Lupita Assad

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© Araceli Anguiano García

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-832-0

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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Prólogo

Lupita se dirige a la consulta de una chamana para que le quite el mal de ojo, le han recomendado acudir a Juliana, porque es muy buena en su trabajo. Lupita está convencida de que es su cuñada quien le está haciendo daño, pues, tras la muerte de su hermano Felipe, ella le reclama el pago de una casa que él mismo le regaló. Lupita, con su humilde trabajo, no puede hacer frente a la deuda y está comenzando a encontrarse mal también de salud.

Cuando empiece a tratar a Juliana y contarle la historia de su desdichada vida, se dará cuenta de que no todo es lo que parece y hay muchos acontecimientos de su pasado que no son tal y como se lo contaron sus madres —Matilde e Irene—.

Muchos secretos serán revelados para Lupita a raíz de estos encuentros entre ella y Juliana; algunos le dolerán, otros calmarán su espíritu y le harán estar en paz con ella misma y sus familiares.

CAPÍTULO 1

Abrió la puerta de madera ayudándose con un pie. Entró al departamento cargando con ambas manos unas bolsas de yute que contenían su compra. Esta vez se había surtido para dos semanas: huevos de gallina vieja, velas de todos colores para cualquier posibilidad de encanto, veladoras, vinagre de manzana, incienso, ramas de pino, de laurel y de azares; flores blancas, carbón, ocote y dos medidas de alpiste para los canarios.

Juliana era una mujer madura, de unos sesenta años. Su cara morena, sus manos trabajadas y la fortaleza de su cuerpo daban evidencia de la vida recia que le había tocado. Su porte, aun con la edad, era similar al de cualquier heroína de novela: alta, delgada y fuerte. Su expresión era de dulzura y picardía. Los ojos almendrados compaginaban perfectamente con su nariz chata y sus labios delgados. Podríamos decir que era bella, de una belleza extraña; de una belleza salvaje. Sus pechos grandes y pesados podrían haber sido el recuerdo de una figura exuberante y sensual. Su atractivo radicaba principalmente en su alma. Tenía una energía interna que desbordaba compasión a su entorno. Cada arruga, cada hondura, cada mirada, estaba cargada de una fuerza que amenazaba con traspasar las paredes. La compasión, sí, la compasión era la característica principal de Juliana. No se puede describir por completo con palabras, pero se sentía. Era una de esas personas a las que, al pasar, se les voltea a ver. Atractiva y modesta a la vez. Su cabello cano, perfectamente recogido sobre la nuca con un chongo prendido por pasadores, daba la terminación perfecta a su personalidad. En su mirada se descubría un tanto de tristeza, no de resignación, solo de algo lejano que podría ser una carencia, de amor quizá, de compañía, de ilusión. Pero estaba claro que Juliana era mujer de una pieza. Estaba sola, pero se podía adivinar que se acompañaba de su soledad.

El modesto departamento donde vivía estaba situado en la colonia Balbuena, en el tercer piso de un edificio popular, muy cercano al mercado de Sonora, donde cada cuando hacía sus compras para su oficio de chamana. Era un departamento pequeño. Constaba de una estancia, un baño minúsculo con regadera, un lavamanos y una pequeñísima cocina en la que cabía a duras penas el refrigerador y la estufa, eso sí, estufa marca Mabe, que disfrutaba como una extravagancia ganada a pulso. La cuidaba como a un hijo, la limpiaba hasta sacarle brillo después de cada uso. El departamento era un lugar acogedor, limpio y ventilado. Sus dos habitaciones del fondo estaban flanqueadas por dos puertas de pino pintadas de blanco. Si hubiéramos podido entrar a la recámara, estaría acomodada de manera que la cama no diera hacia la puerta, eso no se permite en una chamana que se respete. La cama debe ir acomodada mirando a la ventana o a la pared de lado, nunca a la puerta, pues se piensa que esa es la forma como sacarán los cuerpos de los difuntos a la hora de morir, con los pies por delante. Así que, no, la cama mirando a la ventana, con sábanas blancas limpísimas, almohadas de pluma de ganso y un zarape puesto encima, de esos negros con rayas rojas, de esos de lana que venden en Chiconcuac, de esos con los que no hay manera de pasar frío. Aunque el frío en la Ciudad de México no es extremo, más valía tomar sus precauciones para no permitir resfriados. Los clientes no vienen si uno está resfriado, así que había que cuidarse.

El olor del hogar de Juliana era de frijoles negros recién cocidos. Los frijoles no podían faltar en su dieta, guisados como en su pueblo: con epazote, cebolla y aceite, para servirlos con arroz blanco y platanitos machos fritos encima. ¡Ah, qué delicioso aroma el de la casa de Juliana! Ese aroma que invita a la plática y a la confianza. En una de las esquinas de la estancia tenía un altar que veneraba a la virgen de Guadalupe junto a un crucifijo enorme pegado a la pared. Tenía tres veladoras prendidas en el altar. Por muchas limpias y trabajos que hiciera, la patrona era la Lupita, como le decía de cariño a la virgen. Esa Lupita, que era su verdadera madre y compañera. Era la única que no la había traicionado nunca, la que siempre la había amado, a la que se le podía pedir el milagrito y siempre estaba presta para cumplirlo. Esa sí era una verdadera chamana, no como ella, no como la Juliana, que no tuvo opción para tomar la santería. A la virgen solo era cuestión de pedirlo y ella rauda en conseguirlo. Por eso sus veladoras prendidas, por eso sus flores blancas en el altar, por eso su devoción y cuidado en su presencia. «Ave María purísima», rezaba cuando la miraba.

El otro olor predominante en la casa de Juliana era el del incienso. Cada trabajito que hacía, cada que tenía que volver a limpiar con incienso, no fuera que los espíritus se quedaran a morar con ella. Si bien tenía a la virgencita de resguardo, había que protegerse de cualquier daño que la gente menos buena le pudiera hacer o desear. No podía arriesgarse, así que el incienso era inversión esencial para su trabajo.

Su tía Jimena, de quien había copiado el oficio, recibía a gente desesperada en su casa de Catemaco y salían curados, sanos y felices. Juliana miraba desde el patio central de la casa paterna y se sorprendía de cómo la gente entraba hecha trizas y salía cantando y sonriendo. «Pues, ¿qué les hará mi tía Jimena allá adentro?», se preguntaba. Más tarde comprendió que su tía tenía poderes que otros no poseían. En la familia, solo Jimena y Horacio, que en paz descansen, tuvieron esos poderes concedidos por la Santísima Trinidad. Porque lo que ellos hacían era magia blanca, no magia negra; curaban, no maleaban. Su poder era concedido por nuestra santísima virgen de Guadalupe, que ampara a los desprotegidos. Uno solo no puede, la virgen y los santos son los sanadores, pues uno qué tiene que hacer ante eso, pensaba Juliana. La verdad era que Juliana no era chamana de esas que tienen grandes poderes, ya lo he dicho, solo Jimena y Horacio, pero Juliana tomó la opción de la santería por no tener un oficio decente al que dedicarse. Entre sus amistades estaba una santera que hacía limpias de a mentis. Recordó a su tía Jimena y pensó que era buena idea dedicarse a eso. Y así fue como surgió la gran Juliana, haciéndole a la chamana, intentando decirles a los clientes cosas que los hicieran sentir mejor, usando la compasión como arma contra el mal. Se condolía con ellos y al final el resultado era bueno, la gente salía mejor de como entró. Lo hacía tan bien que los clientes la recomendaban. Tenía la agenda llena y su vida era relajada y tranquila. Había aprendido a vivir para ella misma, para sus clientes y para sus pajaritos.

Estaba acomodando las cosas del mandado cuando escuchó que tocaban a la puerta. Dio solo dos pasos para llegar a la entrada.

—¿Quién es? —dijo acercando la oreja a la puerta.

—Soy la señora Lupita. Tengo cita con la señora Juliana.

Juliana quitó el seguro y abrió asomando la cara, deteniendo con un pie la puerta para comprobar que lo que había escuchado fuera cierto. Era una manía. Le gustaba cerciorarse de que la persona anunciada fuera quien era. Así que se asomó, vio a una mujer de mediana edad en el claro de la puerta y abrió. Solo entonces sonrió. Su sonrisa revelaba que aún estaban ahí todos los dientes, blancos y parejos. Tenía la costumbre de limpiarlos con tortilla quemada y molida, la pasta de dientes le parecía un fastidio y cara. Para qué gastar tanto si lo podía remediar con tortilla quemada y un poco de menta fresca masticada.

—Pase, Lupita. Estaba acomodando los enseres, pero deme un momentito pa que no se vayan a secar mis flores y en un santiamén estoy con usté. Siéntese, por favor, en esta sillita. Tenía dos sillas encontradas de frente muy cerca del altar, una para el cliente y otra para ella. Lupita se acomodó en una y Juliana volvió a la cocina para terminar de poner agua a las flores. Regresó con un modesto florero de vidrio y lo colocó en el altar de la virgen, santiguándose y haciendo una pequeña genuflexión. Su cliente, que la observaba, se levantó a medias y giró graciosamente hacia la virgen, santiguándose también y besando su mano con la señal de la cruz.

 

—No puedo dejar sin flores a la virgencita. Imagínese usté que se me olvida, pos yo me le olvido a ella. ¿Le gustan las flores? —preguntó sin dejar de sonreír.

—¡Ay sí! ¡Cómo no! Me encantan las flores, sobre todo las que tienen aroma. Me encantan las rosas, pero ya ve que son carísimas, también los alcatraces, pero esas solo para ocasiones especiales; me agradan los claveles, y esos sí les puedo poner a mis santitos y cambiarles las flores cada ocho días, ya ve que duran mucho tiempo.

—Yo prefiero ponerle azares a la virgen. Limpian el alma y los ambientes. Cosas mías, pero pienso que lo blanco purifica —dijo Juliana sentándose en la silla frente a Lupita—. ¿Y qué le trai por aquí? Cuénteme, ¿en qué le puedo servir? —continuó Juliana cambiando de tema, entrecruzando los dedos y acomodando las manos sobre sus piernas.

—Ay, señora. Pues no sé ni por dónde empezar. —Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Pos por el principio, doña —dijo Juliana inclinando su cuerpo un poco hacia adelante de manera condescendiente.

—Bueno, pues resulta que me siento muy desgraciada. Las cosas no me han salido bien desde hace mucho tiempo. Cosa que hago, cosa que se me critica. Negocio que emprendo, negocio que fracasa. Mi marido se burla de mí porque dice que exagero, pero cómo he de exagerar si hay días que no tengo ni para darles pan y leche en la merienda a mis muchachitos. Ni que vivieran del aire. Tengo un pequeño negocio en el mercado de San Pedro de los Pinos. Lo montamos mi esposo y yo hace ya muchos años con la ayuda de mi madre, pero días va bien y luego no. Mis clientes, que son buenas personas, no me puedo quejar, no siempre tienen para pagar, les fío con muy buena voluntad, pero luego no me pagan, y yo no tengo el corazón para cobrar. Si hay gente más pobre que yo, ¿cómo podría cobrarles?

—Pero cómo, a ver, explíqueme, ¿usté vende y no cobra? —La miró Juliana ladeando la cabeza entrecerrando los ojos.

—Ay, doña Juliana. Ya sé que no me cree, pero de verdad, si usted viera a los viejecitos que me compran, a las señoras que lo único que quieren es un delantal para contratarse en las casas para limpiar o lavar los trastes. Si usted viera tanta necesidad, tal vez también lo haría.

—Tonces, ¿qué necesita de mí?, Lupita. ¿Qué puedo hacer por usté? Porque no creo que ese sea su problema. Si ser buena gente no está mal —dijo Juliana asomando otra vez su maravillosa sonrisa.

Lupita sacó un pañuelo que tenía en su bolsa de piel negra, misma que combinaba con sus zapatos altos y puntiagudos. Al moverse para sacar el pañuelo, Juliana pudo ver que su falda era de lana fina, de esa que no se encuentra fácilmente en México, pero le apretaba la cintura. Se veía que era una falda antigua, fina, pero antigua, con un pequeño desgarro a la altura de la cadera. Su saco, que no se había quitado, también revelaba la diferencia de talla entre su confección y el día de hoy, aunque lo hubiera querido cerrar, no cerraría. La cara de Lupita era una cara redonda, rojiza, abotargada un poco. Sus ojos de un color extraño, entre miel y limón, estaban adornados por pestañas postizas. Sus cejas tupidas y perfectamente delineadas, era lo más bonito de su cara. Apenas se adivinaban los dientes, Lupita no sonreía. Su boca, de labios delgados, se apretaba sin mostrar los dientes. Se podía pensar que Lupita alguna vez fue hermosa: sus ojos extraños adornados por las largas pestañas, los altos pómulos que si su cara hubiera sido delgada resaltarían un porte distinguido. Pero no, Lupita no se veía atractiva, más bien parecía que el tiempo y la desgracia le habían cobrado un costo: el primer cobro lo hizo con su cara y con su cuerpo, por no hablar de su emoción. No hubiéramos podido adivinar ni su edad. Se veía como de cincuenta años, pero luego su piel decía otra cosa. No tenía una sola arruga, entonces cincuenta años no eran, tal vez cuarenta. El cabello era ralo y lo llevaba corto, arriba de los hombros, teñido de color castaño claro, detenido en la frente con una diadema azul, como su traje de lana.

Se sorbía un poco el agua que salía de su nariz chatita y se puso el pañuelo en la cara como anticipando un mayor fluido en los siguientes minutos.

—Yo creo, Juliana, que alguien me ha embrujado. Sospecho de mi cuñada, bueno sospecho de mis dos cuñadas, de ambos lados, una de parte de mi marido, y la otra de parte de mi hermano. A esa es a la que traigo más atravesada. Figúrese usted que mi hermano murió hace dos semanas. Apenas ha tenido tiempo para enfriarse y Martha, que así se llama la condenada, se presentó a mi puesto del mercado para cobrarme un préstamo que mi difunto hermano, que en paz descanse, me hizo, y quesque tiene unos pagarés firmados por mí. Dice que le debo lo que costó mi casa, la de mis hijos. No puedo creer que sea tan desalmada. No solo me quitó mi herencia, no, también quiere dejarme en la calle, y yo, pues qué voy a hacer si tengo nueve hijos, nueve —dijo secándose un poco la cara y tomando aire para continuar—. Yo no creo que esta mujer haya venido solo por su sentido de maldad, yo creo que alguien me hizo un trabajo de esos que se hacen para perjudicar a la gente y ella está obedeciendo al maligno. ¿Me entiende? Yo creo que si usted hiciera el favor de hacerme una limpia las cosas cambiarían. No sé si mi otra cuñada, que ya le digo que tengo para repartir, me haya hecho un daño y esta otra se haya poseído o no sé qué le pudo haber pasado, pero ay, ¡cómo chinga! Esa otra cuñada sí es muy mala, Julianita. Esa, que es hermana de mi esposo, siempre me ha tenido mucha envidia —dijo sonriendo un poco y moviendo la cabeza de lado a lado—. Y yo digo, ¿pues envidia de qué?, si no tengo ni en qué caerme muerta, pero ella se afana en hablar de mí y en querer el mal para mí y mis hijos.

»Hasta el perro puede reconocer que no es buena, Julianita. Cuando va a la casa, que se atreve a ir a la casa la condenada, el perro le ladra como percibiendo que algo no está bien con ella. Ya ve cómo son los perros. Una vez hasta se le echó encima. Hubo que quítaselo. Yo ya tenía días como ida, algo me dio, no podía despertarme. El perro se le echó encima y mis hijos la defendieron. Ese mismo día se fue y yo me compuse. Ya le digo, si hay maldad es en esta otra cuñada, porque de Martha pues ni me lo esperaba. Ella no había sido tan mala conmigo. Claro que mi hermano me defendía si se quería pasar con algún comentario, pero nunca fue tan malvada. Pero ahora, quererme sacar de mi casa, porque por supuesto que no tengo dinero para pagarle lo que me cobra. Ese dinero mi hermano me lo regaló para comprar la casa, solo que un día que fui a visitar al pobrecito, que ya se estaba muriendo, la muy bárbara me hizo enojar diciéndome que mi hermano, aunque no lo decía, quería que le pagara lo de la casa. Entonces me enojé y le dije, «pues si quiere que le pague, le pago, faltaba más». Que saca unos pagarés que seguro ya tenía preparados y que me los da a firmar.

»Yo, enojada como estaba, le puse dignidad al asunto y le firmé. Imagínese, Julianita, si yo en mis cinco sentidos hubiera firmado eso, ¡claro que no! Me agarró en mi momento de debilidad y de pendejez, disculpe usted las palabrotas, pero no hay otras para describir el tamaño de la torpeza que cometí. Ahora, la salvaje, quiere cobrarme o sacarme de mi casa. No se conforma con haberse quedado con la herencia de mi mamá, quiere más, no tiene llene. Quiere verme humillada y en la calle. Dígame si no, Julianita, esto tiene que ser un embrujo o algo así. El demonio se le metió a esta mujer, por sí sola no puede ser tan despiadada.

—Vaya historia, señora Lupita, vaya historia. Mire, vamos a ver qué le hacemos. Primero le voy a dar un remedio pal mal di ojo, que seguramente la otra cuñada debe haberle hecho. No debe ser muy fuerte el mal di ojo, pos, de lo contrario, ya si hubiera usté muerto.

—Ay, no me espante, Julianita, ¡no me espante! ¿Cómo que ya me habría muerto?

—Bueno, bueno. Es que estas cosas son serias, si alguien le hubiera querido hacer un mal mayor ya se lo hubiera hecho. Vamos a hacerle una limpia pal mal di ojo y vamos a hacerle otra pa la suerte en los negocios. Si usted quiere que yo haga un daño a su cuñada, eso sí que no, eso sí que no. Aquí solo trabajamos pa alejar el mal, no pa trairlo.

—No, no, para nada. Con todo y lo que me ha hecho esta mujer, le juro por Dios Santo que no le deseo ningún mal. Solo quiero que se aleje de mí la mala suerte y que ella se arrepienta de quererme quitar la casa, que es lo único que tengo para que vivan mis muchachos.

—A ver, venga pa ca. —Se levantaron de las sillas y Juliana abrió la puerta de la habitación del fondo. Era un cuarto oscuro, con un petate en el centro, cuatro veladoras apagadas en el suelo y una enorme cubeta de lámina situada en la esquina donde había unas plantas que olían a naranjo, a limón, a huele de noche y a laurel. Nardos repartidos por todas partes terminaban con el desfile de plantas, flores y olores. Lupita pasó a la habitación.

—Acomódese en el petate. Oritita vuelvo con un menjunje que le va a servir harto pa dormir y pa que sus cuñadas se comporten como corderitos. Ya vuelvo.

CAPÍTULO 2

La vida de Lupita no siempre fue así. También vivió opulencia, elegancia y cultura. Sin embargo, esos años habían quedado atrás. Apenas quedaba un recuerdo de esa época, cuando se rodeaba con la sociedad de los años cincuenta, cuando su roce social era de altas miras, cuando su belleza y sofisticación era admirada por hombres y mujeres. Lupita era portadora de una elegancia nata, su mirada era seguida con intriga por lo raro de los colores, a veces cafés y a veces verdes, según su estado de ánimo y la ropa que trajera. Su andar cadencioso y sencillo hacía que la gente le contara los pasos. Su figura esbelta, su piel blanca, su cabello obscuro y el color de sus labios robaban suspiros en ellos y envidia en aquellas. Su cintura medía lo que mide el juntar las dos manos al rededor de ella. Su madre, Matilde, le ajustaba un estambre alrededor de la cintura para que, en cuanto esta aumentara su tamaño, Lupita dejara de cenar panecito con leche. Además, tenía un aroma a flores, atestiguaban cuantos la conocían, me incluyo. Su cabello sedoso largo y ondulado, esparcía un aroma a limpio, a flores. Se veía brillante. Ah, ¡qué hermosa era Lupita! No lo digo por el amor que le tuve, no, lo digo con toda sinceridad y admiración, pues era esa Lupita que cualquiera hubiera querido para su vida.

Era una mujer fuera de lugar, como de esas personas que no encajan con su entorno. Feliz y contenta, animada y segura de sí misma. Donde entraba, se sentía su vibra, se notaba y compartía la felicidad de su interior. Si había caras largas, terminaban por sonreír con algún comentario oportuno que ella hiciera. En fin, estoy contando otra época y otras circunstancias de Lupita que, si no hubiera conocido esa parte de su vida, no podría creer lo atormentada que se encontraba durante la visita a Juliana. Parecieran dos personas distintas, hasta en el vocabulario. La culta Lupita mostraba encanto y propiedad en su forma de hablar. ¡Qué esperanza que se atreviera a soltar una maldición! De ninguna manera. Lupita era el reflejo de esa sociedad bien educada de la época: clases de piano, escuela privada para señoritas, clases de inglés e italiano, roce social adecuado, negocio propio, no se le veía el pero. Ya les iré contando el porqué del cambio de rumbo en la vida de Lupita. Por lo pronto, quiero contarles uno de los momentos especiales que marcaron para bien y para mal el destino de nuestra Lupita. Fue una noche de fiesta, una en la que Lupita se enfrentó a su destino y estuvo a punto de afianzarlo. Esto pasó aquella noche: el evento se realizó en la residencia de los Slim. La casa de don Julián era un lugar que reflejaba prosperidad. Las altas bardas construidas con piedras traídas desde el volcán Popocatépetl, era solo el comienzo de lo suntuoso del lugar. Estaba edificada en la esquina más importante de Calderón de la Barca frente al Parque del Reloj, en Polanco.

La herrería forjada, que completaba el espectáculo de una de las residencias más lujosas de la Ciudad de México, se incrustaba en cada piedra, dando la idea de no querer moverse ni un centímetro para custodiar la fortuna de los libaneses venidos de menos a más. El pretexto era el cumpleaños de doña Linda Helú, esposa de don Julián, y el estreno del nuevo hogar de los Slim. Don Julián, hombre generoso y trabajador, había logrado poner en alto el nombre de la comunidad libanesa, asentándola en México como uno de los pilares más importantes de su economía. Lupita, su madre Matilde y su hermano Felipe fueron invitados al festejo.

 

La casa comenzaba con un jardín flanqueado por cipreses recién plantados que no llegaban a los dos metros de altura, pero ya se veía la razón de estar plantados en colindancia de la barda, serían la muralla que resguardaría la naciente fortuna del hombre que entonces, de solo dieciséis años, sería el hombre más rico del mundo: don Carlos Slim.

En el centro del patio había una fuente de piedra iluminada con lámparas que refrescaba el caluroso clima de agosto. La temperatura había subido hasta los treinta y dos grados centígrados ese día, y con la lluvia de la tarde solo se había alborotado el calor y los mosquitos hacían de las suyas. Para llegar a la puerta de la casa desde la entrada al jardín se tenía que caminar por un andador de cemento y piedras de río, curveado, que los sirvientes enmarcaban con charolas llenas de bocadillos y bebidas de bienvenida. Desde entonces, se entendía que las pretensiones de los Slim iban en serio. No permitirían que nunca más los libaneses fueran considerados ciudadanos de segunda.

Las fachadas de la casa eran de color crema, construidas sobre una plataforma elevada de piedra, daban la impresión de ser un castillo a toda regla. Las columnas de cantera atestiguarían el apretón de manos entre el Gobierno mexicano y la comunidad libanesa, pues entre los invitados estaba gente de las más altas esferas de la representación nacional.

Las estrellas jugaban también un papel importante en la escena. El cielo, después de la lluvia vespertina, había abierto por completo, permitiendo la visión de algunos astros en el lado oriente y un leve arcoíris encima de las montañas del poniente. En esos años el cielo de la Ciudad de México se consideraban, todavía, como la región más transparente no solo de México, sino del planeta; así que el espectáculo estaba a favor de la riqueza y la prosperidad. El cielo lo confirmaba, parecía como si el universo estuviera de acuerdo con la paz y la armonía que vivía Lupita en ese momento.

Al cruzar la puerta, se advertía más opulencia. La entrada estaba iluminada por grandes candiles de cristal cortado que no desmerecían con el cielo. En el centro del hall había una larga escalera elíptica de mármol con un elegante barandal de forja y madera.

Lupita contemplaba la escalera. Si bien su casa y las de sus amigas eran grandes y elegantes, nunca había visto una escalera tan hermosa. Su madre fue llamada por doña Linda, quería presentarle a una amiga venida desde hacía poco del Líbano. Felipe buscó a don Julián y se despidió de Lupita haciendo una inclinación y acercando su boca a la mano enguantada de ella prometiéndole que la vería más tarde. Lupita le sonrió y regresó su atención a la escalera, pues estaba intrigada del lugar en donde terminaba. Se acercó, se tomó del barandal y ladeó la cabeza para ver hasta dónde llegaba. Subió un escalón y se detuvo, no podía seguir subiendo, pues la escalera tenía una fuerza invisible que se lo impedía. No era fácil subir aquella escalera, no se atrevía.

Volteando hacia arriba se encontró con los ojos de un hombre joven que bajaba dirigiéndose hacia ella. Sostuvo la mirada y bajó el escalón que había subido, atorando el tacón de aguja de su zapato con el largo vestido de encaje rojo. El joven corrió galante para sostenerla e impedir que se cayera. Lupita apenada zafó el tacón del vestido con una mano y con rapidez recobró la compostura.

—¡Ay, perdón! Estaba tratando de ver hasta dónde terminan las escaleras. ¡Qué pena!

—No se preocupe. ¿Se hizo daño?

—No, estoy bien. Solo creo que he arruinado el vestido —dijo Lupita mirando hacia atrás inclinándose un poco dejando ver su hermoso cuello blanco que estaba apenas cubierto por una mantilla de organdí. De su cabello salió una deliciosa fragancia a sándalo y el joven aspiró profundamente el perfume. Lupita lucía un hermoso vestido de encaje francés, de escote en V que resaltaba su figura. Este había sido confeccionado por el mismísimo Valdiosera, que era el diseñador de moda de las actrices de Hollywood más aclamado del momento. La espalda estaba descubierta hasta la mitad y las mangas drapeadas caían elegantemente hasta los codos y dejaban ver, de manera discreta, la delicada piel de nuestra Lupita. El único complemento del vestuario eran unos pequeños aretes de granate montados en oro blanco.

—Soy Ramón Ruano. A sus pies, señorita… —dijo Ramón haciendo una reverencia colocando una mano atrás y la otra mano ofreciéndola a manera de saludo. Ramón llevaba un frac negro con chaleco blanco y una camisa, igualmente blanca, adornada por un moño pajarita en negro.

—Me llamo Guadalupe Assad, me dicen Lupita. Soy hija de doña Matilde Assad —dijo sonrojándose un poco.

—Mucho gusto de conocerla, y más encontrar que no viene acompañada, ¿verdad? —dijo mirando a los dos lados y tomando la mano de Lupita. Esta trató de sonreír y retiró su mano tímidamente.

—Vengo con mi madre y mi hermano. Se fueron a disfrutar de la fiesta y yo me quedé aquí…, mirando la escalera.

—¿Quiere que le muestre el final? —dijo como queriendo compartir lo que era normal para él.

—¡No, por supuesto que no! —dijo Lupita desconcertada disponiéndose a seguir el camino al salón.

—¡Espere! No quise ofenderla. Solo lo decía por si quería conocer la escalera. Un buen amigo hizo el diseño de la casa y, al igual que a usted, la escalera me encanta, es un detalle de lo más innovador en una casa en estos tiempos. No tengo ninguna mala intención. Disculpe usted si se entendió mal —dijo esto moviendo sus manos extendidas a la altura de su cara, palideciendo un poco, visiblemente consternado, echándose un poco hacia adelante con la mirada baja.

—No pasa nada. Gracias. Voy a buscar a mi hermano —dijo Lupita sin sonreír.

—¿Puedo acompañarla? —dijo Ramón ofreciendo su brazo.

—Sí, muchas gracias —se aventuró Lupita un poco recelosa, pero aceptó el brazo de Ramón.

—¿Puedo preguntarle a qué se dedica? —comenzaron a caminar hacia el salón.

—Trabajo en los negocios de mi familia. ¿Y usted?

—Soy médico. Estoy haciendo una especialidad en la Universidad de Yale. Termino este año.

Estoy en México disfrutando de las vacaciones de verano.

—¿Médico? ¡Qué interesante! —dijo Lupita entusiasmada. A mí me hubiera gustado estudiar Medicina, pero ya sabe, lo más que se le permite a una mujer en este país es ser enfermera. Entonces mejor estudié Comercio y ayudo con los números en los negocios familiares.

—¡Interesante! Mis hermanas no quisieron estudiar. Se quedaron en casa. Dicen que no tienen necesidad —dijo Ramón, dándose cuenta de su indiscreción, ya tarde.

—¿Insinúa que yo sí tengo?

—No, no quise decir eso. Solo que…, olvídelo por favor. ¡Ay, Lupita! Creo que me pongo nervioso con usted y me equivoco con los comentarios sin querer. Por favor, discúlpeme. La invito mejor a bailar.