua de la Libertad es la de una diosa Libertad, y si no fuera porque en la siguiente oración sostiene una espada en lugar de una antorcha, esa corrección no tendría su contraparte desestabilizadora. “El fogonero” –así se llama el primer capítulo– fue concebido como parte del libro pero tallado con cierta autonomía; está escandido por paralelos y repeticiones; está limpio de dramatismo; contiene en miniatura los componentes temáticos que más tarde se desplegarán en otros libros y relatos del autor: el juicio y lo injusto, lo burocrático y lo implacable, la felicidad llegada de lejos, ligera e inmerecida. La crítica social al fordismo del sistema estadounidense apenas se vislumbra en el comienzo. Este inicio de El desaparecido se da bajo el signo de la imagen y la tentación constante del mirar. Y aunque sea el primero, este capítulo es resultado de muchos otros redactados previamente, de los cuales no ha quedado documento mayor que esporádicas menciones en cartas y diarios, que hacen referencia a una versión anterior de El desaparecido, comenzada a principios, se cree, de ese mismo año, cuando Kafka está a punto de tener su primera publicación en formato de libro (el brevísimo volumen Contemplación) y sobre cuyo final escribirá, inspirado en días afiebrados, su relato más famoso: La metamorfosis. Todo esto ocurre en 1912, y no por nada, tal como lo registra su biografía, es este el año del orden de la vida y del orden del amor, y uno amenazará al otro, y entremedio se escribirán lúgubres páginas de diarios, urgidas cartas, dos relatos fundacionales y la novela de América.

 

LA ESCRITURA Y EL ESTORBO DEL YO

¿Qué había escrito Kafka hasta ese año del nuevo orden? Corresponde una genealogía. En algún pasaje se habla de quince años de ejercicios literarios, de los que han sobrevivido unas decenas de páginas en la edición completa. La narración más larga del período previo se llama “Descripción de una lucha”, de la cual se conservan dos versiones. Un dichoso y un desdichado se enfrentan en diferentes formas, formas en las que no falta ni lo arbitrario ni lo oscuro; hay algo de sueño y algo de crueldad, y varias elipsis que la segunda versión, más consistente y menos libre, resuelve al precio de la monotonía. Un hombre ha tenido un intercambio con una mujer, y no puede contenerse de contarlo a otro, que no conoce el amor. Es febrero, hace frío. Mientras van de relato en relato –y cambian los narradores–, estos dos hombres caminan por Praga; las referencias a paseos y monumentos se repiten, referencias que más tarde quedarán suprimidas. Las descripciones son realistas siempre que lo sea el contexto, y cuando irrumpe lo onírico lo hace para desestabilizar todas las coordenadas de la narración. El orden clásico se consigue difícilmente, a costa de los personajes, tras años de correcciones; la melancolía, como en los diarios, es siempre del yo.

Se trata de dificultades que Kafka resolverá solo tras el abandono del proyecto de “Descripción de una lucha”, relato del que, en su momento, solo se publicaron dos pasajes en una revista literaria alemana y, en Contemplación, unos pocos fragmentos. Esta colección de textos breves, la primera publicación en libro de Kafka, recoge otras redacciones antiguas. Kafka juzga a esta brevísima colección como un librito “no muy bueno”. Hay que escribir algo mejor, le dice a su prometida Felice Bauer en una carta de septiembre de 1912, apenas publicada la colección y en pleno proceso de gestación de El desaparecido. En la depuración a la que fue sometida esa breve antología se ha borrado la especificación del espacio, sea Praga o sus alrededores; callejas, ríos y puentes aparecen sin nombre determinante. El protagonismo todavía está en el yo o en el nosotros; son textos íntimos que aún dependen del sistema de la interioridad que Kafka ha desarrollado –y lo seguirá haciendo– en los diarios, cuyo registro comienza en 1910 y cuyo tema central, además de la obligada referencia a la propia persona, es la escritura.

Kafka se estudia, se disecciona, se recompone; teje especulaciones, hace cálculos de lo que vendrá. Hacia 1910, ha comenzado a establecer un sistema del vivir que combina reducción y expansión: reducción de la vida y expansión de la escritura. Trabaja desde hace un tiempo como funcionario en el Instituto de Seguros de Accidentes Laborales para el reino de Bohemia, tras un breve paso por el mundo inhabitable del negocio de los seguros privados. Como discute con su amigo y mentor Max Brod en cartas y encuentros, “la oficina” amenaza con obturar bajo su órbita –de seis horas diarias, frente a las tantas más del comercio– el proyecto literario que necesita, para hacerse real, ocupar el lugar central del esquema de la vida. Entonces, Kafka empieza a introducir su orden: ir a la oficina –donde forjará con los años una reconocida carrera de funcionario–, volver a casa, dormir por la tarde, cenar, dar un paseo y regresar a su cuarto para escribir. Un resto, con suerte, será dedicado nuevamente al sueño de madrugada. Se trata de una esgrima con las horas, y la crónica de esos días, que mantendrá hasta casi el final de su vida, es la de la claridad y la del lamento.

El yo que no escribe es un montículo de paja, cuyo destino –antes del “vuelco” de 1912, en la primavera de 1910– no es otro que prenderse fuego cuando llegue el verano. Por ese entonces, aquella esgrima se daba también por la fuente de la escritura: todavía la imaginación, las ocurrencias, no salían de la raíz sino del medio del tallo, según la metáfora del propio Kafka en sus diarios. Y hacía falta la radicalidad de la raíz para que la escritura fuera verdadera. ¿Pero de qué radical se trata? Ojalá fuese como los artistas japoneses, piensa Kafka –estuvieron de visita en Praga ese año–, que son capaces de trepar una escalera sin mayor sustento que el de otro artista que la sostiene con los pies. El mismo diagnóstico de inestabilidad le corresponde al yo: “¿por qué no me quedo en mí?”. Nada se sostiene como debiera. Al año siguiente decide comenzar de nuevo, como un infante que empieza a caminar. Ya no debe escribir como antes, cuando lo representado debía estar “palabra por palabra” unido a la propia vida (19/1/1911). En este contexto de sus reflexiones en su diario, aparece la primera mención de un antiguo proyecto de novela donde el tema “América” entra en foco: dos hermanos luchan entre sí, ante lo cual uno se va al otro continente –al continente otro– mientras que el segundo permanece en una “prisión europea” –en Europa como prisión–. La narración planificada se concentraba en el prisionero, la cárcel, sus corredores, en el lugar autóctono y no en el lejano mundo nuevo, según recuerda Kafka de su antiguo proyecto. Un año más tarde la ecuación se invertirá, y en la división bíblica de la dicha y la desdicha entre hermanos, El desaparecido se enfocará en el afortunado que parte al nuevo continente. Para entonces, Kafka ha descubierto un carácter particular de su inspiración. “Cuando escribo una oración cualquiera [es decir, por fuera de un relato específico] por ejemplo: ‘Él miró por la ventana’, ya está perfecta” (19/2/1911). Esta es la fuerza de lo clásico, una oración suelta que se sostiene en sí misma, a diferencia del yo. Pero el niño que debía comenzar todo de nuevo en 1911 no logra tan fácil ese comienzo; tiene un cuerpo demasiado largo para ser recién nacido, para el cual la circulación de la sangre no alcanza o solo a duras penas. Al mismo tiempo, la atención también se posa sobre el cuerpo de los otros. En las páginas del diario se suceden las descripciones de caras, de rápidas caídas de la línea de la nariz, de movimientos de brazos que aparecerán luego en los escritos narrativos, porque el diario es escuela estilística; todo el amplio dominio de la gestualidad, tan mentado por la crítica, se hace presente primero en estas páginas personales. Ese largo cuerpo débil y atravesado de sueños –que en la noche se alternan con periódicos insomnios–, no es más que un rejunte, como compuesto “de los trastos de un altillo” (23/11/1911). Todavía para diciembre de ese 1911 el yo auscultado continúa su dominio: “Tengo en este momento y lo tuve ya al mediodía un gran deseo de quitarme escribiendo todo este estado de desasosiego en mí, y tan pronto lo haya sacado de la profundidad, volcarlo a lo profundo del papel […] Este no es un deseo artístico” (8/12/1911). Este deseo no artístico podría materializarse en una autobiografía; entonces la escritura sería una gran alegría, imagina Kafka, pues resultaría tan sencilla como la puesta por escrito de los sueños, y de sueños esos mismos cuadernos de diarios están llenos. Lo mismo de contemplaciones; por algo aquel primer volumen publicado lleva semejante título. Lo visto más que lo oído, lo tocado o lo olfateado, en forma de gestos y fisonomías. La novela de América, cuya redacción definitiva comienza en septiembre de 1912, está construida sobre el sentido visual, pero ya despojada de la trampa del yo. Es la primera muestra evidente del carácter radical de los comienzos, reconocibles en todas sus novelas y en buena parte de los relatos: cada vez empezar de cero, percibir un mundo y tratar de comprender, en suma, ser nuevo.

IMÁGENES

Así, Karl Roßmann llega en un barco a las Américas y a la más prometedora de todas, al puerto de Nueva York, y lo primero que hace es ver –y ser visto por los edificios de la ciudad–. Ve una alta escultura dedicada a la libertad, pero que alza una espada en lugar de una antorcha. Bajo este desplazamiento quedará todo el libro.2 Cada una de sus imágenes se construirá sobre el deseo de precisión. Karl Roßmann observa al fogonero y a quienes lo rodean en el primer episodio; lo sabemos por un narrador en tercera que nunca abandona la perspectiva del protagonista. Este narrador no dice lo que los otros personajes hacen, puesto que para eso debería juzgar sus movimientos como acciones reconocibles. Está un paso antes: ve y describe. Hay unas personas que se mueven de tal y cual modo. A cada uno de estos modos de moverse corresponde el nombre de ciertas acciones en el mundo de la comprensión. Pero no estamos en ese mundo de los sentidos comunes y las palabras que nombran lo que pasa; estamos en el nivel más bajo, el de las impresiones y de la conciencia inmediata que luego, en un segundo momento, intentará hacer un juicio sobre esas acciones, esto es, atribuirles una designación. En este grado cero del apercibir, el mundo se vuelve primario, como una superficie lisa y brillante. En el caso de Roßmann, son ojos limpios los que miran, pues el suyo es el ver de los comienzos.

Una serie de sucesos contemporáneos sugiere que esta preocupación de Kafka no es contingente, que la preeminencia de la mirada y la pregunta por la interpretación de lo percibido se estaban combinando variadamente para el cambio de siglo. La doctrina de la conciencia inmediatamente previa al psicoanálisis3 había pasado del estudio exclusivo de la razón conocedora y volitiva –Kant– a un examen de los procesos psíquicos. Captamos lo que nos rodea, antes de conocer, mediante diversos actos de la conciencia. Lo dado del mundo incluye no solo los objetos existentes afuera sino los que se presentan a esta conciencia en su interior, sean estos imaginaciones, recuerdos o expectativas. La naturaleza de estos últimos objetos internos fue el centro de prolongadas discusiones, que nos alcanzan hasta hoy. De ahí –también– la actualidad de Kafka. Edmund Husserl, Christian von Ehrenfels y Anton Marty –todos ellos vinculados a Bohemia– fueron discípulos de Franz Brentano, maestro antimetafísico del siglo XIX alemán y refundador de la doctrina de los fenómenos que, aunque dominante ya por entonces, se concentrará ahora en la intuición como captación intencional de objetos. Los lectores biográficos tendrán en esto algo en que solazarse: tanto Ehrenfels como Marty dieron clases en la Universidad de Praga, ante alumnos entre los que también estuvo Kafka.4 A la par, Husserl escribe unas lecciones sobre la percepción y la fantasía que ponían en cuestión la distinción fundamental de Brentano entre representación auténtica e inauténtica, distinción que buscaba separar los objetos entre reales e imaginados.5 Esta diferencia no podía residir en la realidad o falsedad del objeto de la representación, decía Husserl, sino en el tipo de acto de captación de la conciencia. Así, percibir y recordar tanto como imaginar y proyectar pasaban a pertenecer a un mismo plano; eran actividades previas al conocer de esa conciencia que, para la misma época, estaba siendo diseccionada en otras disciplinas, tan promisorias como la fenomenología y tan determinantes para todas las concepciones del yo –incluida su muerte– que se darán algunos años más tarde.

La intuición –en el sentido técnico, como captación inmediata de la conciencia– ha tenido desde sus orígenes una clara correspondencia con el ver.6 Imágenes no solo exteriores sino también interiores, sean del pasado, anticipadoras u oníricas: el yo es una fuente inagotable de recursos, que sobrepasan en mucho los meros de la razón. Ahí está Kafka entonces: hombre entre siglos, contemporáneo de la filosofía de la percepción de un yo cada vez más sofisticado y de seres cada vez más dispuestos a inspeccionarlo. La descripción –ese el programa de la fenomenología: describir– es herramienta primordial de la relación con el mundo, interior y exterior, pasado, futuro y efectivo. Antes de atribuir un concepto a una cosa o a una acción, se ve y se describe lo visto. Desde las más complicadas instancias gubernamentales hasta la mínima acción de una persona en una habitación; todo puede ser sometido de la misma forma a ese principio de la experiencia básica y desnuda que parece ser la imagen. Esta primacía de la imagen en la experiencia interna tuvo su contraparte en la multiplicación de las imágenes externas, por la misma época. Las imágenes interiores se habían diversificado por el interés renovado por lo onírico –La interpretación de los sueños es de 1900– y las del exterior por los vertiginosos desarrollos técnicos de la fotografía, ya hacía unos años, y del cine que empezaba a popularizarse en ese momento. El mundo ha quedado sometido a una gigantesca multiplicación.

 

Kafka lo sabía. En febrero de 1911 viajó a Friedland en su carácter de funcionario del Instituto de Seguros de Accidentes Laborales a cargo de inspeccionar la industria del norte de Bohemia. En sus diarios de viaje cuenta sobre su visita a un Kaiserpanorama, un sistema de observación de imágenes, ante el cual las personas se sentaban para mirar a través de lentes –empotradas sobre un amplio cilindro de madera– el cambio de figuras y escenas estereoscópicas iluminadas desde atrás. Kafka ha olvidado cómo funciona el mecanismo de los panoramas y por un momento cree que debería levantarse de su asiento para cambiar de imagen, y luego recuerda que son estas las que se mueven al interior del aparato. “Las imágenes son más vivas que en el cine, porque permiten a la mirada la quietud de la realidad. El cine da a la vista la inquietud de su movimiento, la quietud de la mirada parece más importante” (Diarios, Viaje a Friedland). ¿Pero qué realidad está en verdad tan quieta como las imágenes de un panorama? No la ofrecida por el mar, como constata Karl Roßmann al arribar al puerto de Nueva York y observar, por el ojo de buey, los barcos y los botes, sus cargas y sus pasajeros, en el móvil elemento del agua. “No permanezco en mí, no siempre soy ‘algo’, y cuando he sido ‘algo’, lo pago con el ‘no ser’ de meses” (Cartas a Felice, 4/03/1913). También el yo está asediado por la inquietud de su elemento. Acaso las fotos sean una forma de anclarse. El intenso intercambio de imágenes fotográficas que acompaña las cartas a su prometida Felice lo sugiere. Aunque sabemos de su gusto por el cine, común a sus contemporáneos,7 Kafka confiesa a Felice no ser gran visitador del cinematógrafo. Para imágenes no hacía falta que fueran móviles. “Mi distracción, mi necesidad de entretenimiento queda saciada en los afiches, me libero así de mi malestar habitual y más íntimo, de esta sensación de lo eternamente provisorio encuentro reposo ante un afiche”. Le pasaba cuando volvía del veraneo y veía las imágenes de los afiches de la ciudad desde el tranvía. La perspectiva del viajero, constata en sus diarios leyendo los de Goethe, depende del medio de transporte. Trasladándose en coche postal, como en el siglo XIX, el paisaje avanzaba más lentamente. De ahí la ausencia de las observaciones instantáneas entre los apuntes de Goethe. Por el contrario, en los propios traslados, como en viaje con Max Brod a París, Kafka hablará de una “perspectiva de sótano” para el automóvil que recorre una gran ciudad. Más tarde, movimiento y quietud entrarán en una nueva dialéctica, con aires metafísicos: “El bosque y el río: iban nadando frente a mí mientras yo lo hacía en el agua”.8

Todas esas imágenes externas dependen de un medio distinto al opaco y misterioso de la mente: la luz. Karl Roßmann lo comprueba en la casa de campo de las afueras de Nueva York, mientras recorre pasillos con velas halladas y perdidas. La visión es un trabajo arduo y dichoso. Pero la precisión de las descripciones, cuando hay luz suficiente, se combina con la exageración. La dicha prometida en América es mirada con lente de aumento; la hipérbole ha sido ejercitada largamente en cartas y en entradas del diario para el examen del yo. En El desaparecido el mecanismo de aumento ha pasado a las cosas que componen el mundo, y abandona a veces las reglas de lo real. Lo externo se amplía, se dobla y se multiplica; la exageración aparece hermanada a la modernidad de América, que es tanto promisoria como amenazante.

En ese estado de aumento estas imágenes se asemejan a las de los sueños. Si la mansión del señor Pollunder es un laberinto, sus salidas son oníricas: una puerta que desde el centro de la casa da al vacío. También la especulación sobre lo que vendrá llena de imágenes la novela. Pero tras la visión de lo posible venidero, del breve pasado –una foto de los padres que se pierde– y de lo dado del mundo, con toda su hipérbole de decenas de ascensores y enormes velocidades, la interioridad debe ensayar un paso más: juzgar lo captado y, con algo de suerte, comprender. Esta función cognoscitiva atraviesa la escritura de Kafka tanto como su contraparte perceptiva. El proceso y El castillo también están construidos sobre esta doble articulación. Pero al igual que en El desaparecido, el flujo de lo dado, y sus interpretaciones habituales, está cortado. Y lo que la conciencia debería producir, el paso de la apercepción a la comprensión, esa conciencia no es capaz de darlo. Toda La metamorfosis refiere al desliz perceptivo de un yo que aprende a captar como un insecto lo circundante. Las narraciones posteriores, cuya primera persona es un animal –mono, topo, perro– ya no necesitarán la entrada desde el sueño, como en el caso de Gregor Samsa, que se despierta y se encuentra convertido en insecto.

Desacopladas, la función de la percepción y la del entendimiento marchan a destiempo ahora. Este el drama fenomenológico de toda la obra de Kafka. Una plenitud de imágenes, vistas desde una cierta perspectiva –ventana de edificio, ojo de buey, un balcón en las alturas– se sucede a otra sin la prerrogativa de la comprensión. Por más que nos abstengamos, una vez que se ha de narrar habrá acciones en un mundo, y se sabe que mundo y sentido traen desde sus orígenes un pacto. En los mundos de Kafka esa ley también deberá aplicarse. Pero disociadas como están percepción e intelección, el esfuerzo de la asignación de sentido se vuelve doble y sus resultados, escasos. Lo demasiado grande, lo demasiado rápido, los gestos y las miradas de El desaparecido cuentan a través de los ojos de Roßmann de la esforzada tarea. Pero no se trata de un punto de vista ni de una particular ignorancia: es el entero teatro del mundo el que expresa aquel desacoplamiento, y esto ocurre toda vez que, estando en el mundo, queremos pisarlo y actuar. También los otros están ahí para mostrar hasta qué punto es posible caer en un fracaso de la intelección, y lo hacen mediante juicios. El término juicio, en sus múltiples valencias, remite al juicio como proceso del intelecto sobre las cosas y seres del mundo, así como al juicio como institución del mundo sobre las acciones de los hombres. Ambos producen una intelección siempre que las facultades estén en marcha tal como se las había pensado hasta ese entonces –fines del siglo XIX–: como herramientas de la razón. Pero el descubrimiento de los laberintos de la experiencia interior –que dio origen a la psicología moderna– ha complicado durante ese mismo siglo procesos y resultados. Y lo obtenido no es el nítido juzgar del entendimiento ni lo justo en el juicio de los tribunales. Esta falla recorre toda la geografía de la obra de Kafka, y no porque le pertenezca exclusivamente ni porque resulte un fracaso propio. Se trata de una conclusión más, a la par de otras –fenomenología, psicoanálisis– del examen del yo que se había puesto en marcha.