La ley no escrita

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La ley no escrita
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La ley no escrita

Alfonso Garnacho Vos


© Alfonso Garnacho Vos

© La ley no escrita

Septiembre 2020

ISBN papel: 978-84-685-5055-8

ISBN epub: 978-84-685-5056-5

Editado por Bubok Publishing S.L.

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Tel: 912904490

C/Vizcaya, 6

28045 Madrid

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Índice

CRÉDITOS

PRÓLOGO

LA LEY NO ESCRITA

PRÓLOGO

La razón de escribir este libro sobre la «ley no escrita» fue surgiendo a medida que escribía pequeños relatos a cualquier cosa, y algún cuento para mis nietas. Mis hijos me animaron a escribir algo más serio, dentro de la seriedad que pueda tener mi escritura al ser mi primer libro, si puede considerarse como tal, en él he puesto toda la ilusión de quien empieza un oficio. Aunque todo requiere un aprendizaje, cuento con las vivencias y relatos de mis abuelos, con quienes tuve la suerte de convivir muchos años, de lo cual me siento afortunado y orgulloso a la vez, participar con ellos en labores del campo, y empaparme de sus vivencias, ya que todos nacieron en el siglo xix, y el relato de este libro estaba muy vigente en algunas partes de la sociedad.

Para que nunca olvidemos los principios humanos que nos alejan de la RAZÓN de generar libertad a nuestros seres queridos. A ello nos lleva nuestro egoísmo y la autoridad que creemos tener sobre ellos, sin darnos cuenta cuánto dolor, zozobra y sufrimiento les generamos.

Luego el conformismo y la cobardía a rebelarse de los sometidos.

Así como son diversos los juicios de cada uno de ellos, así son los efectos y sentimientos que generan en cada uno ellos. Unos lloran, otros ríen, otros se desmayan o se desesperan, lloran los buenos, se ríen los malos al salirse con la suya y los desesperados no encuentran consuelo.

Agradecimiento: a mis abuelos, a mis padres, a mis hijos por decirme papá no pares, escribe, y ya lo irás corrigiendo. A mi amiga Mary Carmen que al principio del libro después de leer unas cuantas páginas me dijo: «Sigue, se lee bien». A mi amigo Rafa por sus buenos consejos entre ellos «Tómatelo como un entretenimiento, no como una obligación».

A tantos amigos y amigas que están esperando para poder leerlo, pretendiendo leerlo antes de haberlo terminado. Entre todos habéis hecho posible este mi pequeño sueño.

GRACIAS A TODOS.

LA LEY NO ESCRITA

Hacía poco que había terminado la contienda donde se habían enfrentado los españoles en algo tan terrible como es una guerra civil, hubo vencedores, pero todos perdieron, aún hoy muchísimos años después quedan viejas heridas, que espero que algún día se cierren para bien de todos. No es el caso que me ocupa pues ya se ha escrito sobre esa parte de nuestra historia, todo o casi todo, los vencedores con su razón y los perdedores con la suya, dicho esto voy a tratar de centrarme en lo que trataré de desarrollar, una pequeña historia que empieza en aquellos años difíciles. Empezaré por decir que la guerra no había sido muy dura en cuanto a los enfrentamientos en este pueblo, solo dos hombres habían sacrificado sus vidas en aras de sus ideales: uno era el tío Juan, padre de Juan, personaje que nos ocupa, el otro el tío Manuel, padre de María, otro personaje de nuestra historia.

Juan contaba con diecinueve años y María con diecisiete, y tenían algo en común: no tenían padre. Paula —madre de Juan— y Carmen —madre de María— eran amigas y la viudedad les unió más. Decidieron unir sus tierras y que Juan las trabajara, como solía ocurrir en aquellos tiempos, lo de tu chico para mi chica y no hay más que hablar. Era cosa de los hombres, pero como faltaban ellas lo decidieron así.

Juan era un buen mozo a pesar de su juventud, fue poco al colegio entre echar una mano a trabajar las tierras y la guerra y, lo más importante, no le gustaban ni las letras ni los números, pero ya estaba capacitado para desarrollar todo lo que requiere las labores del campo.

María era una muchacha menuda y dulce, y le ocurrió como a Juan, tenía que ayudar en las labores del campo y durante la guerra tampoco fue mucho al colegio, pero al contrario de Juan sí le gustaba: leía y dominaba, como se decía en los pueblos por aquellas fechas, las cuatro reglas.

A pesar de los buenos deseos de las madres, Juan se había fijado y estaba enamorado de Esperanza, una muchacha de su edad cuyos padres tenían vacas, regentaban una pequeña lechería que surtía de leche al pueblo y también elaboraban quesos.

Esperanza era diferente a María, acostumbrada a tratar con los animales, la vida la había hecho fuerte y decidida, sacaba al prado a las vacas y hacía todas las labores del vaquero.

Juan la amaba secretamente con un amor platónico, aunque se daba cuenta de que cada vez que se veían, sabía, y no sabía por qué, que Esperanza le correspondía. Pero como las madres habían decidido casarlo con María, no era capaz de contradecir a su madre, y no tenía valor de declararle su amor a Esperanza, porque esta sabía lo que habían pactado las madres de Juan y María.

Esperanza también amaba secretamente a Juan, pero la sociedad de aquellos tiempos tenía unas leyes no escritas que los padres, en este caso las madres, llevaban a efecto sin tener en cuenta los sentimientos de los hijos, solo se miraba el interés de las familias. Lo que en el caso de Juan y María parecía razonable, uniendo las tierras de las dos casas y siendo una sola familia saldrían adelante, si se separaban no daría para dos casas, y Carmen y María tendrían más dificultades que Paula y Juan.

Juan aunque joven se daba cuenta de lo que ocurriría si él rompía el pacto hecho por Carmen y su madre.

Carmen era una mujer que toda su vida dependió, primero de sus padres y cuando se casó, totalmente de su marido. Nunca trató de imponer sus ideas, ni tratar de replicar las de su marido, a ella le vino muy bien la proposición de su amiga Paula, casar a los chicos y unir las dos pequeñas haciendas. Paula era todo lo contrario, ella siempre manejó la casa, con buen criterio, ya que su marido solo servía para trabajar.

Aquella mañana había amanecido lloviendo, cuando Juan había terminado de arreglar la cuadra de las mulas, Paula se dispuso a hablar seriamente con su hijo.

Juan, no te veo ilusionado, ¿qué te pasa?, le preguntó la madre.

Juan no se esperaba esa pregunta, era tímido por naturaleza.

Nada, y le salió con evasivas.

Paula conocía a su hijo como nadie, y sabía que algo no iba bien.

¿Cómo va tu relación con María?

Juan, a pesar de estar a punto de cumplir 20 y ser un hombre ya hecho y derecho, se ruborizó ante su madre. Paula, sin apenas dejarle hablar, le recordó todo lo que ella y la madre de María habían decidido para ellos. Juan sabía que la unión de las dos familias era buena para todos, más para María y su madre que para él y la suya. Quería a María pero como se quiere a un hermano y no le gustaba que se tuviera que ir a servir a casa de alguna familia pudiente. María, tan dulce y delicada, sería presa fácil del señorito de turno y eso él no quería, pero eso era lo que sentía por ella, quería protegerla a toda costa. Aunque tendría que compartir con ella el resto de su vida, también sabía que los cuatro unidos sacarían las dos casas adelante, tampoco a él le hacía mucha ilusión tener que estar sujeto a las órdenes de ningún amo, porque más que órdenes en aquellos tiempos eran una tiranía. Todas estas cosas estaban siempre en la cabeza de Juan y se debatía en lo que debía de hacer, cómo romper un trato hecho, cómo quedaría ante el pueblo, cómo lo asumiría su madre, en la situación de María y su madre, se tendrían que ir del pueblo. Su madre no era ajena a todo lo que rondaba por la cabeza de Juan.

La suerte del labrador no llega hasta que la cosecha no está recogida, ese año la cosecha parecía que iba a ser buena, el cereal estaba muy hermoso, pero unos fuertes calores no permitieron que el cereal granara bien, y cuando llegó el tiempo de la siega se dieron cuenta de que, tanto el trigo como la cebada estaban a medio grano. En las labores de recogida participaban los cuatro, Juan segaba y en eso le acompañaba su madre; María y la suya ataban la mies y la acarreaban a la era, donde la trillaban y guardaban el grano en sacos para su almacenaje. La cebada les dio justo para el mantenimiento de las mulas y para criar un par de cerdos, que a la postre eran el sostén de la casa en invierno; con el trigo tuvieron un poco más de suerte. En el pequeño huerto habían cogido unas judías, unos garbanzos —patatas como se dice en el lenguaje coloquial de los labradores— para el gasto de la casa.

 

Cuando llevaron el trigo al servicio nacional del trigo con un conduce, que así se llamaba el papel que les daba derecho a que el estado lo comprara, y a la vez les permitía retirar el trigo ya tratado y sulfatado para sembrar la nueva cosecha, entonces se cobraba la diferencia.

Cuando se reunieron para repartir las ganancias del trigo, las dos madres, que ya tenían planes para los chicos, después de comer y hacer cuentas y dejar remanente para algunos gastos, tales como el aguzado de las rejas esquilado de las mulas, poner herraduras y algún imprevisto, les quedó para cada casa 1000 reales. Podía haber sido más, pero aquellas calores mermaron la cosecha.

Sentaron a Juan y María frente a frente y les propusieron hacer planes de boda, pues para qué tardar más. María estaba enamorada de Juan, se habían criado juntos y de siempre había querido a Juan, por el contrario él no sentía lo mismo.

María tomó la palabra y dijo:

Aún no he terminado de bordar mi ajuar, pero si es la voluntad de ustedes yo no digo nada. Dicho esto se calló, las madres inquirieron a Juan.

¿Tú que tienes que decir?

Juan tomó la palabra y dijo:

Es algo que tenemos que hacer María y yo, porque ustedes ya lo tienen decidido así, y tanto ella como yo cumpliremos lo que han pactado, y así será. Pero yo creo que aún somos jóvenes y hay que dejar que María termine su ajuar, que tanta ilusión le hace. Y dirigiéndose a María le preguntó ¿te parece bien el año que viene después de la cosecha?

A María le hubiera gustado hacerlo inmediatamente pero dijo que a ella no le importaba esperar un año más, esto le vino muy bien a Juan. Las madres no se quedaron muy satisfechas de la propuesta de los chicos pero aceptaron porque no había rechazo por parte de ellos, y si alguno hubiera dicho algo en contra habría dado igual. Los contratos no firmados pero de palabra eran sagrados, a los que tenían que cumplirlos, les gustase o no, no les quedaba más remedio que hacerlo. Y Juan y María sabían que así sería.

Dicho todo esto las dos familias siguieron en sus respectivas casas.

Aquella mañana, salió Juan a preparar la tierra para la sementera. Mientras araba la tierra apareció Esperanza y Juan se quedó un poco cortado. Iba para la majada, donde su padre tenía unas ovejas y unas vacas, en ella es donde hacían el queso; Esperanza se acercó a él y le dijo:

Al mediodía, cuando mi padre se haya marchado al pueblo, te acercas por la majada y hablamos.

Juan que solo había hablado con Esperanza cuando se veían por el pueblo y se decían adiós, se sintió muy halagado porque lo deseaba desde hacía mucho tiempo. Cuando vio pasar al señor Pedro, que así se llama el padre de Esperanza, se apresuró a dejar las mulas atadas y se fue a la majada, donde Esperanza le estaba esperando. Al llegar Juan le preguntó:

¿Qué quieres?

¿Es cierto que os casáis después de la cosecha?

Juan asintió con la cabeza.

Te habrás enterado del trato que hicieron las madres.

Sí, dijo ella, ¿Y tú no tienes nada que decir?

¡Qué puedo hacer!

¿Tú quieres a María?

La quiero de siempre pero como a una hermana, y no quisiera hacerle daño.

Y por lo que ha hecho tu madre vas a ser infeliz toda la vida, ¿o crees que no podrás querer a otra mujer de otra manera?

Juan le habría dicho que hacía mucho tiempo que sentía por ella algo muy especial, pero no se atrevió. Solo tenía pensamientos para esta mujer, y cómo sería su vida con María si solo quería y deseaba a Esperanza. Y ahora la tenía más cerca que nunca, y no se atrevía a decirle todo lo que pensaba y sentía por ella, no se sentía con fuerzas para decirle lo mucho que la quería. Para él habría sido traicionar la palabra dada por su madre, a él todo lo que le estaba pasando le venía dado, y en el fondo de su corazón empezó un hilo de rebeldía. Pensaba por qué tenía que ser así, delante de él estaba la mujer de la que estaba enamorado y por qué no podía decirle lo mucho que la quería, su lucha interior no le permitía hacerlo.

Esperanza le observaba, y como las mujeres tienen un sexto sentido para esas cosas, se dio cuenta por lo que estaba pasando Juan, y le preguntó:

¿Tú quieres a otra mujer?

Juan se quedó callado sin saber qué hacer y asintió con la cabeza.

Esperanza le dijo pues díselo.

Juan se abrazó a Esperanza, y le dijo:

No puedo, dijo y se le saltaron las lágrimas.

Esperanza lo separó y lo miro a los ojos y dijo Juan, creo que desde que tengo uso de razón, ¡te quiero!

Se hizo un silencio, Juan no reaccionaba, por un momento pasó por su mente todo lo que había soñado con esa mujer, ¿estaba soñando o era realidad? Despertó cuando sintió los labios de Esperanza en los suyos, era el momento que tanto había soñado.

Al sentir los labios de Esperanza, su cuerpo se estremeció, él nunca había experimentado esa sensación, entre deseo, placer y lujuria. Su cuerpo reaccionó como un volcán, abrazó a Esperanza y sin saber si lo hacía bien o mal, puso su boca sobre la de ella y ese era el primer beso que él daba a una mujer, pero a qué mujer, su amor secreto. Ahora la tenía entre sus brazos y era plenamente correspondido, Juan la besaba una y otra vez, la abrazaba, la acariciaba. Cuando se separaron, Esperanza estaba llorando, unas pequeñas lágrimas le rodaban por sus mejillas, Juan le preguntó:

¿Por qué lloras?

Primero porque soy en estos momentos la mujer más feliz de la tierra.

¿Y por eso tienes que llorar?

Juan que no se daba cuenta del porqué de las lágrimas de Esperanza, para él solo era el momento y volvió a abrazar y a besar a Esperanza, ella le aparto y le dijo:

¿Te das cuenta de adónde nos puede llevar este amor que sentimos? ¿O tú no sientes lo mismo que yo?

Juan cogiéndole la mano le dijo siempre soñé contigo. ¡TE QUIERO MÁS QUE A MI VIDA!

Se abrazaron y entonces se dieron cuenta de la realidad que el destino tenía para con sus vidas. Esperanza le dijo:

Está a punto de venir mi padre, y sabes que siempre estuvo enamorado de tu madre pero no sé si lo que siente por ella es amor u odio porque lo rechazó por tu padre. Cuando hablamos de ti le ocurre lo mismo, depende del vino que haya tomado; cuando va al pueblo suele tomar más y no me gustaría que te viera conmigo.

Se besaron, se separaron y quedaron en verse en el mismo sitio.

Esperanza se fue a ordeñar las ovejas y las vacas, y Juan a seguir preparando la tierra para la sementera. Al poco llegó Pedro, el padre de Esperanza, como había predicho con algunas copas de más.

¿Qué hay por el pueblo, padre?, le preguntó Esperanza.

Su padre le contestó creo que la bruja de Paula con la madre de María ya tienen apalabrada la boda de Juan y María para después de la cosecha. Le acababa de salir ese amor odio que Esperanza sabía que sentía por Paula.

Esperanza le dijo si no se quieren, ¿tienen que hacer caso a las madres?

Entonces muy serio y como si estuviera perfectamente bien a pesar del vino bebido, le dijo:

Eso es así, les guste o no, la palabra dada se cumple.

Eran las leyes no escritas, en aquella época aún los padres tenían la autoridad sobre los hijos, y aun más en el mundo rural y él lo llevaba en los genes. Esperanza sabía que tal como estaba su padre no podía discutir, así que se fue a ordeñar con una sonrisa que no pasó desapercibida para su padre. Él pensó que le pasará a esta que hoy no me regaña, ni quiere discutir.

Juan llegó al pueblo y dejó la yunta de mulas en casa de María, que era donde estaban, pues pertenecían a la madre de María, es lo que aportó en el trato y en el acuerdo.

Juan arregló a los animales y les puso pienso para no tener que volver, al intentar salir por la puerta de atrás María le llamó:

Juan, ¿no vas a pasar a ver a mi madre?

A Juan le extrañó, pero le dijo ahora voy. Carmen le recibió con una sonrisa:

Siéntate, Juan. Le ofreció una patata asada, era costumbre tener alguna patata asándose entre las cenizas, incluso alguna cabeza de ajos.

Juan se sentó y Carmen le puso una patata y un vaso de vino, a continuación le dijo:

No te veo muy entusiasmado con María, vuestro compromiso es legal, ante todos es tu novia.

Juan guardó silencio y apurando el vaso de vino dijo:

Señora Carmen, yo quiero a su hija, siempre la he querido desde chicos.

Ya lo sé.

Juan se puso colorado, y no sabía cómo salir de esa situación, entonces dijo:

Señora Carmen, aún queda un año para casarnos, y ¿no prefiere que vayamos poco a poco?

María dijo a la madre:

Juan y yo nos queremos, ¿por qué le preguntas eso?

Carmen decidió dar marcha atrás en el interrogatorio y les dijo:

Vosotros veréis, el año que viene es la boda.

María acompañó a Juan a la puerta, y le dijo no le hagas caso a mi madre, y le preguntó ¿tú me quieres, Juan?

Claro que te quiero, María.

Ella le dijo pero no como yo a ti, y dicho esto se metió para la casa. María acababa de declararle su amor, Juan sabía que el cariño entre los dos no era el mismo y se dijo qué puedo hacer si estoy prisionero de unas leyes que no están escritas.

Se dirigió a su casa, pero su pensamiento solo estaba en lo sucedido con Esperanza, y pensando que mañana la volvería a ver.

Al llegar a su casa le esperaba su madre como todos los días, las preguntas de siempre: que tal el día, estaba buena la comida que te he puesto, estaba bueno, será buena la siembra mañana, voy contigo al campo.

¿Para qué va a venir al campo usted, madre? Ahora no hace falta.

No discutas, mañana iré contigo.

Juan no entendió el por qué de esa decisión, pero cuando su madre decía algo, se cumplía. Después de cenar las judías que normalmente se cenaban, Juan se fue a la cama no sin antes dar un beso a su madre.

Esa noche Juan no pudo dormir, solo tenía pensamiento para Esperanza y todo lo sucedido con ella, no creía que ella lo amara. Su mente solo pensaba que al día siguiente la vería, pero no se daba cuenta de que su madre estaría con él en el campo. De pronto recordó las palabras de Esperanza, tu madre y mi padre fueron medio novios, y al final mi padre fue rechazado. Juan empezó a pensar, por qué razón quiere ir a esa tierra, ahora no hay trabajo para que ella pueda desarrollar, solo se prepara para la siembra, pero está muy cerca de la majada, aunque no dudaba de lo que le había dicho Esperanza. ¿Sería verdad que entre Paula su madre y Pedro aún quedaran recuerdos de un amor pasado? Pero no, su madre no podía ahora sentir esas cosas, su mente no lo admitía; a pesar de todo, quedó sembrada la duda en su mente.

Amaneció y su madre le preparó el desayuno, gachas de harina de almortas con chorizo y algo de tocino. Cuando terminaron, Juan fue a por la yunta a casa de Carmen, las puso el yugo y el arado, y como su madre se empeñó en ir al campo con él, pasó a recogerla. Ya estaba preparada, con la talega de la merienda y la pequeña cuba de madera para el agua. Acto seguido se montaron cada uno en una mula y se fueron para la tierra que Juan preparaba para la sementera.

Nada más salir del pueblo, Juan inquirió a su madre:

Madre, ¿cuál es la razón por la que vienes conmigo?

Ella le dijo ya te enterarás. Juan se calló y entonces pensó si está mi madre, cómo me las voy a arreglar para poder verme con Esperanza. Estaba en estos pensamientos cuando a lo lejos vio a Esperanza que iba al pueblo a llevar la leche como todas las mañanas. Según se acercaban Juan se estaba poniendo nervioso, cuando se cruzaron Esperanza dijo:

Buenos días, señora Paula; buenos días, Juan.

Juan le devolvió el saludo, no así su madre que le dijo no debieras de ir sola por estos caminos. Ella le dijo qué me va a ocurrir, señora Paula y siguió su camino. Juan se había ruborizado solo con verla, Paula se dio cuenta y frunció el ceño, no le gustó lo que vio en Juan.

Cuando llegaron a la tierra, bajaron el hato de las mulas y Juan se dispuso a montar la vertedera. Esto era el apero que utilizaba para hacer los lomos que a la hora de sembrar el grano caía en el surco, y con el arado se partía el lomo por la mitad y tapaba el surco y con ello las semillas, en este caso trigo. Cuando Juan empezó a arar la tierra, su madre se dirigió con paso firme y resuelta a la majada; Juan al verla se quedó en blanco, no sabía qué pensar. Cuando Paula llegó, entró sin llamar y allí estaba Pedro, como si la estuviera esperando. Cuando la vio cambio de color, sabía cómo se las gastaba Paula, y últimamente el vino le había hecho decir cosas que nunca sintió y temía la reacción de Paula.

 

Buenos días, dijo Paula al entrar.

Buenos días nos dé Dios… Se hizo un silencio, los dos se miraron a los ojos.

Pedro rompió el silencio:

¿Qué te trae por mi majada?

Paula mirándole fijamente le dijo:

¿Qué dices en la taberna de mi hijo y María?

De nuevo un silencio. Pedro, tragando saliva y con la cabeza gacha, le dijo:

Perdóname, Paula, sabes que sería incapaz de hacerte daño.

De nuevo un silencio, Paula iba a hablar pero él le dijo:

Déjame que coja fuerzas para decirte todo lo que hace tiempo tenía que haberte dicho, y me refugié en el vino, por despecho y cobardía, en vez de haber hablado contigo. Sabes que siempre estuve enamorado de ti, y por esas leyes no escritas nos separaron, yo lo llevo sufriendo veintidós años, cinco meses y doce días. Incluso alguna vez pensé hacer algo conmigo, pero murió mi mujer y eso me detuvo, mi hija qué haría ella sola. Cuando murió mi mujer, y poco después tu marido en la guerra, sentí que aún tú y yo podríamos vivir lo que no nos dejaron hacer cuando éramos jóvenes, pero cuando nos cruzábamos, solo había mirada de desprecio o desdén. Pensé después del luto, quizás cambie su actitud hacia mí, pero el tiempo pasó y cada vez era más difícil verte. Yo en vez de intentar hablar contigo, cada vez me refugiaba en el vino, y si no caí más bajo fue porque mi hija, que ahí donde la ves es una mujer como tú, capaz de hacer cualquier cosa por su padre, me tiene a raya, cosa que debo agradecer.

Paula intento hablar, pero él le dijo:

Déjame que ahora que he reunido valor para decirte todo lo que tengo que decirte no me cortes, si lo haces a lo mejor no podría haber dicho esto. Pedro agarró por el hombro a Paula y la sentó en un serijo de esparto que él mismo había construido. Paula, al sentir las manos del hombre, sintió un escalofrío. Pedro continuó:

¿Por qué pretendes hacer con tu hijo lo que hicieron con nosotros? Yo he sido toda la vida un infeliz. Tú, Paula, no me contestes, no fui buen marido porque no la quería y me casé por despecho, me pedía atención y no se la daba. Afortunadamente nació la niña y algo cambio en mí, me di cuenta de que tenía que vivir sin ti. Un día me levanté, no había podido dormir en toda la noche, y le dije lo injusto que había sido con ella, y que me perdonara. Era tan buena que me dijo sabía que no me querías cuando nos casamos, que tu solo querías a Paula, yo creía que ella no lo sabía, yo supliré con mi amor el de los dos. A partir de ahí, creo que fui un buen marido, y ella me lo agradecía cada día poniendo toda su vida para mí y la niña. Yo me refugié en el ganado y gracias a ella, con la lechería y los quesos vivimos desahogadamente, y mi recuerdo tuyo se iba apagando, o así pensaba yo. Pero cuando tuve la desgracia de perderla, la niña y yo fuimos saliendo adelante; tú al poco también te quedaste sola con tu hijo y un día te vi, y todo lo que había sentido por ti me llegó de nuevo como un volcán. Y desde entonces mi vida no ha sido igual, te pido perdón por mi cobardía, has tenido que venir tu a mí y yo no he tenido valor para ir a ti. Dicho esto se calló.

Se hizo un silencio y Paula se sintió desarmada, dolorida pero a la vez halagada. Aquel hombre, que un día fue el amor de su vida, la había desarmado. ¿Acaso no le ocurrió también a ella?

A pesar de toda la furia que traía para restregar y echar en cara por haberse metido con la vida de su hijo, de pronto se dio cuenta de que Pedro le había abierto su corazón, y que a pesar de los años y los avatares de la vida, aquel hombre la amaba sobre todas las cosas.

Paula sin saber por qué empezó a llorar, Pedro la levantó del serijo donde aún estaba sentada y la abrazó. Ella sintió en ese abrazo todo el amor contenido de aquel hombre, y de nuevo sintió ese escalofrío que no supo si era de miedo o de alegría. Se dejó abrazar, y no supo el tiempo que permanecieron así, cuando reaccionaron se miraron fijamente a los ojos y, por un segundo, volvieron a sentirse jóvenes, como si no hubiera pasado el tiempo. Pedro puso sus labios sobre los de Paula y ella le correspondió, aquel beso les compensaba de tantos años de separación obligada, por aquellas leyes no escritas que se utilizaban en aquella época.

Cuando se separaron, Paula le dijo:

Había venido a hablar contigo, ya veo la causa de tus malas palabras y te comprendo. Yo también he sentido por ti ese amor odio que, por circunstancias ajenas a nosotros, nos ha mantenido separados; y aunque creía que en cada uno de nosotros se había terminado todo, ya veo que tú conservas toda la llama entera, tu rescoldo sigue vivo.

Pedro se apresuró a preguntar con voz entre alegre y temerosa:

¿Tú que sientes?

Hubo un silencio que a Pedro le pareció un siglo, entonces Paula le dijo:

¿Acaso no has notado, cuando te he besado, que mi llama sigue intacta?, dicho esto Paula se acercó y lo besó, con esos besos que entregan el alma.

Al cabo de un rato, ya más calmados, Pedro le dijo:

Esto no te esperabas en tu visita, pero ha sido maravilloso. Ahora dime qué te trae por aquí.

He oído rumores de que habían visto a mi hijo con tu hija, y hoy al cruzarnos con ella cuando iba para el pueblo con los cántaros de leche, les he observado y no me cabe duda. Se ven y eso no puede ser, sabes que Juan tiene que casarse con María, yo hice un trato con Carmen, y se cumplirá, quieran o no…

Pedro esperó un momento para contestar:

Paula, ¿te das cuenta de lo que dices? ¿Pretendes hacer unos desgraciados como nosotros para toda la vida? No puede ser que tú, que lo has sufrido, lo trates de imponer, ¿por qué?, preguntó Pedro.

Paula se puso altanera y dijo muy solemne:

He dado mi palabra y vale tanto como la de un hombre.

Lo de juntar las tierras está bien, así saldréis mejor adelante, pero los chicos no tienen por qué hacerlo.

Lo harán.

Pedro no daba crédito a lo que oía, aquella mujer que tanto amaba estaba dispuesta a sacrificar la felicidad de su hijo, y también la de su hija si eran ciertos los rumores que le había dicho Paula.

Piensa, no lo hagas por orgullo.

¿Que dirá el pueblo?, le contestó ella.

Lo importante es que Carmen esté de acuerdo, habla con ella y dile para que comprenda lo que tú y yo hemos pasado por esa ley no escrita.

Paula salió de la majada y se dirigió donde Juan araba la tierra, cuando llegó a su lado, Juan le preguntó a ver qué habían estado hablando.

De ti y de Esperanza,le contestó la madre.

Explíqueme, madre.

Primero te ves con ella.

Juan esperó un momento para contestar:

¿Qué le hace pensar eso, madre?

A mí no me engañas, dime si te ves con ella.

Juan, con la cabeza agachada, le dijo sí, he hablado una vez con ella.

¿Y no habéis hecho nada más?, le preguntó.

Juan guardó silencio y como no contestaba, su madre le volvió a inquirir:

¿Habéis hecho algo más que hablar?

Juan, en su ignorancia, le dijo solo un beso. Cuando dijo esto, Paula propinó una sonora bofetada en la mejilla de Juan, y sin dejarle hablar le dijo:

Te prohíbo que la vuelvas a ver, tienes un compromiso con María y con la palabra de tu madre. Dicho esto cogió el camino de vuelta al pueblo.

Juan tardó en reaccionar, ¿por qué había hecho su madre eso si él sabía que tenía un compromiso adquirido con María? Lo había pensado muchas veces y siempre estaba dispuesto a sacrificarse, su madre no tenía derecho a tratarlo así, como si fuera un chiquillo.

Juan se empezó a sentir hombre y se preguntó por qué tenía su madre que humillarle de esa manera, si él siempre la había respetado y nunca desobedecido, no tenía razón para tratarle así.

Estaba en sus pensamientos, cuando vio pasar al señor Pedro con unos corderos para el pueblo. Juan no dejaba de pensar en lo que le había hecho su madre, paró la yunta para comer, y cuando estaba a punto de hacerlo, después de haber puesto pienso a las mulas, fue cuando apareció por el camino Esperanza. Juan salió a su encuentro, ella le vio desencajado y le preguntó: